Donald Trump es elegido “Persona del año” y Javier Milei una de las 100 personas más influyentes del mundo; ambos por la revista “Time”. Ser parte de la “derecha rabiosa” ya no espanta a nadie; tampoco está mal visto proclamar a viva voz dicha afiliación.
“No hay lugar para quienes reclaman consenso, formas y buenos modales. Las formas son los medios, se las evalúa según su efectividad para alcanzar determinados fines. Y hoy someternos a la exigencia de las formas es levantar una bandera blanca frente a un enemigo inclemente. El fuego se combate con el fuego, y si nos acusan de violentos les recuerdo que nosotros somos la reacción a cien años de atropellos”; dijo Milei pocos días atrás.
El fuego se combate con fuego; el fin justifica los medios. La publicación no juzga contenido; solo influencia. Y, palabras así, hoy, influyen. Penetran. Ganan adeptos -en todo el mundo- cruzando todas las franjas etarias, educativas, de género y sociales. Es un fenómeno transversal.
Tampoco se trata de una derecha moderada; de esas que transitaban los carriles centrales de una ancha autopista ideológica. No. Es una derecha rabiosa; radical; a veces extrema y que se podría radicalizar aún más. Una derecha que, a fuerza de insultos, bravuconadas, maltratos y una incorrección política que por momentos debiera resultarnos intolerable, ha angostado esa “autopista ideológica” a algo no mucho más ancho que una callejuela poco transitable. Una derecha que logró ubicarse en el centro de un nada imaginario ring desde el cual juzga todo: o se está con ella; o se está con el enemigo. Fuera de la agonalidad, nada.
“La transgresión cambia de bando: es la derecha la que dice ‘las cosas como son’ en nombre del pueblo, mientras que la izquierda -culturalizada- sería solo la expresión del establishment y del statu-quo. La derecha vendría a revolucionar; la izquierda, a mantener los privilegios vigentes. La derecha vendría a patear el tablero de la “corrección política” y a combatir a la “policía del pensamiento”; la izquierda defendería el reinado de una neolengua con términos prohibidos para evitar que la verdad emerja a la superficie” diagnostica Pablo Stefanoni en su ensayo “¿La rebeldía se volvió de derecha?”. “Hoy la derecha se volvió punk y la izquierda puritana”, afirma otro pensador; Ricardo Dudda.
“Si el futuro aparece como una amenaza, lo más seguro y sensato parece ser defender lo que hay: las instituciones que tenemos, el Estado de bienestar que pudimos conseguir, la democracia (aunque esté desnaturalizada por el poder del dinero y por la desigualdad) y el multilateralismo. Si “cambio” significa el riesgo de que nos gobierne un Trump, una Marine Le Pen, un Viktor Orbán, un Bolsonaro o un Boris Johnson, parece una respuesta razonable. Si cuando el pueblo vota gana el Brexit, o triunfa el “No” a los acuerdos de paz en Colombia, ¿no será mejor que no haya referendos? Si los cambios tecnológicos nos ‘uberizan’, ¿no será mejor defender los actuales sistemas de trabajo y añorar el mundo fabril?”, agrega Stefanoni. Pero la “razonabilidad” instala la renuncia a disputar el sentido del mundo que viene; una renuncia explícita a querer convertirnos en una sociedad mejor.
Así, me pregunto si queda alguna “voluntad de sociedad”. Una vez Margaret Thatcher dijo: “No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”. “No hay sociedad”; qué pensamiento tan violento. Pero que podría ser cierto. En todos lados parece ganar la razón de la fuerza y el brutalismo en sus formas más violentas; parece imponerse la ley de la selva y el “sálvese quien pueda”; todos valores contrarios a los de una Sociedad.
Si una sociedad es el pasaje de todos los “yo” a un “nosotros”; muerto el “nosotros”, ¿se muere la idea de una sociedad? ¿Acaso el fin de las utopías destierra la posibilidad de una sociedad? Me cuesta aceptarlo, pero los síntomas podrían estar allí. François Dubet afirma que vivimos en una época de pasiones tristes: un mundo desigual que lleva a la frustración, la indignación, la ira y el resentimiento; todas pasiones que desalientan la búsqueda de una sociedad mejor.
Cuando triunfó Milei, la explicación fue que era la respuesta “de la sociedad” al cansancio; al agotamiento de un relato y de un modelo. Creo que, en verdad, se podría ensayar una tesis distinta: el alto porcentaje de adhesión a la figura de Milei a pesar de sus modos brutales; los recortes; la recesión y el ajuste; podrían estar indicando un cambio en los individuos. Podría ser que no se tratara de una reacción “de la sociedad”; sino una reacción colectiva de muchos individuos que dejaron de pensar en términos de sociedad. No hay más sociedad; “solo hombres, mujeres y familias”. El giro radical anticipado por Margaret Thatcher; figura reivindicada por Milei.
Me pregunto qué clase de futuro nos aguarda en un mundo poblado por un amontonamiento de personas que desechan la búsqueda de un mejoramiento colectivo e individual; de individuos que abandonan la fatigosa persecución de un bien común. Que pierden la voluntad de ser -todos- parte de una sociedad. No lo sé. Como siempre digo, ojalá esté equivocado y no sea así.