La Biblioteca Universal: un sueño borgeano y la ilusión del transhumanismo

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La tecnología está alcanzando un estatus de religión. Ray Kurzweil -ingeniero de Google- vendría a ser, con toda seguridad, el Sumo Pontífice de esta nueva forma de fe. Kurzweil asegura que las máquinas no solo superarán a la inteligencia humana -cosa probable-, sino que estas desarrollarán libre albedrío, sentimientos, y que serán capaces de experimentar vivencias espirituales. Habrá que verlo; a decir verdad, tampoco lo puedo descartar de plano. En lo personal, sostengo que la fusión entre humanos y máquinas comenzó hace tiempo y que vamos transitando un camino desde el transhumanismo (seres “mejorados” por la tecnología) hacia el poshumanismo: seres híbridos en cuerpos biológicos mejorados de forma genética y tecnológica, conectados a cerebros sintéticos de inteligencia alternativa. Entender el rumbo de esta evolución quizás será el desafío más importante del hombre en este siglo.

La tecnología está alcanzando un estatus de religión. Ray Kurzweil -ingeniero de Google- vendría a ser, con toda seguridad, el Sumo Pontífice de esta nueva forma de fe. Kurzweil asegura que las máquinas no solo superarán a la inteligencia humana -cosa probable-, sino que estas desarrollarán libre albedrío, sentimientos, y que serán capaces de experimentar vivencias espirituales. Habrá que verlo; a decir verdad, tampoco lo puedo descartar de plano. En lo personal, sostengo que la fusión entre humanos y máquinas comenzó hace tiempo y que vamos transitando un camino desde el transhumanismo (seres “mejorados” por la tecnología) hacia el poshumanismo: seres híbridos en cuerpos biológicos mejorados de forma genética y tecnológica, conectados a cerebros sintéticos de inteligencia alternativa. Entender el rumbo de esta evolución quizás será el desafío más importante del hombre en este siglo.

También existen devotos acólitos. Kevin Kelly es un buen ejemplo. En su libro “Lo inevitable. Entender las 12 fuerzas tecnológicas que configurarán nuestro futuro”, muestra la fastuosa cuota de voluntarismo tecnológico que opera en estas personas. “Debemos dejar que los robots se impongan. Muchos de los empleos que los políticos quieren negar a los robots son empleos que nadie quiere hacer. Los robots harán nuestros trabajos mucho mejor que nosotros. Harán trabajos que nosotros no podemos hacer en absoluto. Harán trabajos que nosotros nunca imaginamos que debían hacerse. Y nos ayudarán a concentrarnos en ser más humanos de lo que éramos antes. Es inevitable. Dejemos que los robots hagan nuestro trabajo, y dejemos que nos ayuden a soñar en otros nuevos empleos que sean importantes (para nosotros)”; dice Kelly. “Pasaremos las tres próximas décadas -quizás el próximo siglo- en una crisis de identidad permanente, preguntándonos en qué somos buenos. Si no somos los únicos que fabrican herramientas, que son artistas o que son éticos, entonces ¿qué es lo que nos convierte en especiales, si es que hay algo? Lo más irónico de todo es que el mayor beneficio de una inteligencia artificial útil y cotidiana no consistirá en más productividad, ni una economía abundante, ni una nueva forma de hacer ciencia; aunque todo eso tendrá lugar. El mayor beneficio de la llegada de la inteligencia artificial es que ayudará a definir la humanidad. Necesitamos la lA para saber quiénes somos”, afirma.

Me cuesta aceptar que necesitemos enfrentar el riesgo existencial que supone la IA para poder saber y definir qué es la humanidad. Es como sentarme con un revólver en la sien -decidido a disparar- esperando que esto me ayude a entender para qué vivo. Siento que hay una enorme falla en esta forma de pensar.

Por otro lado, tampoco quiero imaginar “una humanidad desconcertada y con una crisis de identidad permanente por tres décadas”; mucho menos un siglo. La historia muestra que nunca nada bueno salió de escenarios así, aun tratándose de lapsos más cortos. Pero los fanáticos de la tecnología como religión -¿redención?-, no se rinden.

Universal y líquida

La gran biblioteca de Alejandría, construida alrededor del año 300 a.C., estaba diseñada para contener todos los pergaminos que circulaban en el mundo conocido. En algún momento albergó unos 500.000 pergaminos, algo entre el 30% y el 70% de todos los libros existentes en el mundo en ese momento. Pero, incluso antes de que la Gran Biblioteca se perdiera, el tiempo en que todo el conocimiento podía estar contenido en un edificio, había pasado. Desde entonces, la expansión constante de la información ha superado nuestra capacidad para almacenarla.

Durante 2.000 años, la biblioteca universal, junto con otros anhelos perennes como la capa de invisibilidad, la patineta voladora de “Volver al futuro”, los zapatos antigravedad y las oficinas sin papel; siguen siendo sueños que se continúan postergando hacia un futuro indefinido.

Cuando en diciembre de 2004 Google anunció que digitalizaría los libros de cinco grandes bibliotecas de investigación, la promesa de la biblioteca universal resucitó.

El sueño fue mutando y, hoy, la Biblioteca tiene una conceptualización distinta. Ya no se trata de tener los volúmenes físicos como en la mítica Biblioteca de Alejandría; tampoco los textos escaneados en imágenes. Ahora la Biblioteca alcanza una estatura más mítica; el de una Biblioteca Universal Líquida.

Una biblioteca donde los textos son un mar de palabras donde cada palabra, párrafo, idea y concepto tiene una etiqueta -un «tag”-, que le asigna un vínculo a otra palabra, párrafo, concepto, libro o idea.

Una vez que un libro es incorporado en esta nueva biblioteca líquida su texto ya no estará separado del texto de otros libros; tanto como todas las gotas de agua de un lago son parte del mismo lago. Una vez que el texto es líquido los libros se filtran fuera de sus encuadernaciones, se entremezclan y entrelazan. Las ideas se desarman en una legión de palabras.

En un ensayo famoso, “íEscanea este libro!”, Kelly afirma que el “enlace” y la “etiqueta” podrían ser dos de los inventos más importantes de los últimos 50 años. La primera ola de poder se la da el quedar adheridos a fragmentos de texto, mientras que su real energía se activa cuando los usuarios hacen “clic” en ellos en el transcurso de la “lectura”. Cada clic elige un «tag»”, “activa un enlace”; y eleva su rango de importancia; obligando a recalcular y a recalibrar a todos los algoritmos recurrentes subsiguientes. La “lectura” de un libro líquido enciende algoritmos estadísticos que dejan llamados de atención en todo ese vasto universo digital. Trazas recopiladas, analizadas y ranqueadas por otros algoritmos -quizás los “inquisidores” de “La Biblioteca de Babel”, de Borges-; que resignifican y refuerzan las conexiones sugeridas por cada etiqueta. La biblioteca universal se transforma en una vasta red neuronal.

La lectura se convierte en una actividad compartida. Los marcadores se comparten. Las anotaciones en los márgenes se transmiten; invadiéndonos. Las bibliografías se intercambian. De una manera curiosa, la biblioteca universal se convierte en un único y enorme texto: un único libro que abarca al mundo. “El universo (que otros llaman la Biblioteca)”; dijo -premonitorio-, Borges.

“Corre, Melos”

El riesgo -como siempre- es inmenso. Los motores sintéticos de pensamiento adquieren, ranquean; recortan, digieren, reducen y regurgitan un resultado; su precisión depende de factores ajenos a nuestro control y a nuestro dominio. Quizás, más adelante, hasta fuera de nuestro entendimiento. Aceptar esta forma de lectura asume una derrota intelectual; un quiebre y una renuncia psicológica por la cual admitiremos -al fin- que la lectura no está más a nuestro alcance. Que -ahora- la necesitamos descontextualizada; hipervinculada; «taggeada»; procesada; y comentada; todos atributos opuestos al acto de leer.

Sosuke Natsukawa, en “El Gato que Amaba los Libros”, cuenta la historia de un hombre obsesionado por armar una versión similar de esta Biblioteca universal, pero en la cual se redujeran las palabras de cada libro a su constituyente básico de manera que la humanidad no “perdiera el tiempo” leyendo “el resto del libro”. Su idea no era contener a todos los libros del mundo sino “poder leerlos” a todos ellos en el transcurso de una vida. De Hamlet, sólo haría falta leer “Ser o no ser”. Hasta el enigmático “, esa es la cuestión” sería superfluo. “Melos estaba furioso”, sería la síntesis de “Corre, Melos”, de Osamu Dazai. No es caprichosa la metáfora. Recortar, «desarmar», procesar, sintetizar y regurgitar. Desarmado, da igual leer Hamlet completo o leer sólo “Ser o no ser”.

“¿Cuánta vida les queda a los libros? Simples reliquias que desaparecerán en veinte años, quizá menos. Dostoievski, Dumas, Dickens fueron hijos de su tiempo. Hoy no escribirían ni una línea, serían youtubers”, dice, letal, Gerardo Vázquez Cepeda; en “La máquina Fiódor”.

“Leer un libro se parece a subir una montaña”, afirma Natsukawa. “Leer no es tan solo disfrutar y emocionarse. En ocasiones hay que ir línea a línea, releer repetidas veces las mismas frases, y avanzar despacio y con esfuerzo para comprender lo escrito. Llega un momento en el que ese arduo trabajo de pronto nos abre las miras. Del mismo modo que, tras un larguísimo sendero, las vistas se abren al llegar a la cima. (…) Las lecturas placenteras están bien. Pero si te limitas a seguir un sendero de montaña agradable el paisaje que ves es limitado. Hay lecturas difíciles. No eches la culpa a la montaña si el camino de ascenso es escarpado. Subir paso a paso falto de aliento hasta llegar a la cima es uno de los placeres del montañismo”.

Los libros nos hacen mejores. Nos ayudan a ver el mundo, y a todos los otros mundos dentro de él. Quizás, hasta nos ayuden a pensar que un mundo mejor pueda ser algo posible. No me fascina la idea de una Biblioteca Universal Líquida.

“Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta”. Borges, el infinito, el único; otra vez.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales