El aterrador “farol” de los Saravia que casi enloqueció a un alemán en Cerrillos

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Cuando antiguamente en Cerrillos comenzaba a lloviznar en la cuaresma, la gente decía que era la época en que cerca del pueblo se aparecía el Farol de los Saravia. Lo describían “como una bola de fuego” que merodeaba al noroeste del poblado.

Cuando antiguamente en Cerrillos comenzaba a lloviznar en la cuaresma, la gente decía que era la época en que cerca del pueblo se aparecía el Farol de los Saravia. Lo describían “como una bola de fuego” que merodeaba al noroeste del poblado.

Como es de imaginar, esa visión tuvo a mal traer por mucho años a los lugareños ya que según los entendidos en los temas del más allá y de los de aquí también, “bien podría ser -decían- el alma en pena de quien había muerto en forma violenta en ese lugar”.

También afirmaban que las apariciones siempre eran después que el sol se ponía tras los cerros. Si a partir de entonces algún desprevenido pasaba por el lugar, el espanto luminoso se le aparejaba y con voz lúgubre le pedía que desentierre el arma con la que había sido asesinado hacía mucho tiempo. “Si lo haces – murmuraba- no seré más un condenado y mi alma podrá por fin descansar en paz y eternamente. Si aceptas –agregaba- te podrías quedar con el puñal que me mató; es muy valioso para los que aun tienen vida terrenal; la hoja es incorruptible y su empuñadura posee una gruesa capa de oro y plata con piedras preciosas. Y además, en el hueco del mango guarda un cuero que dice donde hay un “tapao” en los cerros del pueblo”. Y agregaba: “Si hay trato, en tres noche nos vemos en este callejón, después que la sombra haya tapado el sol”; luego, rumbeaba hasta un potrero cercano donde de improviso desaparecía como si la tierra se lo hubiese tragado.

Los “aparejados”

Pascual Yurquina, un paisano al que una vez se le había “aparejado” el Farol de los Saravia, contaba en rueda de amigos que él nunca había tenido coraje como para aceptar el trato y mucho menos volver a pasar de noche por ese conocido callejón. Y calcada a la historia de Yurquina, era la experiencia que años antes había tenido don Romualdo Arcaya, entre otros varios varones que ya no estaban. En su momento, todos relataron sus encuentros pero ninguno se había animado a cerrar trato aunque aceptaban que la oferta había sido tentadora.

Mientras tanto, don Claudio Saravia Cánepa, uno de los últimos de la familia que vivió en la casona de la finca, nunca dijo nada cuando algún curioso le preguntaba sobre aquella luz. Sonreía con gesto bonachón y prudentemente se llamaba a silencio. Nunca admitió ni desmintió la historia tan conocida y comentada en su pueblo natal, desde principio de siglo.

El relojero

Y así siguieron las cosas en esa vida lenta que tenían los pueblos de antaño, hasta que un día arribó a Cerrillos, allá por los años de 1930, un hombre de tierras lejanas; era según el mismo repetía “de más allá de los mares”. Dijo llamarse Uwe, era atravesado en el hablar de nuestra lengua aunque la entendía a la perfección. Su oficio era relojero y eso le hizo pronto ganar respeto y prestigio en la localidad. Y más aun, los cerrillanos se sentían orgullosos de tener uno de ese oficio pues no cualquier pueblo tenía un relojero. Y más consideración ganó entre los vecinos cuando a poco de llegar, de Salta lo hacían llamar para que vaya a arreglar uno de los relojes públicos de la ciudad.

Y así fue que la vida de Uwe en el pueblo transcurría apacible entre la relojería y su huerta hasta que un día un rumor despertó su atención. Fue cuando llegó a sus oídos la trajinada historia del farol de los Saravia. Y aunque él no era de frecuentar bares ni cantinas, una noche se presentó en el “Bar El Criollo” frente a la plaza, para pedirle a los parroquianos que le cuenten “ese asunto del farol”. Fueron varios los comedidos que se ofrecieron pero fue don Aquilino Sayago, uno de los más veteranos del pueblo, el que tomó la palabra y con voz pausada desgranó, con pelos y señales, la historia de aquella luz.

Por más de una hora el relojero escuchó en silencio el curioso relato como si cada palabra de don Aquilino la estuviese gravando a fuego en su memoria. Su mirada fija y casi sin pestañar, revelaba el interés que el espanto del farol había despertado en este alemán de ojos claros y vivaces. Por fin, cuando Sayago concluyó su relato, Uwe quedó inmóvil por un momento pero de pronto, giró sobre el asiento de su silla y mirando a cada uno de los contertulios exclamó en su lengua: “¡wunderbar! ¡wunderbar! (maravilloso…). Los parroquianos no sabían lo que el gringo tan entusiastamente repetía pero en el acto cayeron en cuenta que estaba fascinado con lo que acababa de escuchar.

A partir de entonces Uwe no dejó de buscar y tratar de convencer a algún parroquiano para que le indique el lugar donde aparecía y desaparecía la temida bola de fuego. En su media lengua, decía estar dispuesto no solo a desenterrar el puñal del que tanto se hablaba sino también explorar los cerros del pueblo en busca del “tapado”.

Por un buen tiempo buscó un guía que lo llevara hasta el lugar de las apariciones llama que hablaba pues nadie se animaba y menos ir de noche, tal como exigía el gringo. Y en esa afanosa búsqueda andaba cuando sumado a la habitual tertulia del bar, una noche Uwe conoció a Agapito Vilca, hombre que desde que se había hecho arriero trasandino, allá por 1920, muy de vez en cuando volvía al pueblo. Y como antes de ausentarse a la cordillera Agapito también había tenido un encuentro con aquella luz, los parroquianos le dijeron a Uve que este curtido arriero era seguramente el hombre que se animaría a llevarlo hasta los pagos del farol. Y así fue que esa misma noche, Vilca y el alemán sellaron trato ante los calificados testigos del bodegón. Muy ceremoniosos y ante el respetuoso silencio de los parroquianos, se dieron un apretón de mano prometiendo ambos, ir juntos a los campos de aquella braza que volaba.

En el callejón

Sin que nadie sepa, una noche partieron Vilca y Uwe hacia el callejón de Saravia (hoy calle Hugo Saravia Cánepa). Sortearon el paso a nivel, pasaron ante las tres cruces que recuerdan una desgracia y comenzaron a transitar por la jurisdicción donde se aparecía la luminaria del condenado. Caminaron lentamente como quinientos metros hacia el poniente; el cielo estaba encapotado y hacía mucho frio. Por cuatro o cinco veces hicieron ida y vuelta el mismo trayecto pero el farol esa noche hizo “mutis por el foro”. Como a las tres o cuatro de la mañana, los hombres dieron por concluida la espera, aunque antes de regresar al poblado, convinieron en hacer otros intentos más adelante. Según se supo tiempo después, Vilca y Uwe regresaron en varias oportunidades al callejón de los Saravia pero la tan buscada luminaria nunca apareció.

A pala y pico

Pero Uwe no era de darse por vencido así nomás. Un día, ya ausente Agapito Vilte, el gringo, en el ángulo del rastrojo que daba al terraplén de las vía del tren, se dio a la terea de cavar para buscar el valioso puñal porque, según decían, “de seguro, que el “farol se esconde ande está el puñal”. Por más de un mes cavó en distintos sitios, pero solo encontró algunos huesos de vacunos o yeguarizo pero ni minga de puñal.

Pero como ya se dijo, el gringo no era de renunciar a nada. Y así fue que tratando de recordar qué había oído sobre aquella luz, fue que le vino a la memoria lo que los parroquianos siempre repetían: “en el mango del puñal está la clave de cómo dar con el “tapao del cerro”.

Y Uwe no lo pensó dos veces. Se fue nomás hacia los cerritos del poblado tras el dichoso “tapado”. Trepó mil veces esa serranía que se extiende desde Cerrillos hasta La Merced. Iba cargado de herramientas junto a sus ayudantes que según decían, recibían buena paga. Pero lo que nunca se supo es si alguna vez dieron con algo parecido a un “tapao”. A veces regresaba de los cerros entusiasmado por haber dado con cuevas y pozos viejos, según decían, excavados por los jesuitas cuando buscaban yacimientos de cal. Creía Uwe que en el fondo de esas fosas que aun se pueden ver, podían dar con el tesoro que nunca pudo encontrar.

Pero por esos pozos, Uwe entró a sospechar que alguien se le había adelantado en la búsqueda. Estaba convencido que otra persona, siguiendo las instrucciones de la “luz mala”, ya se había alzado con el tapado del cerro. “Y es por eso –decía a sus ayudantes- que el Farol de los Saravia ya no se le aparece a nadie”. Y en su media lengua agregaba en son de burla “hace rato que esa alma descansa en paz y eternamente”.

Pero pese a su conclusión, la vida de Uwe continuó entre relojes, palas, picos y barretas hasta que un día, la vida le dijo basta; ya viejito, a fines de los años de 1950, falleció. Dejó una modesta casa cuyos fondos daban a los cerros, los mismos que alguna vez lo habían dejado al borde de una locura que al parecer, resultó contagiosa pues, luego del alemán, otros siguieron con idéntico afán de buscar en los cerros el tesoro revelado por el farol de los Saravia.

Y aunque pasaron los años siempre alguien recordaba en las tertulias de los bares y cantinas del pueblo, estos temidos encuentros con el Farol de los Saravia.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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