Perfección estética y estilística

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El pasado jueves el Teatro de la Fundación Salta acogió un diálogo íntimo entre el piano de Alicia Carbonell y el violín de Aleksandre Urushadze, nombres de incuestionable referencia en el ámbito camerístico local. Ambos brindaron un concierto de contrastes sutiles y verdades profundas. Fue una velada donde la música no solo se escuchó, sino que se palpó. Fue un viaje desde la brumosa ensoñación de Debussy hasta los abismos sombríos de Prokofiev, trazado con una precisión que condujo el arte de este dúo al ámbito de lo sublime. El concierto era una de las citas del Abril Cultural Salteño y estaba organizado conjuntamente por Pro Cultura Salta, Copaipa y la Fundación Salta.

El pasado jueves el Teatro de la Fundación Salta acogió un diálogo íntimo entre el piano de Alicia Carbonell y el violín de Aleksandre Urushadze, nombres de incuestionable referencia en el ámbito camerístico local. Ambos brindaron un concierto de contrastes sutiles y verdades profundas. Fue una velada donde la música no solo se escuchó, sino que se palpó. Fue un viaje desde la brumosa ensoñación de Debussy hasta los abismos sombríos de Prokofiev, trazado con una precisión que condujo el arte de este dúo al ámbito de lo sublime. El concierto era una de las citas del Abril Cultural Salteño y estaba organizado conjuntamente por Pro Cultura Salta, Copaipa y la Fundación Salta.

La noche comenzó con “Rêverie” (Ensueño) de Claude Debussy (1862–1918), obra que Carbonell al piano solo, abordó con una delicadeza casi pictórica. Sus manos desplegaron el tejido ondulante de la pieza como si dibujaran sobre una fina seda: cada nota fueron suspiros que flotaban en el aire mientras la partitura se movía entre tonalidades diáfanas y modales, evadiendo con la sutileza propia del compositor cualquier atisbo de estridencia. En la interpretación de Carbonell, la estructura ternaria (ABA’) no fue un molde, sino un río sereno que serpentea entre recuerdos infinitos. La sección central, con esos acordes estáticos y sextas paralelas, adquirió un matiz casi ingenuo bajo sus dedos, como si un interludio infantil surgiera de entre los sueños. Al regresar a A’, Carbonell consiguió detener el tiempo, dejarlo suspendido en el aire, junto a nuestra respiración, fundiendo los motivos iniciales con ecos del trío en un final que se desvaneció igual que se desvanece la niebla al alba.

A continuación, el “Nocturno” (1911) de Lili Boulanger (1893-1918) surgió como un susurro compartido. Urushadze, con la finura de su arco, trazó melodías que oscilaban entre la ternura y la inquietud, mientras Carbonell creaba un acompañamiento de destellos pianísticos, luminosos y efímeros. Aquí, el violín no dominaba, sino que danzaba en un frágil y cristalino equilibrio con el piano: en los clímax, ambos instrumentos se fusionaron en un torbellino de emociones contenidas, emociones que adquirían unicidad en el adagio final donde las notas se funden con el silencio. El dúo supo encontrar la quintaesencia de Boulanger, con su lenguaje entre lo impresionista y lo visionario, comprendiendo su dualidad sempiterna: la noche como refugio y como laberinto.

La Sonata para violín y piano de Debussy coronó la primera parte con una mezcla de nostalgia y fulgor. Desde el primer movimiento, Carbonell y Urushadze consiguieron ese color característico que exige la partitura: frases cortantes como finas gemas, armonías que se deslizan entre lo modal y lo bitonal, y un diálogo donde el piano y el violín se miran de reojo, cómplices en la elipsis. El segundo movimiento, juguetón y caprichoso, brilló con aquellos guiños a la música gitana: glissandi leves, ritmos quebradizos, mientras el final, una endiablada tarantela, desplegó una energía casi febril. Carbonell, en particular, deslumbró con las armonías quebradas del piano acompañante que exhibieron una fluidez que nos trasladaba al misterio de las aguas subterráneas, mientras Urushadze bordó los pasajes más etéreos con un sonido que parecía surgir de otra dimensión. Esta es música escrita en los márgenes de la vida, fue la última composición de Debussy antes de ser sorprendido por la muerte, sin embargo, el dúo la dotó de una vitalidad tan irónica como desafiante.

Si la primera mitad del concierto fue un viaje a través de la luz tamizada, la Sonata para violín y piano N°1 en fa menor Op.80 de Sergei Prokofiev (1891–1953) irrumpió como un relámpago en la oscuridad. Desde el Andante assai inicial, Carbonell y Urushadze transportaron al público a un universo de tensiones irresueltas: el piano murmuraba líneas graves, ominosas, mientras el violín respondía con frases quebradas, como voces ahogadas. Aquí, la referencia del mismo Prokofiev al “viento sobre un cementerio” cobró vida en escalas que parecían fantasmas, en acordes que resonaban como si fueran lúgubres campanas lejanas.

El Allegro brusco, verdadero corazón de la sonata, fue una explosión controlada. Urushadze abordó los dobles graves con una ferocidad contenida, mientras los ataques de Carbonell al piano emulaban a los golpes de destino. No nos dejaron ni un instante de respiro: hasta los pasajes supuestamente líricos, como el segundo tema, de un romanticismo retorcido, se escucharon bajo la sombra de lo inevitable. El tercer movimiento, un Andante de texturas vidriosas, permitió al dúo explorar un nuevo registro a la luz de un conocimiento estilístico perfecto y riguroso: sonidos flotantes, armonías que se desvanecían antes de resolverse, un duelo entre lo estático y lo etéreo.

Pero fue el Allegrissimo final el que selló la noche como el documento de referencia que fue todo el concierto. Urushadze, desplegando un virtuosismo casi salvaje, llevó el violín a registros ásperos, guturales, mientras Carbonell transformó al piano en una síntesis de percusión y canto confirmando una vez más el extraordinario dominio técnico que posee del instrumento. La danza folclórica que Prokofiev esconde en la partitura no fue una celebración, sino un ritual: un círculo que gira hasta perder el sentido, hasta el regreso del tema inicial como un lamento congelado en el tiempo. Al cerrar, el dúo dejó un silencio cargado de ausencias y de ecos que solo fueron interrumpidos por los bravos del público.

Es paradójico que un concierto de tal altura, donde cada nota, cada silencio, fue tallado con un rigor estilístico y una devoción estética casi religiosos, no haya congregado más que a un puñado de almas. Quizás el público de Salta, acostumbrado a conciertos e intérpretes más histriónicos, aún no está preparado para escuchar música que exige escucharse a sí mismo. Pero quienes estuvimos presentes atestiguamos algo único: la fusión de dos artistas que, más que ejecutantes, son alquimistas y que han elevado el listón de la interpretación camerística en Salta a un nivel casi mítico.

Queda la esperanza de que este concierto, como las obras que se interpretaron, no sea un documento del pasado, sino una semilla. Porque en un mundo donde lo efímero se consume sin memoria, ellos nos recordaron que la música, cuando es vivida con esa intensidad, se convierte en eternidad.

*Miembro de la Asociación de Críticos Musicales de la Argentina

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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