Guillermo Brown, el héroe que renunció a los honores: la trágica muerte de su hija y el drama final de su viuda

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El viejo almirante, en un daguerrotipo tomado unos años antes de su fallecimiento

No todos sabían en la ciudad de Buenos Aires quién era ese hombre de ojos azules, pelo blanco y patillas recortadas a la antigua, que siempre vestía de oscuro. Y menos conocían que Guillermo Brown debía caminar ayudado por un bastón porque en el combate de El Buceo, entre el 14 y 17 de mayo de 1814, un retroceso de un cañón le había provocado una fractura que le dejó una pierna más corta. Esa renguera lo acompañará el resto de su vida.

Cuando el tiempo lo permitía, solía cabalgar por el camino nuevo -hoy la avenida que lleva su nombre- hasta el Arsenal de Marina, en el Puerto de los Tachos, hoy Vuelta de Rocha.

Vivía en una casa sencilla, de planta baja y primer piso, ubicada sobre la calle que, del centro, salía para el lado de Quilmes. Tenía un pequeño balcón sobre la entrada, flanqueada por dos columnas. A cada costado, había un cañón clavado en la tierra y el perímetro estaba rodeado por una verja de hierro forjado, apoyada en pilares blancos. Los lugareños la reconocían como “la casa del cañón” y otros por su color, “casa amarilla”. Actualmente es la calle Martín García 584 y por entonces se la conocía como “calle del Héroe Brown”.

El frente de la casa de Brown. Entonces estaba muy cerca del río. Allí vivió y murió en 1857

Pertenecía a Guillermo Brown, o don Bruno, como solía llamarlo Juan Manuel de Rosas. Los cañones, corroídos por la humedad, eran un recuerdo de cuando derrotó a José Garibaldi y estaban ahí colocados no como objetos ornamentales sino para que las ruedas de las carretas no arruinasen el acceso a la casa.

En esa casa lo sorprendería la muerte y así terminaría una vida de aventuras que había comenzado a sus diez años.

Brown nació en el pueblo irlandés de Foxford el 22 de junio de 1777 y luego acompañó a su padre a Estados Unidos, en busca de nuevos horizontes. A la semana, estando en Filadelfia, su progenitor fue víctima de la epidemia de fiebre amarilla, y quedó huérfano en un país desconocido. Un capitán lo empleó como grumete. Y nunca más abandonó la vida en el mar.

Escena del combate de Juncal, librado entre el 8 y el 9 de febrero de 1827, una de las tantas victorias del almirante (José Murature, 1865, Museo Naval)

Cuando Napoleón Bonaparte comenzó a dominar Europa, él estaba al frente de un buque mercante de bandera inglesa, y fue capturado por un navío francés. Como intentó escapar de la prisión de Metz, disfrazado con ropas de un oficial francés, en la loca carrera que emprendió por el campo, fue capturado exhausto por un molinero que sospechó que era un evadido. Fue encerrado en la fortaleza de Verdún. No bajó los brazos y se dedicó a hacer un agujero en el piso de su celda, debajo de su cama. Dio con la de un coronel llamado Clutchwell y ambos idearon un plan de escape. Hicieron un boquete en el techo que tapaban con una bandera. Barrían los escombros con sus ropas y los disimulaban en los rincones. Con prendas que anudaron, lograron descolgarse del muro y alcanzaron la libertad. Llegaron a Alemania desde donde viajaron a Gran Bretaña.

Volvió a la marina mercante inglesa en 1809. Ese mismo año se casó en Londres con Elizabeth Chitty, una chica protestante diez años menor que él, de familia de marinos.

Su esposa, Elizabeth Chitty. Se casaron en Londres y tuvieron cuatro hijos. Ella también provenía de una familia de marinos

Los negocios lo trajeron al Río de la Plata en la fragata Belmond. Su hermano Juan había estado en esas tierras cuando integraba el ejército inglés invasor de 1806. Vivió en Montevideo, y se ganaba la vida con el comercio marítimo de cabotaje. Le había comprado a los herederos del poeta Lavardén un saladero en el que dedicó a producir tasajo al estilo irlandés.

Realizaba viajes a Gran Bretaña, donde nacieron Elisa, en 1810 y Guillermo, en 1812, sus dos primeros hijos. Se estableció en estas tierras, donde el negocio prosperó, adquirió algunos barcos y compró ocho hectáreas en la zona de lo que hoy es Parque Lezama. Sobre lo que es la avenida Martín García construyó su casa, Cannon House, en un terreno se lo compró al padre José Ramón Grela, por 1600 pesos fuertes.

Su experiencia de marino llevó a las autoridades de Buenos Aires a proponerle la creación de una escuadra, “en prueba de su valor y habilidad”. No defraudaría. Al mando de la fragata Hércules y al frente de algunos navíos ocupó la isla Martín García, venció a la escuadra española, bloqueó Montevideo y logró su rendición. San Martín expresó que la victoria de Brown fue “lo más importante hecho por la revolución americana hasta el momento”.

Elisa Brown, la hija mayor del almirante, estaba comprometida con Drummond, uno de los oficiales de su padre. Tuvo un final trágico

Asimismo, obtuvo una patente de corso y encaró una empresa de la que no salió bien parado, supuestamente por no haber cumplido con las órdenes establecidas, por partir sin el correspondiente permiso del gobierno y haber desobedecido órdenes durante su campaña por el Pacífico, en la que perdió la fragata Hércules. Cuando regresó a Buenos Aires debió defenderse de las acusaciones y recordaba esos tiempos con amargura.

Volvió a sus actividades comerciales, cultivó la tierra que poseía donde vivía, mientras su hijo Guillermo era tropero. Cuando estalló la guerra contra el Brasil fue nuevamente convocado. Era el único marino en la ciudad con la experiencia suficiente para hacerse cargo de la escuadra. Las victorias que cosechó en combates desiguales contra el poderío naval enemigo -como Los Pozos, Juncal, Monte Santiago o combate de los Quilmes- lo convirtieron en un verdadero ídolo popular. En Los Pozos, la batalla pudo ser observada desde los techos y terrazas de Buenos Aires. “Fuego rasante que el pueblo nos contempla”, arengó a sus hombres.

Su hija Elisa, que noviaba con el escocés Francis Drummond, uno de sus oficiales, murió ahogada en el Riachuelo el año en que su novio pereciera en el combate de Monte Santiago, desarrollado entre el 7 y el 8 de abril de 1827. La leyenda que corrió fue que se había suicidado vestida con su traje de novia.

Cuando Juan Lavalle derrocó y fusiló a Manuel Dorrego en diciembre de 1828, quedó a cargo interino de la gobernación, de la que fue relevado en mayo del año siguiente. Regresó a sus negocios. Viajaba permanentemente a Montevideo y a Colonia, donde tenía campos y una casa que el gobierno de ese país le había obsequiado. Para entonces, habían llegado otros dos hijos, Martina y Eduardo.

El uniforme usado por el almirante en sus campañas. (Caras y Caretas)

Volvería a ser convocado por el gobierno, esta vez por Juan Manuel de Rosas, aún sabiendo que el irlandés se había negado en diciembre de 1832 a firmar el petitorio de extensión de las facultades extraordinarias al gobernador.

En 1841 y a sus 64 años, como comandante en jefe de la flotilla de la república, debió enfrentar a las fuerzas de Fructuoso Rivera con una escuadra. Le tocó pelear y derrotar al italiano José Garibaldi. Cuando una poderosa flota anglofrancesa bloqueó el Río de la Plata, no le quedó más remedio que entregar la escuadra a su mando.

Esa fue su última pelea.

La nostalgia lo había hecho emprender en 1847 un viaje a Foxford, su pueblo natal, al que nunca había regresado. Volvió al país dos años después.

En sus últimos años se había concentrado en la redacción de sus memorias. “Quiero acabar este trabajo antes de emprender el gran viaje hacia los sombríos mares de la muerte”, escribió a Bartolomé Mitre. Esos recuerdos abarcan de 1814 a 1828 y describían sus operaciones navales.

Cuando en 1854 repatriaron los restos de Carlos María de Alvear, fallecido en Estados Unidos, se ofreció embarcarse en el Río Bamba, para traerlos a Buenos Aires desde Montevideo. Había peleado junto al oficial muerto en el sitio de Montevideo y en la guerra contra el Brasil.

Muchos de sus viejos oficiales lo visitaban semanalmente, más aún cuando su hijo Eduardo, de 38 años, falleció el primer día del año 1855.

Un día lo sorprendió con su visita el almirante Juan Pascual Grenfell, el jefe de la escuadra brasileña, contra el que se había batido, y donde había perdido su brazo derecho. Se saludaron con afecto. Brown vivía modestamente y ese día estaba atendiendo su quinta. “Si usted hubiera aceptado las propuestas del emperador Don Pedro, cuán distinta sería su suerte. Porque en verdad, las repúblicas son siempre ingratas con sus buenos servidores”, le dijo. El viejo marino le respondió: “Mi querido Grenfell, no me pesa haber sido útil a la patria de mis hijos. Considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores”.

A fin de enero de 1857 se sintió morir, a tal punto que hizo llamar a su amigo, el compatriota padre Antonio Fahy, para que le suministrase la extrema unción. Falleció en los primeros minutos del 3 de marzo. Lo acompañaba su compañero José Murature, a quien le dijo: “Comprendo que pronto cambiaremos de fondeadero, ya tengo práctico a bordo”.

A la noche de ese día su cuerpo, vestido con ropas blancas y con un sudario de seda fue depositado en un féretro de pino forrado, que a su vez fue colocado en uno de plomo y finalmente en uno de caoba, con herrajes de bronce. Tenía la leyenda: “Cenizas del Brigadier General Argentino don Guillermo Brown. Fallecido el 3 de marzo de 1857″. A la tarde del día siguiente fue inhumado en el sepulcro de José María Paz.

Su muerte fue sentida por todos. Eran tiempos en que el país estaba partido al medio, la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires, ambos le rindieron honores. A pesar de las honras fúnebres por los valiosos servicios prestados, su viuda debió ceder al Estado unas seis leguas de su propiedad para cancelar deudas y además, malvendió algunas de las pertenencias de su marido, como su catalejo, con el que tantas veces había escrutado a los enemigos en mares y ríos. Es que la batalla contra la ignorancia y el sentido del reconocimiento son las más difíciles de ganar.

Fuente: https://www.infobae.com/america/