La pequeña -y muy cuidadosa- editorial Vinilo cada tanto piensa un tema y les propone a diez autores escribir sobre él. Tuvieron un Libro de las diatribas y un Libro de los elogios. Y ahora -atentos a los tiempos en que vivimos- llega el Libro de las fobias. Sí, fobia, ese tan habitual trastorno de ansiedad que lleva a tener un miedo irracional a algo. ¿O no será irracional?
Aquí aparecerán el miedo a las ratas, a la naturaleza, a los papis del cole, a las sillas, al psicoanálisis, entre otros. Escriben Analía Couceyro (fobia al psicoanálisis), Maia Debowicz (fobia a los aviones), Paula Hernández (fobia al encierro), Ariana Harwicz (fobia a los gatos), Pablo Maurette (fobia a las sillas), Mauro Libertella (fobia a la naturaleza), Brenda Lozano (fobia a las ratas), Santiago Llach (fobia a la gente), Margarita García Robayo (fobia a la felicidad) y Esteban Schmidt (fobia a los papis).
Aquí presentamos el texto escrito por Margarita García Robayo.
Mira bien. Mira más. Vuelve a mirar
1.
Mi hija J. fue a un cumpleaños en una granja. Había animales encerrados en jaulas y los niños hacían un recorrido con una bolsa de alimento en la mano para darles de comer. Antes ya había ido a un par de cumpleaños con magos que usaban conejos y palomas para hacer sus trucos y, cuando llegaba a casa y me lo contaba, yo reaccionaba con una virulencia que a mi hija, a sus seis años, le transmitía la sensación de que había asistido a un ritual de mutilación de crías. El día de la granja, cuando fui a buscarla, la madre de la cumpleañera me informó que J. había llorado y que, “a su juicio”, estaba un poco sensible y cansada, y que, “a su juicio”, un baño tibio le curaría todo. El souvenir era una bolsita ecológica con stickers de la fauna argentina. J. me dijo que había llorado porque no podía entender que a alguien le pareciera divertido “torturar animales”. Era lo que yo le había explicado otras veces y no tenía ningunas ganas de matizar, aunque me partía en dos verla angustiada. Se me ocurrió decirle que quizá en esa granja sí cumplían con los protocolos (¿qué significa protocolos? Reglas) necesarios para mantener animales en cautiverio (¿qué significa en cautiverio? Encerrados). ¿Y cuáles son esas reglas? Googleamos: condiciones para mantener animales en cautiverio. Una página entre miles lo sintetizaba así:
Para garantizar un cautiverio sano los animales deben vivir:
Libres de hambre y sed.
Libres de temor y angustia.
Libres de molestias físicas y térmicas.
Libres de dolor, lesión y enfermedad.
Libres de manifestar su comportamiento natural.
¿Libres, en serio? Dijo J., con desconcierto lógico. Me encogí de hombros. Le dije que miráramos otra respuesta, que a veces Google se equivocaba. En casa le di un baño tibio.
Diferentes autores reflexionan sobre sus fobias (GETTY)
Esa noche me quedé leyendo sobre el cautiverio, a ver si encontraba un rejunte de información tranquilizadora para darle a J. al día siguiente. A mi juicio, había infinidad de cosas malas y ninguna buena: sacar animales a la fuerza de su hábitat natural (un animal silvestre jamás se convertiría en un animal doméstico por voluntad) para generarles otro artificial, provisto de lo necesario para que sobrevivan y se reproduzcan, luego, no se extingan, rara vez garantizaba una mejora en la especie. Al contrario. Era como frenar su evolución escudándose en intenciones loables. Por el bien de la especie, decía un especialista en un pódcast llamado Vida animal, se los obligaba a aparearse con una pareja elegida bajo estrictos criterios científicos, así evitaban la endogamia, que tuvieran hijitos deformes o muertos. ¿Pueden no querer aparearse con quien se les asigna?, preguntaba el entrevistador. El especialista decía que sí, que el animal, en general, se negaba al principio, pero, al estar en celo, al cabo de un tiempo, el apareamiento pasaba a ser una necesidad. ¿Un animal en cautiverio podía volver su vida silvestre? No, dijo el especialista. Jamás de los jamases. El cautiverio los taraba. Bueno, en verdad dijo que los hacía perder la capacidad cognitiva necesaria para sobrevivir afuera.
A la mañana siguiente J. ya estaba en otra sintonía. No mencionó la granja ni cuestionó la idea de libertad. Había pegado los stickers al costado de su cama: un oso hormiguero, un yaguareté, un tapir, un zorro colorado. Todos felices.
2.
La definición de fobia que más me gusta es esa que dice que es un fracaso en el desaprendizaje de miedos. La cultura nos enseña (nos empuja) a perderle el miedo a ciertas cosas a las que, en realidad, deberíamos temer. Hay gente que falla, que no consigue cerrar esa puerta por la que se cuela el miedo y, cuando ese miedo se extrema, supongo, aparece la fobia. No podría identificar un miedo extremo a nada, salvo a las obviedades que me agobian como madre (que tampoco suelen ser tan extremas, aunque a veces sí disparatadas) y que consigo apagar muy rápido porque creo (me engaño) que el antídoto (el placebo) para el miedo a lo que pueda pasarle a un hijo es la presencia y el cuidado. Diría que soy presente y cuidadosa y, aunque hay infinitos escenarios que no puedo controlar, intento abarcar todo lo que me permitan mis extremidades. Eso, por alguna razón que debe lindar con el narcisismo (pienso: soy el mejor pararrayos que podrían tener, mientras estén conmigo nada puede pasarles), me aliviana el trabajo más absurdo que uno podría endilgarle a cualquiera: hacerse responsable de otro.
Superada esa primera instancia de miedo, que es típica entre quienes nos reproducimos, a mí me aparece otra que es mucho más abstracta y difícil de describir. Me da miedo (no lo llamaría fobia por puro rigor, aunque siempre podemos escudarnos en la licencia literaria) no poder transmitirles a mis hijos algo que está a la vista, pero que, en general, pasamos de largo: aterrizamos en una civilización empeñada en convencernos de que la norma es la felicidad. Si cada quien agarra un palito y traza una circunferencia alrededor de aquello que quiere preservar, proteger, cuidar, entonces todo estará bien. Para empezar, hay que estar convencido de que todos tienen la posibilidad de un palito, o la habilidad del trazo, y que esa circunferencia hueca alcanza para proveer de protección y cuidado a quienes contiene.
Me tiembla la voz cada vez que intento exponer ante mis hijos la sentencia más honesta que he madurado acerca del mundo al que los traje: casi todo está mal hecho. La gente feliz, en verdad, está enferma de negación. Si uno observa el mundo (el mundo puede no ser un planisferio, puede ser la manzana de tu casa), no hay forma alguna de sentirse feliz. He conversado esto con amigos. Opinan que decirle eso a un niño es sembrarle angustia. Estoy 50 % de acuerdo con esto, ahí mi conflicto: necesito encontrar un modo (un relato) libre de angustia, pero preñado de conciencia (un relato esquizoide). Estoy 50 % en desacuerdo con esto, porque liberar de angustia a una realidad angustiante es lavarla, ponerle un filtro que la matice, o sea, falsearla. La cultura nos empuja a desaprender el miedo que debería producirnos vivir engañados (felices) frente al mundo que habitamos. Mostrarse feliz es no haberobservado suficiente. Me parece lógico mirar afuera (incluso adentro) y afligirse, porque esa aflicción nos llevará a hacernos preguntas esenciales que la “felicidad” bloquearía.
García Robayo reflexiona sobre los problemas del cautiverio animal y su impacto en las capacidades cognitivas (Alejandra López)
Hay días extremos en que quiero borronear la circunferencia y escapar con mis niños a un hábitat distinto. Uno silvestre, menos normado. ¿Por qué no lo hago? Porque hemos vivido por tanto tiempo acá adentro que ya no estoy segura de saber cómo se sobrevive afuera.
3.
Fui a la clase abierta de filosofía de mi hijo V., que tiene nueve años. El profesor leyó un cuento y lanzó una pregunta acerca de qué cosas podíamos construir y con qué herramientas. Entendí que el tema del cuento era “el futuro” y la pregunta apuntaba a encontrar valores que lo hicieran un lugar seguro. Pero los niños suelen ser literales (amo eso de los niños), y sus respuestas apuntaban a la construcción de casas, de videojuegos, de animatronix, de cohetes. Hubo un montón de respuestas encantadoras, citaré la de mi hijo porque es mi hijo y porque también me pareció encantadora. Dijo: todo depende del país en el que vivas. ¿Por qué?, dijo el profesor. Y mi hijo: si es un país capitalista, tenés que comprar las herramientas, pero quizá son muy caras; si es un país comunista, las herramientas te las regalan, pero quizá son malísimas. ¿Y en cuál país preferirías construir algo?, siguió el profesor. Mi hijo dijo: en ninguno. ¿Y, entonces, habría que construir un país nuevo?, dijo el profesor. Obvio, contestó mi hijo, pero eso ya me supera.
Después el tema viró a otra cosa, yo me había dispersado. Me preguntaba cuánta gente en esa aula estaría conforme (feliz) con sus circunstancias. No hacía ni un mes que habían sido las elecciones presidenciales de Argentina, asunto que, como suele pasar en Argentina, había penetrado en las conversaciones más domésticas de las familias. Me recordaba a mí misma poniendo paños fríos en alguna cena con presencia infantil para sacarle peso a la hipótesis de que un presidente u otro haría estallar más o haría estallar menos a un país estallado. Los niños dormían mejor o peor según el grado de encabronamiento de los adultos, según lo tajantes o lo flexibles que fueran las sentencias que se revoleaban al techo. A la hora del sueño, me hacía la zen para explicarles a mis hijos que, en lo que llevaba de vida, casi siempre había optado por no dejarme afectar demasiado por la coyuntura (¿qué es coyuntura? Lo que dicen las noticias). Y que no recordaba haber depositado nunca mi expectativa de futuro en un presidente, ni en un partido, ni en un gobierno, ni en un país, porque estaba convencida de que, en cualquiera de los casos, mi expectativa se vería frustrada. ¿Por qué? Porque el problema era el mundo. Aunque, para ser justos, el problema era lo que las personas habíamos hecho del mundo, o sea, la civilización. Y que ¿qué es la…? La civilización es el empeño por reglar, por normalizar comportamientos, por bajar líneas ideológicas escudándonos en el bien común; en lo que piensa una mayoría que, muchas veces, no nos representa. No creía que estuvieran entendiendo, tampoco era esa mi pretensión: a esa hora de la noche lo que importaba era mi voz cumpliendo una función opiácea. Yo seguía: si fuera por mí, me sacaría los zapatos, me saldría de la civilización, me escaparía con ellos a la selva. ¿En la selva hay presidente? No. ¿En la selva hay colegio? No. ¿En la selva hay comida? Mucha. ¿Dónde nos bañamos? En una cascada de agua dulce. ¿Dónde dormimos? En un colchón de flores perfumadas. ¿Y tu alergia? Curada. ¿Cómo? Con baños nocturnos en el lago. ¿Y por qué no nos vamos a la selva, entonces? Porque está llena de mosquitos.
4.
Mi problema con “los felices” es que rápidamente les pierdo el respeto. No es que no les crea, yo sé que los felices (algunos, al menos) lo son genuinamente, y eso es peor. Imagino por dentro la cabeza de un espécimen feliz y veo puertas cerradas. Un set climatizado, con luz artificial y ranuras selladas para que no penetre nada que ponga en duda su percepción.
En principio, pareciera requerir más esfuerzo falsear la experiencia “real” que incorporarla. Pasar por delante y hacer la vista gorda. Asomarse a la ventana y convencerse de que nada está fuera de lugar. ¿En serio? Mira bien. Mira más. Vuelve a mirar. En algún momento te va a caer una piedra en el ojo, te lo hará sangrar, y así, por fin, tendrás una vista amplificada y nítida. No se produce tal esfuerzo, sin embargo, porque el ojo feliz es un ojo corregido. Madura en esa corrección hasta que se hace costra. No hay piedra que lo rompa. En un ojo blando, en cambio, entran todas las esquirlas. Lo que mira es doloroso, nada lo protege, experimenta una suerte de hiperconsciencia.
El otro día escuché en un pódcast a un filósofo citar a otro filósofo que decía que “lo real” no estaba situado en el mundo, sino en el individuo que se proyecta en él. Pensé: qué forma tan elegante de desembarazarse de los otros. Pensé también: qué lindo sería ver solo aquello que uno proyecta (Narnia. Barbieland. Neverland. Nordelta). Y qué cínico. Cuando hago un repaso por la gente feliz que me he cruzado en la vida, el rasgo común oscila entre la ceguera contextual y el cinismo. El primer rasgo es irremediable, una falla de origen, o bien,la muerte prematura de unas neuronas que no se regeneran, o el taponamiento (y posterior costra) de unos conductos que van del ojo (o cualquiera que sea el sentido que se enfrenta a lo real) al cerebro.
La autora cuestiona la noción de felicidad en una civilización que considera defectuosa
Entonces, ¿quieres niños tristes? Me preguntan. No, nada me resulta más intolerable que un niño triste. Pero permitir que un hijo entienda que la felicidad es una patraña me habilita a dar un paso hacia otra instancia: está bien, no nos sirve lo que está hecho, tal como está hecho, y no podríamos (ni tú ni yo), “obvio”, construir “un país nuevo”, lo que sí podríamos hacer es intervenir lo que hay. Una intervención mínima, muchas intervenciones mínimas, infinitas intervenciones mínimas, eventualmente, mejorarían la experiencia de vivir en una civilización fallada. Pero para eso, primero, hay que detenerse a mirarla, aceptar que está fallada.
No vas a romper a un niño irradiándolo de realidad. Vas a sensibilizarlo. Prefiero niños sensibles a niños “sobreadaptados”, así es como se los llama en la civilización contemporánea. La sobreadaptación, en la misma línea de la felicidad, es otra patraña. Cada vez que me dijeron como un elogio que alguno de mis hijos se sobreadaptaba a las circunstancias, me preocupé. 1) ¿Qué circunstancias? 2) ¿Qué no está viendo?
Alguien a favor del autoengaño (de la felicidad) podría ponerlo en estos términos:
Si quieres conocer el mundo, cierra los ojos. Es decir: desapréndelo, solo así podrás quererlo. Desapréndelo, duele menos. Desapréndelo, cierra la puerta. Desapréndelo, sobreadáptate.
La fantasía recurrente de raptar a mis hijos mientras duermen plácidos en sus sábanas blancas 100 % algodón peruano y llevármelos a “la selva” (donde inventamos una civilización nueva sin animales enjaulados, sin clases abiertas –o cerradas–, sin elecciones, sin Google, sin deadlines –guiño a los editores–) choca con la conciencia de que el rechazo que siento por la estructura, sistema, orden que llamamos civilización es mi propio fracaso en el desaprendizaje de un miedo. Es culpa de mi ojo blando. Aquellos a quienes llamo los “felices” son personas que aprendieron a no temer al cerco que te impone la circunferencia. Más que eso: aman el cerco, le ponen candado. Están mejor dotadas para procurarse un bienestar, son inmunes al territorio detonado que los rodea y son capaces de curar la angustia con un baño tibio. Alguna vez me he preguntado si lo que siento cuando los miro es menos rechazo y más envidia. No. Es rechazo. Qué va a ser.
Hacia el final del pódcast Vida animal, el entrevistador le preguntó al especialista si él creía que los animales en cautiverio podían ser “felices”. El especialista dijo que era imposible medir la felicidad en un animal, lo que sí podía medirse era su capacidad de adaptación. Y que todas las especies, incluso la humana, en su mayoría, terminaban adaptándose a sus circunstancias, fueran las que fueran. ¿Que si había excepciones? Por supuesto. Siempre las había.
Conociendo mi miedo, siendo incapaz de domarlo, intento, entonces, adaptarme. Me sitúo entre mi fantasía y mi realidad. Abrazo la hiperconciencia. Tomo impulso. Les digo a mis hijos, antes de que sus ojos se endurezcan: miren afuera, miren mucho, miren más, reciban la piedra, encuentren la falla (no es tan difícil), busquen el modo de intervenirla. En el futuro, con suerte, podremos sentarnos ante el resultado y, quién sabe, descubrir alguna rara versión de la felicidad.