El Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio) ha desarrollado a lo largo de su pontificado una visión jurídica profundamente pastoral, enfocada en la misericordia y la dignidad de la persona. En el ocaso de su vida –particularmente al reflexionar cerca del final de su pontificado– emergen con claridad los rasgos centrales de su pensamiento jurídico. Indudablemente sus enseñanzas y reformas exhiben una interpretación del derecho canónico orientada a la salvación de las almas, una insistencia en la primacía de la misericordia sobre el castigo, y una comprensión del derecho como instrumento al servicio de la justicia y el bien común dentro y fuera de la Iglesia.
Realmente Francisco ha criticado con firmeza los legalismos vacíos y el rigorismo farisaico, abogando por una función pastoral del derecho que acerque la Iglesia a los heridos y marginados.
Ciertamente su liderazgo ha influido en cuestiones de derechos humanos, dignidad humana, justicia social y medioambiental, integrándolas en el magisterio de la Iglesia.
ii. Interpretación pastoral del derecho canónico y el rol de la justicia en la Iglesia
Desde el inicio de su pontificado en 2013, Francisco ha sostenido que la lex suprema a la que toda ley eclesiástica debe referirse, es siempre la salvación de las almas. No cabe duda que esas sabias palabras reflejan su convicción de que el derecho no es un fin en sí mismo. Precisamente en un mensaje a los canonistas, subrayó que incluso el ejercicio de la justicia eclesial debe estar imbuido de misericordia y les declamó que sean conscientes de que son instrumentos de la justicia de Dios, que está siempre indisolublemente unida a la misericordia.
En documentos como Misericordiae Vultus (2015, n. 20), donde proclama el Jubileo de la Misericordia, Francisco afirma: “Misericordia y justicia no son dos realidades en contradicción, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla hasta alcanzar su culmen en la plenitud del amor”.. Asimismo, en Amoris Laetitia (n. 311) y en homilías, Francisco insiste en que los cristianos deben ser instrumentos de la misericordia de Dios, que incluye una justicia restaurativa.
Es por ello que, para Francisco, la persona humana redimida en Cristo está en el corazón del Derecho, de modo que las normas eclesiales deben garantizar no sólo un orden externo, sino manifestar “la presencia de Cristo Salvador” como gracia interior y verdadero bien común de los fieles. En consecuencia, ha llamado a una “conversión pastoral y misionera” de todas las estructuras eclesiales, incluido el propio derecho canónico, para llevar al mundo “el Evangelio de la misericordia de Jesús”.
Así y todo, lejos de proponer anarquía normativa, Francisco hace notar que el ser pastoral no significa dejar de lado las normas y guiarse como se quiera, sino aplicarlas de modo que en ellas los fieles encuentren la presencia de Jesús misericordioso, que no condena, sino que exhorta a no pecar más porque da la gracia.
En ese sentido, la mirada de Francisco es coincidente con el espíritu de los sabios de la Halajá. En ambas miradas, el Derecho no es simplemente un conjunto de normas, sino un modo de vivir, de interpretar, de honrar la dignidad humana con cada decisión jurídica. Y es precisamente en este tiempo de leyes frías y veredictos desalmados que ambas miradas resuenan como un llamado antiguo a devolverle al Derecho su esencia ética, su aliento trascendente. Porque lo justo no se impone; se discierne. No grita desde los púlpitos del poder, sino que susurra desde la conciencia, desde la inquietud del juez que duda, desde la pregunta del sabio que busca en cada letra la huella de una justicia superior.
En ese sentido, la tradición jurídica judía, con su prodigiosa capacidad para dialogar con el texto sagrado, nos enseña que toda norma es apenas una puerta, y que lo esencial es atreverse a cruzarla hacia el mundo de los valores. No se trata, como algunos creen, de reinterpretar las reglas a gusto o de vaciarlas de contenido, sino de comprender que detrás de cada precepto tarde un principio ético, una intención moral, una finalidad que nos obliga a mirar más allá de la letra. Es el arte de escuchar lo que no está dicho, de entender que lo legal no siempre es lo justo, y que una ley sin compasión puede ser tan peligrosa como una injusticia sin ley .
Los sabios del Talmud —esos poetas de la ley que discutían de noche y de día— desarrollaron herramientas tan refinadas como la guezerá shavá (la analogía reveladora), el kal vajomer (lel razonamiento a fortiori), o la interpretación basada en el ta’am hamitzvot (el sentido profundo de los mandamientos). Con ellas, la halajá construyó no un edificio estático, sino un jardín, donde la norma florece solo si se riega con ética, compasión y sentido.
En ese jardín, la justicia no es una máquina de aplicar castigos, sino un arte de equilibrio entre la norma y la vida, entre la fidelidad al texto y la misericordia hacia quien lo encarna. La halajá, como una madre sabia, nos recuerda que no todo puede resolverse con reglas escritas, toda vez que existen momentos en que lo humano desborda lo normativo y es allí donde el derecho debe inclinarse, no por debilidad, sino por amor.
En una época en que el derecho contemporáneo se obsesiona por separar lo legal de lo moral, al unísono los sabios del pasado y su eminencia Francisco nos instan a mantenerlos unidos, como si fueran dos manos entrelazadas. Porque comprenden que una norma que olvida la dignidad humana se convierte en piedra. Y toda vez que se intuye, desde lo más hondo, que una justicia sin alma no es justicia, sino apenas administración.
Desde esa comprensión, lejos de interpretar lo jurídico como un texto cerrado, se comportan como una melodía abierta al tiempo. No teme a los cambios, no se espanta ante la modernidad. Al contrario, ambas comprensiones enseñan que el verdadero respeto a la tradición no consiste en repetirla al pie de la letra, sino en revivir su espíritu en cada generación. Adaptarse sin traicionar. Innovar sin olvidar. Escuchar el presente sin dejar de hablar con los ancestros. Y es que, en ambas tesituras, el derecho no es solo un asunto de orden social. Es también —y sobre todo— una expresión del anhelo humano por lo trascendente, habidas cuentas de que cada norma tiene un eco que resuena más allá del mundo material; cada decisión legal es, en última instancia, un acto espiritual. Porque hacer justicia es tocar, aunque sea con la punta de los dedos, la voluntad de lo divino.
Porque tal vez, al final del camino, la única ley que importa es aquella que nos permite mirar al otro sin miedo, con respeto, con ternura. Como lo haría Hilel. Como lo soñaría Francisco. Como lo espera —silencioso pero despierto— ese Dios que, más que juez, es padre.
Precisamente existen relatos que no envejecen. Como esas canciones que siguen doliendo por dentro, aunque hayan pasado siglos. Uno de ellos es la parábola del Buen Samaritano, que, más que una enseñanza, es un espejo. Jesús no narra una historia inocente. En rigor de verdad cuenta una rebelión: la rebelión de la compasión contra la religión petrificada. Un hombre cae, herido, despojado, humillado. Y dos representantes del orden sagrado —un sacerdote y un levita— pasan de largo. No por crueldad, tal vez por miedo a quedar ritualmente impuros, Y, es entonces cuando entra en escena el escándalo: un samaritano. Un extranjero., Pero es él, y no los guardianes del templo, quien se acerca, limpia las heridas, cuida y paga. En ese gesto humilde y sagrado, el samaritano se vuelve juez, rabino y pastor a la vez, aplicando sin saberlo la ley más antigua de todas: pikuaj nefesh , la vida por encima de todo.
Sucede que, en efecto, el amor no se regula; se ejerce. La ley no se cumple en los altares, sino en la calle, entre los cuerpos heridos. Y muchos siglos después, en otra Jerusalén de almas, aparece Francisco , el papa que prefiere una Iglesia manchada de barro antes que inmaculada pero indiferente. En Fratelli Tutti, ese evangelio laico y universal, dedica un capítulo entero al Buen Samaritano. Dice que el relato “nos muestra cómo una comunidad puede romperse por la indiferencia hacia el sufrimiento de los demás” (n. 63). Y uno casi puede escucharlo llorar mientras escribe.
Francisco no se queda en lo teológico. Va al hueso. Denuncia a quienes, como el sacerdote o el levita, priorizan la norma sobre el herido. A quienes ven en la ley un refugio contra el dolor del otro. Y repite, una y otra vez, en Evangelii Gaudium, en Amoris Laetitia, en cada gesto: la ley está al servicio de la vida. No al revés. Ese es el eco perfecto de la halajá judía , que nunca fue un sistema cerrado, sino un arte de interpretación, de adaptación, de humanidad. Como le enseñó a Hilel: “Lo que te resulta odioso, no se lo hagas al prójimo. Esa es toda la Torá; el resto es comentario”. Una frase que podría firmar Francisco, cambiando la Torá por Evangelio y prójimo por pobre. La tradición rabínica tiene un nombre para esas decisiones que rompen la regla para salvar el alma: hora’at sha’ah . Una medida excepcional, tomada cuando la norma no alcanza. Un paréntesis sagrado. Y Francisco, sin llamarlo así, lo ha aplicado muchas veces: cuando otorgó a todos los sacerdotes la posibilidad de absolver el aborto, cuando abrió caminos para los divorciados vueltos a casar, cuando simplificó los procesos de nulidad matrimonial.
Como en la halajá, su clave es el discernimiento. No una puerta giratoria, sino una lectura personal, amorosa, valiente . En Amoris Laetitia , lo dice con palabras que arden: “No basta con aplicar reglas generales a los casos individuales como si fueran piedras que se lanzan contra las personas”. (n. 305). Como los sabios de Makot 1:10 , Francisco busca primeras razones para absolver antes que para condenar. Porque sabe que la justicia que no restaura, que no abraza, que no ofrece caminos, es apenas castigo. Y así, la halajá y Francisco —dos ríos que brotan de manantiales distintos— se encuentran en el desierto del siglo XXI para gritar, juntos, que el derecho no puede ser un verdugo, sino un pedagogo. Que la ley debe enseñar a amar, no a excluir. Que su sentido no está en la letra muerta, sino en la vida salvada. Porque en este mundo que tropieza entre fronteras y algoritmos, aún hay un hombre herido al borde del camino. Y la única pregunta que importa sigue siendo la que hizo Jesús: ¿Quién fue el prójimo? La respuesta no está en los tratados, ni en las homilías. Está en los vendajes. En el aceite. En el vino. En la moneda que se deja al mesonero. En ese momento en que la ley se convierte en compasión activa. Y entonces, como en un midrash perdido o un evangelio sin tinta, uno puede imaginar a Hilel, al samaritano y Francisco caminando juntos. Dogmas del pecado. Galas de pecado. Solo con la certeza de que la ley, cuando se vuelve humana, es también divina.
Justamente, esa mirada jurídica ha motivado importantes reformas canónicas durante su pontificado. Por ejemplo, en 2015 simplificó el proceso de nulidad matrimonial para hacerlo más ágil y accesible, eliminando cargas innecesarias a los fieles sufrientes. En 2021 promulgó la constitución Pascite Gregem Dei, que revisó el Libro VI del Código de Derecho Canónico (sobre sanciones penales) con el inequívoco propósito de equilibrar la necesidad de justicia –por ejemplo, endureciendo penas contra delitos como los abusos sexuales–y la finalidad última de la misericordia y la corrección fraterna. En sus palabras, “la caridad y la misericordia exigen que un padre se comprometa también a enderezar lo que a veces se tuerce” . Sucede que, en efecto, Francisco entiende que la justicia eclesial debe proteger al pueblo de Dios y el bien común, pero siempre con horizonte de la corrección del pecador y su reintegración, más que la mera punición retributiva.
En Amoris Laetitia (2016) dice: “La caridad y la misericordia exigen que un padre se comprometa también a enderezar lo que a veces se tuerce. Pero es importante que la corrección no sea vivida como un rechazo a la persona”. Esta cita se encuentra en el contexto de una reflexión sobre la educación de los hijos y el papel de los padres en la formación moral y espiritual, destacando la necesidad de corregir con amor y misericordia, sin que la corrección se perciba como un ataque a la dignidad de la persona. En Amoris Laetitia, Francisco aborda la vida familiar y la pastoral de las familias, enfatizando un enfoque misericordioso y comprensivo..
La cita está en perfecta armonía con la visión de Francisco sobre la misericordia como una fuerza activa que no solo perdona, sino que también busca restaurar y sanar. En Misericordiae Vultus (2015, n. 9) y en Fratelli Tutti (2020, n. 242), donde Francisco describe la misericordia como un compromiso para corregir el mal y promover la reconciliación, un principio que aplica tanto a la vida familiar como a la sociedad. La idea de “enderezar lo que se tuerce” también evoca su imagen de la Iglesia como un “hospital de campaña” (entrevista de 2013 en La Civiltà Cattolica), que sana y restaura.
En definitiva, dicen que, si uno afina bien el oído, puede escuchar a los sabios conversar en el viento. No importa si vivieron hace mil años o si aún caminan por las calles de Roma. Porque hay verdades que no caducan. Hay principios que atraviesan las edades como una melodía obstinada. Justamente uno de esos cantares antiguos es el de Hilel el Viejo, que en el siglo I antes de nuestra era, enseñaba desde el corazón del Talmud lo que el mundo aún parece olvidar: “Lo que te resulta odioso, no se lo hagas a tu prójimo. Esa es toda la Torá. El resto es comentario. Ve y estúdialo”. Qué manera tan delicada y feroz de reanudar la vida. Qué exactitud sin violencia. Qué fe sin gritos. Hilel no necesitó tablas de piedra ni relámpagos desde el Sinaí. Le bastó un pie —porque así lo pidió el prosélito: aprender la Torá parado sobre un solo pie— y una frase, casi un susurro, para condensar lo que la religión a veces se convierte en laberinto: la ley no es un trono; es un sendero. Un modo de no dañar al otro. El amor, o al menos, la precaución de no herir.
Asimismo, con todo respeto y admiración yo me imagino a Francisco, el Papa de los abrazos improvisados y las sandalias de polvo, leyendo ese pasaje talmúdico en algún rincón del Vaticano, con una lágrima escondida detrás de sus anteojos. Porque si algo ha hecho Francisco, desde que cruzó las puertas de San Pedro, es devolverle al Evangelio el tono humano, la respiración del prójimo, el temblor de la compasión. “No debemos obsesionarnos con la legalidad”, ha dicho, casi con las mismas palabras que Hilel. “La ley está al servicio de la vida, no al revés”.
Por ello. en Fratelli Tutti, en Evangelii Gaudium , en Amoris Laetitia , el Papa insiste como un poeta viejo: la ley sin amor es un mausoleo. La ortodoxia sin ternura es un látigo. Y la fidelidad a Dios no se mide por el cumplimiento perfecto de la norma, sino por la manera en que acariciamos al caído, por la herida que nos arriesgamos a tocar. En el Talmud ( Shabat 31a ) ,(Shabat 31a), Hilel transforma la Torá en una regla de oro. En Amoris Laetitia ( n . 305 ) , Francisco transforma el dogma(n. 305), Francisco transforma el dogma en una piedra que no debe lanzarse. Y en ambos resplandece la misma sabiduría antigua: lo sagrado no está en los reglamentos, sino en el rostro del otro. Ambos —el sabio judío y el pastor argentino— entienden que las leyes deben inclinarse ante la fragilidad humana. Que las palabras santas deben ser, ante todo, compasivas. Y que el verdadero escándalo no es que un hombre quebrante una norma para amar, sino que la cumpla al pie de la letra mientras ignora un corazón roto. El judaísmo lo llamó halajá , y la hizo caminar. El cristianismo lo llamó pastoral , y la hizo consolar. Tengo para mí que ambos en sus tiempos nos hicieron notar que la ley no puede ser un yugo que rompe el alma, sino una guía que acaricia. Que las 613 mitzvot o los cánones eclesiásticos son apenas mapas. Que lo esencial —ese núcleo ardiente que no cambia— es amar, amar sin cálculo, amar hasta que duela.
Francisco, como Hilel, desconfía de los teólogos que usan la doctrina como una muralla. Prefieren los que construyen puentes, aunque tiemblen. Dice que una Iglesia encerrada es una Iglesia enferma. Que hay que salir, tropezar, avergonzar. Que más vale una herida por haber abrazado que una santidad inmaculada por haber escondido. Y en ese gesto —ese salto del reglamento al rostro, del canon al encuentro— ambos nos enseñan lo mismo que enseñó a Jesús en el camino a Jericó, al señalar que el verdadero prójimo fue el que se detuvo. El que curó. El que, como diría Hilel, no hizo lo odioso, sino lo justo.
iii. La primacía de la misericordia sobre el castigo
La misericordia es uno de esos conceptos difíciles de encerrar entre artículos y párrafos, que se resiste al lenguaje técnico como un niño se resiste a una corbata. Y sin embargo, en su sencillez, en su calidez casi maternal es una fuerza capaz de reconstruir el corazón del derecho . Eso lo entendió como pocos el Papa Francisco, cuando se animó a escribir con letras grandes y temblorosas que “la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” ( Misericordia( Misericordiae Vultus , n. 10). Así, en un tiempo en que muchas conciencias se sentían atrapadas en la jaula del “deber ser”, Francisco declaró un Jubileo Extraordinario de la Misericordia , y con ello abrió las puertas de la Iglesia —pero también las de la ley canónica, la moral eclesial, la teología— para dejar entrar el aire de lo humano. Porque comprendía que cuando el derecho olvida el rostro del otro, se convierte en piedra. Y nadie construye un hogar con piedras frías. Se necesitan piedras que ardan de compasión. En Misericordia et Misera , el documento con el que clausuró el Jubileo, escribió con claridad de profeta: “Quedarse solo en la observancia de la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina”. Ahí está. Porque la ley Porque la ley sin amor es rutina. Y la fe sin misericordia es ideología. Francisco nos recuerda que no hay precepto que pueda frenar el abrazo de Dios . Que “no existe ley ni norma que impida al padre correr hacia el hijo que regresa” ( Misericordiae Vultus , n . 22( Misericordiae Vultus , n. 22). Y que incluso los pecados más grandes, los más oscuros, pueden ser alcanzados y destruidos por la misericordia, allí donde haya un corazón arrepentido.
Claramente esta insistencia en la preeminencia del perdón no significa complacencia con el mal, sino confianza en el poder transformador de la gracia. Al respecto Francisco enseñó que, incluso cuando haya que aplicar una sanción severa a quien ha cometido un delito gravísimo, la Iglesia le ofrecerá la ayuda y el apoyo espiritual indispensables para que, en el arrepentimiento, encuentre el rostro misericordioso del Padre.
La praxis sacramental bajo su liderazgo también reflejó esta primacía de la misericordia. Dispuso que todos los sacerdotes tuvieran facultad permanente para absolver el pecado del aborto, removiendo barreras legales que pudieran retrasar el perdón a quien busca a Dios con sincero arrepentimiento. En Evangelii Gaudium advirtió que “las puertas de los sacramentos no deberían cerrarse por una razón cualquiera”, recalcando que “la Eucaristía no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y alimento para los débiles”. De hecho, Francisco ha reiterado que prefiere “una Iglesia herida y manchada por salir a la calle” antes que una Iglesia autorreferencial “encerrada en una maraña de obsesiones y procedimientos”, porque nadie debe quedar excluido del amor misericordioso de Dios.
Todo esto en su conjunto hace notar su énfasis en la misericordia por encima del castigo ha revitalizado la comprensión de Dios como Padre misericordioso, influyendo en la pastoral del perdón, la manera de acompañar situaciones familiares irregulares y el tono general del mensaje eclesial, más centrado en la compasión que en la condena.
iV. La función pastoral del derecho y crítica a los legalismos vacíos
En la comprensión del Papa Francisco, el derecho canónico y la teología moral deben tener una función esencialmente pastoral, orientada a guiar a las almas y no a excluirlas. Ha advertido continuamente contra el legalismo estéril y la “rigidez” de ciertos enfoques que absolutizan las normas sin considerar a la persona concreta. Así, en su exhortación Amoris Laetitia (2016), dedicada a la familia, cabe destacar que dedicó un importante apartado al discernimiento frente a las situaciones irregulares y afirmaría con claridad que un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales como si fueran piedras que se lanzan sobre la vida de las personas. Es por ello que esbozó una critica a quienes, con el corazón cerrado, se esconden tras las enseñanzas de la Iglesia para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar con superioridad y superficialidad los casos difíciles y las familias heridas.
En efecto, Francisco ha retomado ese mensaje evangélico en múltiples ocasiones al convocar a la purificación de la fe frente a la hipocresía del legalismo y del ritualismo y al recordarnos que lo central es el amor a Dios y al prójimo. Francisco propone una “vía de la caridad” (via caritatis) al acompañar moralmente a los fieles: ante quienes no pueden cumplir plenamente la ley, la Iglesia debe desplegar la comprensión, el consejo y la integración gradual, más que juicios implacables. “Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento”, advierte, abogando por reconocer los matices de las situaciones concretas y la primacía de la conciencia bien formada.
Sucede que, en última instancia, para Francisco toda ley eclesial debe servir al amor. Permitidme hacer notar que cuando denuncia los “legalismos vacíos”, lo hace en continuidad con Jesús, que antepuso la justicia misericordiosa a las minucias rituales. Así, ha instado a los confesores a no comportarse como atormentadores de las conciencias con la casuística, sino como padres acogedores que ofrecen el abrazo de Dios.
Claramente el alma del derecho no habita en la letra muerta de la norma, sino en su capacidad de orientar la vida humana hacia el bien, la dignidad y la comunión. Es una concepción profundamente arraigada en la nueva escuela del derecho natural, pero enriquecida por una visión espiritual en la que la norma no agota su función en lo coercitivo sino en lo redentor, reparador y comunitario.
Francisco ha abordado frecuentemente el tema del legalismo en sus homilías matutinas en la Casa Santa Marta. En 2016, varias homilías trataron la relación entre la ley y la misericordia, inspirándose en pasajes evangélicos como los debates de Jesús con los fariseos (p. ej., Mateo 12:1-8). Por ejemplo, en una homilía del 11 de abril de 2016, Francisco reflexionó sobre cómo la ley debe estar al servicio del amor y la libertad interior, criticando una aplicación rígida que “asfixia” el espíritu. En aquella oportunidad señaló: “La ley fue hecha para el bien del hombre, para ayudarlo a caminar hacia Dios, no para convertirse en un ídolo”. La referencia a la “idolatría de la letra” nos recuerda su lenguaje en Amoris Laetitia (n. 304), donde advierte contra una aplicación de la norma que ignore el espíritu del Evangelio.
Con toda seguridad, la idea de que la ley debe servir al ser humano y no convertirse en un “peso insoportable” o una “idolatría” está en perfecta armonía con el magisterio de Francisco. En Evangelii Gaudium (2013, n. 35) y en sus reflexiones sobre la misericordia (p. ej., Misericordiae Vultus, 2015), fue insistente respecto de que las normas eclesiales deben orientarse hacia el amor a Dios y al prójimo, no hacia un formalismo que aleje a las personas de la fe.
Por ello, la interpretación del derecho requiere un alma que sepa discernir, que se atreva a mirar más allá de la subsunción y el silogismo, que sepa ponderar la fragilidad humana, el contexto y el bien superior involucrado. Esto se traduce en una forma de hermenéutica jurídica que se aleja del textualismo frío y se orienta a lo prudencial, equitativo y compasivo. Francisco ha desarrollado esta idea con un lenguaje pastoral. Cuando dice en Amoris Laetitia, n. 305: “Por eso, un pastor no puede sentirse satisfecho solo con aplicar leyes morales a quienes viven en situaciones ‘irregulares’, como si fueran piedras que se lanzan contra la vida de las personas”. De hecho esta alocución forma parte de una reflexión más amplia sobre la necesidad de acompañamiento pastoral y discernimiento en situaciones complejas, especialmente en el contexto de las relaciones familiares y las “situaciones irregulares” (como divorcios o segundas uniones).
Con toda verdad, Francisco aboga por un enfoque misericordioso y personalizado en la pastoral, criticando una aplicación rígida de las normas morales que ignore las circunstancias individuales. Subraya que los pastores deben guiar con compasión, ayudando a las personas a crecer en la gracia, en lugar de limitarse a imponer reglas. Esta idea se complementa con la nota 351 del mismo documento, donde sugiere que, en ciertos casos, los sacramentos pueden ser un medio de ayuda para quienes están en situaciones difíciles, siempre con discernimiento.
Aquí aparece tu noción de “derecho con alma” como una crítica al mecanicismo jurídico y una recuperación del juicio prudencial, tan cercano a Tomás de Aquino, pero también al Jesús que se enfrentó a los fariseos por absolutizar el sábado sobre el hombre.
Con todo rigor, cuando el derecho está animado por su alma viva, no actúa como inquisidor, sino como sanador, habidas cuentas de que el juez no es simplemente el aplicador de una ratio legis, sino muchas veces el intérprete de una promesa social rota, el que reconstruye vínculos a través del lenguaje de la equidad. Francisco dio forma a esa idea con su famosa metáfora referida a la preferencia de una Iglesia herida por salir a la calle que una Iglesia enferma por encerrarse. Esta idea aparece en Evangelii Gaudium (2013, n. 49), donde Francisco escribe: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”. En una entrevista concedida por Francisco a la revista La Civiltà Cattolica en agosto de 2013, publicada en septiembre de ese año dijo: “Yo veo claramente que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y de dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla”. No cabe duda que esta imagen subraya la necesidad de una Iglesia que atienda las heridas espirituales y materiales de las personas, especialmente de los marginados, con misericordia y urgencia.
En este marco, el derecho deja de ser una muralla de exclusión para convertirse en un puente que permite la reintegración del caído. Esta es una concepción terapéutica y espiritual del derecho, que no busca simplemente castigar, sino restituir, reconciliar, dar nueva oportunidad. En términos de tu pensamiento: el derecho tiene alma cuando no teme ensuciarse para sanar.
En efecto, existen situaciones en que la ley debe quitarse los zapatos, pisar descalza la tierra del dolor humano y entender que, antes que códigos, somos carne que sufre, respira y ama. En esos umbrales sagrados donde se decide si una vida sigue o se apaga, los libros santos —incluso los más antiguos— enseñan que la norma debe inclinarse con humildad ante el misterio de la existencia. Así lo enseña, con fuerza milenaria y conmovedora sabiduría, el principio judío de pikuaj nefesh .Imaginen a una madre que en pleno Shabat corre con su hijo en brazos al hospital. La ley dice que no se puede encender fuego, ni conducir, ni usar dinero. Pero pikuaj nefesh susurra, con ternura y firmeza, que salvar una vida es más importante que cualquier ritual. Que Dios —ese Dios que tiende su oído a los gemidos del mundo— no quiere obediencia ciega sino compasión lúcida. Porque, como está escrito en Levítico 18:5 , “vivirá por ellos”, y no “morirá por ellos”. El Talmud, ese océano de debates e interpretaciones, lo confirma en Yoma 85b : las leyes fueron dadas para vivir, no para morir. Pero no hay que ser rabino para entender el sentido de este principio. Es un canto a la vida por sobre la letra, una declaración radical de que el ser humano no fue creado para servir a la ley, sino que la ley fue creada para cuidar al ser humano. Y cuando uno observa, desde otra orilla del mismo río espiritual, al Papa Francisco , percibe la misma melodía. No usa las palabras hebreas. No cita a Rashi ni a Hilel. Pero su alma —cansada de ver a tantos heridos por normas frías— canta el mismo estribillo. Francisco no quiere una Iglesia aséptica y perfecta. La quiere sucia de barro, con olor a hospital de campaña, donde la vida importa más que los formularios. Lo dijo, con esa mezcla de dulzura y coraje que lo caracteriza: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro” (Evangelii Gaudium , 49). ¿No es eso también pikuaj nefesh,? Cuando en 2016 dio a todos los sacerdotes la potestad de absolver el pecado del aborto, no estaba relativizando la moral, sino recordando que hay momentos en que la misericordia debe llegar antes que el castigo. Y cuando permitió —con matices, discernimiento y lágrimas— que algunos divorciados volvieron a comulgar, no estaba burlando la ley canónica, sino aplicando la ley del amor. Aquella que mira a los ojos, no a los papeles. Francisco se ha atrevido, como pocos pastores en siglos, a humanizar la estructura. A simplificar procesos canónicos, a abrir puertas antes cerradas con cerrojos de latín y miedo. Ha propuesto una teología del riesgo y del cuidado , que no se esconde tras púlpitos sino que camina con los últimos. Lo ha dicho en homilías, encíclicas y silencios: la ley no debe ser un muro, sino un puente.
Y cuando en Amoris Laetitia escribe que “no se debe lanzar la ley como una piedra contra la vida de las personas” ( n. 305 ), resuena, casi palabra por palabra, con aquel eco del Talmud que enseña que la ley existe para la vida, no contra ella. Francisco, sin saberlo tal vez, está bailando con los sabios de Jerusalén, en un vals que no conoce fronteras ni siglos. Ambas tradiciones, la judía y la cristiana, cuando se dejan guiar por su costado más compasivo, coinciden en algo esencial: la persona es el centro. Todo lo demás —ritos, dogmas, normas— son caminos hacia ese centro. Y si alguno de esos caminos se convierte en un obstáculo, en una piedra de tropiezo, entonces debe ser removido. Porque ninguna regla vale más que un alma que tiembla.
Francisco, el jesuita que mira a los márgenes, y pikuaj nefesh, ese principio que tarde desde tiempos del desierto, son faroles encendidos en una misma oscuridad. Nos recuerdan que el derecho —divino o humano— tiene sentido solo si se escribe con tinta de misericordia y se aplica con manos que no tiemblan al tocar el sufrimiento. Y quizás, solo quizás, algún día aprendamos todos, rabinos y curas, jueces y legos, que la ley más sagrada es la que salva, cura y abraza.
V. Compromiso con los derechos humanos y la dignidad de la persona
Claramente la visión jurídica de Francisco no se limita al ámbito intraeclesial, sino que se proyecta a la sociedad global en defensa de la dignidad humana. Indudablemente ha sido una voz profética en favor de los derechos humanos universales, la justicia social y la solidaridad con los excluidos. En la encíclica Fratelli Tutti (2020) reafirmó que “todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente, y ese derecho básico no puede ser negado por ningún país”, incluso si la persona es débil o “poco eficiente”, porque nada anula “su inmensa dignidad como persona humana”. En agosto de 2018, el Papa Francisco aprobó una revisión del numeral 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica. El texto revisado declara que la pena de muerte es “inadmisible” porque “atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. Esto se anunció oficialmente a través de una comunicación de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encabezada por el cardenal Luis Ladaria. Antes de esta actualización, el Catecismo (en su versión de 1992 y revisiones posteriores) permitía, bajo condiciones muy estrictas, el uso de la pena de muerte si era el único medio para proteger a la sociedad. Sin embargo, Francisco marcó un cambio al rechazar completamente su admisibilidad, alineándose con una defensa absoluta de la dignidad humana. Este cambio se fundamenta en una evolución teológica que enfatiza la inviolabilidad de la vida y la posibilidad de redención.
El Papa Francisco ha abogado consistentemente por la abolición de la pena de muerte a nivel global. En discursos como el dirigido al Congreso Mundial contra la Pena de Muerte (2016) y en su encíclica Fratelli Tutti (2020, n. 263-270), ha reiterado que la pena capital es contraria a la misericordia y a los derechos humanos, instando a los católicos y a los gobiernos a trabajar por su eliminación.
El Papa Francisco también ha alzado la voz en defensa de los más vulnerables: migrantes, refugiados, minorías perseguidas y víctimas de trata. Ha denunciado repetidamente la “cultura del descarte” que desecha a los ancianos, los no nacidos, los pobres y otros considerados prescindibles. En foros internacionales (como su discurso ante el Congreso de EE.UU. en 2015 o la ONU), vinculó el mensaje evangélico con la promoción de derechos fundamentales: instó a erradicar la pobreza, abolir la trata de personas —a la que llama “esclavitud moderna”— y respetar la libertad religiosa y de conciencia.
Todo esto en su conjunto nos permite señalar que Francisco sostiene una visión integral de la dignidad: desde la defensa de la vida del no nacido hasta la oposición frontal a la guerra y a las armas nucleares, pasando por la crítica a la indiferencia frente a la hambruna o las injusticias económicas. En documentos como Laudato Si’ (2015, n. 120) y Amoris Laetitia (2016, n. 83), Francisco reafirma la sacralidad de la vida desde la concepción, alineándose con la enseñanza tradicional de la Iglesia. En Fratelli Tutti (2020, nn. 255-262) y en discursos como el pronunciado en Hiroshima (2019), Francisco condena la guerra y las armas nucleares, calificándolas como inmorales y contrarias a la paz. Aboga por el desarme y la resolución pacífica de conflictos. En Evangelii Gaudium (2013, nn. 52-60) y Laudato Si’ (nn. 25-26), Francisco denuncia la “economía que mata” y la indiferencia hacia los pobres, vinculando la desigualdad económica con la pérdida de dignidad. En Fratelli Tutti (2020, nn. 127-129), donde conecta la dignidad con la fraternidad universal, y en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (2014), donde afirma que la fraternidad es esencial para la paz.
Conclusión
Francisco ha devuelto al derecho algo que la modernidad, en su afán clasificatorio y su idolatría de lo literal, le había usurpado: el misterio. Porque aplicar la ley no es ejecutar un algoritmo, sino caminar en un embrollo. Y en esa maraña, como en los, lo que importa no es la salida, sino lo que uno encuentra en el centro: el rostro del otro.
Diríase que este Papa ha sido menos un legislador que un exégeta, menos un canonista que un lector de almas. Y como todo lector verdadero, ha entendido que entre la letra y el sentido hay un abismo que solo el amor puede cruzar. En sus gestos, en sus reformas, en sus silencios —tan significativos como sus encíclicas— supo poner la vida por encima del rito, la compasión por encima de la norma, la fragilidad por encima del poder.
Alguien dirá que esta misericordia es peligrosa, que desarma el orden jurídico, que abre la puerta a una anarquía sentimental. Pero también es cierto que hay formas de legalidad que son más atroces que cualquier caos. Y que entre la letra que condena y la mano que absuelve, el Evangelio —y también el Talmud— ha optado siempre por lo segundo.
En algún rincón del universo, un ángel inclina la balanza cada vez que un juez duda, cada vez que la norma se vuelve carne y no piedra. No es una imagen teológica; es una verdad jurídica. Porque, como enseñó el rabino Hilel y repitió con otras palabras el obispo de Roma, lo que no quieras para ti, no lo deseas para el prójimo. Esa máxima —más antigua que el derecho romano y más vigente que cualquier tratado de jurisprudencia— resume la totalidad de la ley y su anhelo más profundo.