Día de Prevención del Maltrato Infantil: cuando el arte ayuda a nombrar lo traumático

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El maltrato infantil puede ser físico, emocional o simbólico, y ocurre dentro de vínculos de poder, confianza o responsabilidad adulta- crédito iStock

Durante mucho tiempo, al hablar de maltrato infantil, elegíamos imágenes que buscaban impactar: un oso caído, un niño tapándose la cara, una habitación vacía y oscura. Escenas y símbolos que pretendían contar lo inenarrable.

Pero el tiempo, la experiencia —y la escucha— nos enseñaron otra cosa: que no siempre hace falta mostrar el golpe para hablar de la herida, y que era necesario encontrar otro lenguaje. Esa forma —ética, estética y profundamente política— es el arte.

Algunas piezas de arte nos abrieron ese camino. No todas, claro. Pero aquellas que saben interpelar sin explotar, incomodar sin golpes bajos, sugerir sin convertir el sufrimiento en objeto de consumo, nos ofrecieron una forma más profunda de decir lo que todavía cuesta nombrar. Y cuando se trata de infancia, ese cuidado también importa. Mucho.

Hay obras que no buscan solamente conmover, sino revelar. Y al hacerlo, conmueven de otro modo. Porque tocan algo íntimamente humano: un recuerdo vago, una sensación temprana, un momento en que también nosotros fuimos tratados con descuido, con frialdad, con omisión.

El sufrimiento infantil se manifiesta en el cuerpo, los vínculos, el aprendizaje, y muchas veces es ignorado o malinterpretado por los adultos (Imagen ilustrativa Infobae)

Quizá sea de ayuda pensar en el maltrato de dos formas. Una se refiere al maltrato con “m” minúscula, que incluiría violar los derechos humanos de un niño, niña o adolescente en situación de vulnerabilidad social, física o mental. Y la otra forma es Maltrato con “M” mayúscula.

El maltrato infantil, algunas veces referido como abuso infantil, es definido por el Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud como todas las formas físicas, emocionales, sexuales, de negligencia, comerciales o de explotación que puedan resultar en actual o potencial daño a la salud, vida, desarrollo o dignidad de un niño, niña o adolescente, en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder con el personal u otro beneficiario.

Y es precisamente al reconocer estas formas —el maltrato con “m” minúscula y el Maltrato con “M” mayúscula— que el arte se vuelve indispensable. Porque muchas de estas expresiones de violencia han sido naturalizadas, minimizadas o directamente ignoradas.

El arte, en cambio, interrumpe esa normalización. Logra alojar, con lenguaje simbólico, lo que muchas veces no encuentra forma de ser dicho ni sostenido. Permite devolverle espesor a lo que fue reducido, silencio a lo que fue ruido, y elaboración a lo que fue trauma. Y a través de esas representaciones, a veces, se abre una puerta a lo que la clínica también intenta: metabolizar el dolor, sostenerlo, nombrarlo sin imponerse sobre él.

El arte ayuda a simbolizar lo traumático, transforma el dolor en relato, y ofrece una vía de elaboración psíquica cuando la palabra no alcanza (Imagen Ilustrativa Infobae)

Porque ese dolor no desaparece, pero puede transformarse. El arte le devuelve dignidad al sujeto que debió atravesar experiencias que no pudo nombrar ni comprender del todo, y que, si se trabaja, puede convertir ese dolor en otra cosa: en palabra, en relato, en potencia.

No lo hacen con escenas grandilocuentes, sino con lo mínimo: un silencio, una mirada que no contiene, que rechaza, que se corre. Un vínculo que no alcanza. Todo está contado en los detalles. Allí, el sufrimiento infantil se vuelve legible sin necesidad de ser nombrado con crudeza. En el cine, en las series, en los teatros, el maltrato aparece como un hilo que atraviesa, una marca que se insinúa. Y, la mayoría de las veces, sin juzgar. Esa decisión queda en manos del espectador.

En esos relatos, la infancia no se presenta como víctima estereotipada, ni sacralizada o sublime. Aparece como lo que es: una experiencia atravesada por decisiones adultas, por sistemas que fallan, por vínculos que no siempre cuidan. Esa experiencia —muchas veces minimizada, negada o mal interpretada— se manifiesta de formas múltiples.

El sufrimiento infantil no siempre se dice con palabras. Puede expresarse en las conductas, en el cuerpo, en los síntomas, en los vínculos, en la imposibilidad de aprender, en lo que ocurre —o no ocurre— en la escuela y en casa.

El trauma se instala cuando la experiencia no puede ser simbolizada, si no se nombra, se repite, si no se tramita, se actúa en otros escenarios (Imagen Ilustrativa Infobae)

Y cuando esas expresiones no son comprendidas, cuando se minimizan o se medicalizan sin escuchar su origen, el sufrimiento se profundiza y puede volverse traumático. Y es allí donde el arte, igual que la clínica, puede ofrecer otra forma de lectura: una que no patologiza, sino que interroga desde la historia, desde el contexto, desde lo no dicho.

El trauma no es solamente una experiencia dolorosa: es aquello que, al no poder ser simbolizado en el momento en que se vive, desregula el aparato psíquico.

Cuando el maltrato se instala, el trauma es inevitable. Aunque luego aparezca un Otro que aloje, que escuche, que repare, la herida ya ha dejado su huella. Y si no se nombra, se repite. Si no se tramita, se actúa. Si no se inscribe, se enquista.

Hace unos días vi la serie “La osa”, un unipersonal crudo y cuidadosamente construido, con pocos elementos en escena pero lleno de detalles que sostienen lo que se dice —y lo que no.

La indiferencia, el silencio y la negligencia emocional son formas de violencia que dañan el tejido psíquico (Imagen Ilustrativa Infobae)

Basado en una historia real, es la voz de una hermana, la actriz y dramaturga Mariela Alejandra, que reconstruye una infancia atravesada por múltiples formas de violencia: ausencias, silencios, abandonos. La obra gira en torno al femicidio de su hermana, asesinada a los 18 años por su esposo. Pero lo que persiste en escena es el eco de esa niñez no alojada, invisibilizada, expuesta a la negligencia sin que nadie lo haya nombrado nunca.

Desde el cuerpo, desde la palabra encarnada, se respira la falta de sostén simbólico que deja marcas indelebles en la estructura psíquica. Esa niña no gritaba. Pero tampoco nadie la escuchaba. Como tantas otras —en este caso, dos hermanas—, aprendieron un lenguaje: el del círculo de las violencias, donde lo innombrable se transmite sin palabras y lo intolerable se vuelve hábito.

Los verdaderos monstruos no están debajo de la cama, dicen en un capítulo de Eric. La frase condensa lo que la serie despliega en cada escena: los vínculos familiares como escenario del maltrato. Vincent, un padre atravesado por los traumas de su propia infancia, intenta ser un buen hombre, pero no puede sostenerse: las heridas no elaboradas se filtran en su modo de amar. No hay golpes, pero hay gritos, silencios, ausencias, negligencia afectiva. En Eric, como en tantas familias, la violencia se hereda más por repetición que por decisión.

La violencia infantil puede heredarse sin intención, se transmite en los vínculos, en los silencios, en lo que no se puede nombrar ni sentir (Imagen Ilustrativa Infobae)

En la película “Festen”, la infancia aparece como lo no dicho. El incesto se inscribe en el cuerpo y en la historia del hijo que se atreve a hablar. La escena familiar, idealizada, se quiebra. Lo que estalla no es solo una denuncia, sino la revelación brutal de años de silencios cómplices. Poner en palabras no borra el dolor, pero permite simbolizarlo, darle un cauce, evitar que se repita como acto o como síntoma crónico. Allí, el síntoma deja de alojarse solo en el cuerpo y encuentra una vía de elaboración posible. Aunque duela. Aunque desbarate.

En “Dime quién soy”, el daño no está solo en el abuso padecido, sino en la operación psíquica que lo silencia. El hermano que borra los recuerdos. La disociación como defensa. La infancia como zona oscura de la que nadie habla, ni siquiera los que la vivieron. El documental no sólo narra un hecho, sino que muestra cómo el psiquismo construye ficciones para sobrevivir, y cómo, tarde o temprano, la verdad retorna.

Hay formas de maltrato que no dejan marcas visibles, pero que deterioran el tejido psíquico. En “The Quiet Girl” (adaptación de “Three Lights”), una niña pasa temporalmente a vivir con otra familia. Allí encuentra, por primera vez, una mesa compartida, una palabra suave, una espera. No hay una historia de horror. Lo que conmueve es justamente eso: la posibilidad de la ternura como excepción. Y, por contraste, la soledad anterior se vuelve insoportable. Lo traumático, en este caso, no es lo que ocurre, sino lo que por fin deja de ocurrir: la desatención, la indiferencia, la falta de reconocimiento.

“Klaus y Lucas”, de Agota Kristof, ofrece otro ángulo: el del trauma crudo, sin mediaciones. La guerra, sí, pero también la infancia sin amparo simbólico. Los hermanos sobreviven, pero a costa de endurecerse. La escritura misma es una operación defensiva, una forma de subjetivar lo insoportable. Y como en muchos niños que han sido vulnerados, la frialdad no es crueldad: es escudo.

Hay niños que aprenden el lenguaje de la violencia sin palabras, lo incorporan como hábito y lo repiten cuando nadie escucha ni sostiene (Imagen Ilustrativa Infobae)

“El albergue de las niñas indeseadas”, de Joanna Goodman, es una novela inspirada en hechos reales que muestra cómo las instituciones —cuando se alejan del deseo de cuidar— pueden volverse dispositivos de deshumanización. Las niñas no son vistas, no son escuchadas, no son amadas, y muchas veces son salvajemente lastimadas. Son gestionadas. Archivadas. Disciplinadas. La salud mental no es posible allí donde el cuerpo infantil no tiene estatuto de sujeto.

Y en “Los reyes de la casa”, la novela de la escritora francesa Delphine de Vigan —recientemente adaptada por Disney—, se aborda con crudeza la problemática de la exposición excesiva y la explotación comercial de niños, niñas y adolescentes a través de plataformas como YouTube e Instagram, llevada adelante por sus propias familias. Mélanie Claux, madre de Kimmy y Sammy, dirige junto a su esposo Happy Break, un exitoso canal que genera contenido infantil y sostiene financieramente al hogar.

Cada momento privado puede ser capturado para alimentar la visibilidad, exponiendo a los niños a jornadas extensas de trabajo, aislándolos del mundo infantil, hiperadaptándolos a exigencias adultas. La imagen deja de ser juego y se convierte en mandato. La salud mental, en este caso, se pone en riesgo no por un golpe, sino por una sobreexposición que no deja lugar para tener infancia, ni para que el deseo propio emerja. La novela también está inspirada en hechos reales, y lo que denuncia no es una excepción, sino una forma naturalizada de maltrato contemporáneo.

Este 25 de abril, Día Internacional de la Prevención del Maltrato Infantil, elegimos también hablar desde ahí. Desde el arte. Desde esas heridas que no se ven a simple vista, pero que resuenan en los cuerpos, en las conductas, en los silencios. Y desde una escucha que no se apresura a etiquetar, sino que se detiene, que acompaña, que intenta comprender lo que a veces apenas se insinúa. Porque cuando se trata de infancias, no se trata sólo de comprender el sufrimiento, sino de crear las condiciones para que pueda ser dicho, escuchado y, a veces, reparado. Y en ese camino, el arte puede ser umbral, sostén, resguardo. No cura, pero acompaña. No repara del todo, pero nombra. Y a veces, ayuda a abrir los ojos.

Las infancias marcadas por el abandono no gritan, pero el cuerpo y los vínculos narran lo que no se pudo decir en el momento oportuno (Imagen Ilustrativa Infobae)

Este mismo día, desde Aralma y Wokungs Films, vamos a presentar “Origen Mío”, ópera prima del director Nicolás Ramos y nuestro primer documental. Una película construida con las voces de quienes fueron vendidos, apropiados, desaparecidos en contextos democráticos. Infancias fragmentadas por decisiones adultas, por Estados que fallaron, por redes que operaron en silencio. Historias reales, con consecuencias reales. Porque el maltrato infantil no es solo lo que pasó, sino también lo que no se hizo después.

Si el arte puede ayudarnos a mirar eso sin desviar la vista, entonces también puede ser parte de la reparación. Pero no alcanza con mirar. Hay que actuar. Y para eso, primero, hay que escuchar. De verdad.

* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.

Fuente: https://www.infobae.com/tag/policiales

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