Ficha sucia: lo que un voto dijo sobre nuestra democracia

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El miércoles 7 de mayo, mientras la mayoría de los argentinos navegaba entre precios imposibles, trabajos precarios y noticias de última hora, el Senado rechazó, por apenas un voto, un proyecto de sentido común: que ninguna persona condenada por corrupción pueda postularse a cargos públicos. Ni más, ni menos.

El miércoles 7 de mayo, mientras la mayoría de los argentinos navegaba entre precios imposibles, trabajos precarios y noticias de última hora, el Senado rechazó, por apenas un voto, un proyecto de sentido común: que ninguna persona condenada por corrupción pueda postularse a cargos públicos. Ni más, ni menos.

Lo que es una regla básica de higiene democrática, aquí quedó enterrado por la mínima diferencia: 36 votos a favor, 35 en contra, 37 los necesarios. Pero detrás de ese resultado hay algo más profundo. No se trata solo de una ley. Se trata de un espejo. Uno que nos obliga a preguntarnos qué tanto creemos que nuestra democracia puede limpiarse desde adentro.

Las democracias no mueren de un día para el otro. A veces, lo que las debilita no es un golpe militar ni un caudillo mesiánico, sino una sucesión de gestos pequeños, de derrotas morales mínimas. Cómo permitir que quienes defraudaron lo público vuelvan a representarlo. Cómo votar sin que la ética pese más que la estructura. Y es allí, en esa grieta que no es ideológica sino ética, donde empieza esta historia.

Un “no” que vale por mil discursos

Desde el punto de vista ético, el rechazo del proyecto de Ficha Limpia no admite demasiadas interpretaciones. Se trataba de una propuesta simple y razonable: impedir que personas condenadas por delitos contra la administración pública accedan a cargos electivos o funciones en el Estado.

¿Puede alguien defender lo contrario sin torcer la lógica del sentido común? De haberse aprobado, habría sido un gesto poderoso para comenzar a recomponer la confianza en un sistema democrático que, en buena parte de Latinoamérica, incluido nuestro país, arrastra una percepción social profundamente desgastada.

En los estudios de opinión pública que he realizado en más de diez países y en casi todos los estados mexicanos, el patrón se repite: La democracia sigue siendo deseada en lo aspiracional, pero en lo concreto, se le cuestiona por su ineficacia frente a la corrupción y a la pobreza. Particularmente entre los sectores más humildes, aparece una idea que debería preocuparnos, y es que la democracia no trajo igualdad, sino más desigualdad; no redujo la pobreza, sino que benefició a una casta política que se enriqueció mientras el resto retrocedía. Y con esa percepción crece el desencanto, el desdén, y lo más grave, la indiferencia cívica.

La política, lugar contaminado

En ese clima, lo político se volvió sinónimo de lo negativo. Una persona puede ser respetada por su trabajo, su profesión, su trayectoria. Pero si se postula a un cargo público, de inmediato, casi automáticamente, hereda una sospecha. No por lo que hizo, sino por lo que ahora representa, la clase política. Y si hay un símbolo de esa clase política, ese significante máximo de “lo político”, son los legisladores: senadores, diputados, concejales. No es casualidad que sean las instituciones peor valoradas cuando se consulta por imagen o confianza pública. ¿Por qué? Porque el ciudadano común no tiene claro qué hacen. En múltiples estudios se ha hecho el ejercicio: “Si tuvieras enfrente a un senador o diputado, ¿qué le pedirías?” Las respuestas suelen ser cosas como arreglo de calles, trabajo, iluminación, cloacas… todas tareas del Ejecutivo.

La diferencia entre senador y diputado es aún más difusa, se perciben como roles intercambiables, casi como “puestos rotativos” dentro de una estructura cerrada, ajena al ciudadano. No son vistos como agentes del bien común, sino como ocupantes de un espacio laboral y de poder sostenido por el sistema. Y aquí es donde deberíamos detenernos y preguntarnos, sin cinismo, pero con honestidad: ¿Y si esa percepción ya no es un prejuicio, sino una verdad ganada?

El mensaje del Senado

El Senado rechazó el proyecto de Ficha Limpia. Pero lo más preocupante no es solo el rechazo, sino el cómo. De 73 senadores, 2 no asistieron y 35 votaron en contra de aprobar la ley. Es decir, el 49,3% de los presentes se opusieron a impedir que corruptos ocupen cargos públicos. Como ciudadanos comunes, es inevitable preguntarse ¿Por qué alguien votaría en contra de eso?

La respuesta que flota y que duele es la más obvia: el ladrón juzga por su condición.

No se trataba de una ley ideológica, ni de una puja partidaria. Era un principio básico de higiene institucional. En un país herido por la corrupción, uno esperaría que este proyecto fuese aprobado por unanimidad o algo muy cercano a eso. Que no lo haya sido, y que casi la mitad se haya opuesto, solo alimenta la desconfianza, el enojo y la desconexión.

¿Democracia o decorado?

Y entonces, llegamos al punto crucial. Si los representantes no representan, si las leyes mínimas de ética son rechazadas, si la corrupción se normaliza como parte del sistema…

Entonces, la pregunta ya no es quién votó qué, sino qué tipo de sistema político tenemos realmente. ¿Es esto una democracia? ¿O solo un escenario decorado de democracia, mientras el guión lo escriben otros intereses?

Es importante señalar que es frecuente clasificar un sistema como democrático por el solo hecho de elegir autoridades por medio de elecciones, es decir

clasificamos mediante una sola dimensión, pero objetivamente un sistema para calificar como democrático debe ser medido en cuatro dimensiones que permiten evaluar cuán democrático es un gobierno o una sociedad, esas dimensiones son:

1. Confianza en los resultados electorales: ¿Los ciudadanos creen que las elecciones son limpias y reflejan su voluntad?.

2. Confianza en los mecanismos legales para resolver conflictos: ¿Se cree en la independencia y justicia de los tribunales?

3. Confianza en la legitimidad básica del sistema político: ¿Se percibe que el Congreso o los órganos de representación realmente representan al pueblo?

4. Confianza en Instituciones Intermedias: ONGs, Universidades, medios de comunicación, sindicatos, etc.

Si estos pilares se erosionan, la democracia no necesita ser derrocada violentamente, simplemente se desvanece desde adentro, por falta de confianza social.

La democracia no se sostiene solo en el voto ni en la separación de poderes. Se sostiene, sobre todo, en la confianza social. Cuando esa red de confianza comienza a desgarrarse, la democracia entra en riesgo, porque no queda un vacío inocente, el vacío de confianza tiende a ser ocupado, y las salidas históricas conocidas son dos:

El totalitarismo

Se caracteriza por la concentración absoluta del poder en una figura, partido o grupo. El Estado busca controlar todos los aspectos de la vida pública, privada, y la supresión de las libertades individuales, la censura de los medios de comunicación y la eliminación de la oposición política. El totalitarismo no necesita que todos crean, necesita que todos obedezcan. Se cierran los espacios de debate, se uniformiza la cultura, se controla la educación y se impone una única versión de la realidad. En el totalitarismo, la complejidad es vista como una amenaza, y la obediencia se convierte en la nueva virtud cívica.

El populismo extremo

El populismo radical, en cambio, simula preservar las formas democráticas. Se sostiene en una narrativa donde solo hay un “pueblo verdadero” enfrentado a enemigos internos (la oposición, los periodistas críticos, los jueces incómodos). En el populismo, el líder personaliza la voluntad popular, y toda institución que cuestione esa voluntad es presentada como ilegítima o corrupta. Si bien puede surgir en sistemas democráticos, el populismo puede debilitar las instituciones al concentrar el poder en líderes carismáticos, deslegitimar a los oponentes y erosionar los controles y equilibrios necesarios para una democracia saludable.

En ambos caminos, lo que se pierde no es solo la pluralidad política, se pierde la diversidad social, la riqueza del debate, la legitimidad de las diferencias. Se pierde la posibilidad de construir un futuro desde la cooperación, no desde la imposición.

¿En qué sistema estamos?

Construyendo un índice de percepción democrática basado en diez preguntas sobre confianza en elecciones, justicia, representación política, y credibilidad institucional, el resultado fue 2.54 puntos promedio sobre una escala del 1 al 5, dónde 5 es el valor que representa una democracia saludable plena y el valor 1 el totalitarismo.

Una cifra modesta que, según la escala propuesta, indica una fuerte tendencia al populismo extremo y una democracia que se siente erosionada, debilitada, a medio camino entre la forma y el vacío. Desglosando el indicador, los números son elocuentes:

* Solo el 3% de los encuestados cree que los representantes actúan pensando totalmente en la ciudadanía.

* 80% desconfía de la independencia de la justicia.

* Más de 70% de los ciudadanos considera que su país se está alejando de un sistema democrático.

Y, sin embargo, hay una excepción luminosa en el mapa de la confianza: las universidades públicas, que con más del 70% de valoración positiva, aparecen, por el momento, como una de las pocas instituciones aún creíbles, respetadas, y percibidas como comprometidas con el bien común. Ahora, la pregunta final ya no es si tenemos democracia o no. La pregunta es: ¿qué tipo de democracia estamos sosteniendo, y cuán cerca estamos de dejar de sostenerla?

No hay una sola respuesta correcta. Pero los datos están sobre la mesa. Los gestos, también. El rechazo al proyecto de Ficha Limpia no fue solo una votación.

Fue una señal. Y cada lector sabrá, desde su experiencia, desde su conciencia, qué sistema siente que lo representa hoy.

A veces, la democracia no muere con un golpe. Muere con un suspiro. Con una omisión. Con un “no alcanzaron los votos”.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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