Un consejo que dan los profesores de escritura creativa, con tanta frecuencia que el consejo se ha convertido en su propio cliché, es evitar terminar una historia con “y entonces me desperté”. No solo porque es torpe e invalida gran parte de lo anterior, sino también porque la lógica de los sueños es tan enrevesada y privada que (normalmente) solo interesa al soñador.
También es, por supuesto, exactamente el tipo de regla que a los creadores ambiciosos les encanta romper. El oso, el gran éxito de Christopher Storer sobre la comida –y el dolor y la vocación, el perfeccionismo y la tutoría, el servicio y el trauma, el ego, la culpa y la reparación– fue más allá: empezó con un sueño. En 2022, el piloto comenzaba con una secuencia surrealista en la que un joven chef atormentado llamado Carmy Berzatto (Jeremy Allen White) se acercaba a un oso enjaulado en el puente de State Street en Chicago y lo liberaba. Por aquel entonces pensé que era atrevido (y quizá un poco cursi) establecer un inconsciente colectivo para tu serie antes de presentar a ningún personaje real. O la trama.
Pero estos guionistas no fueron tímidos. Te sumergían de lleno en el subtexto desordenado y roto de la serie. La tercera temporada, que sigue a la pandilla mientras intentan convertir el nuevo restaurante en un negocio en marcha, redobla ese impulso de arrojar al espectador a lo más profundo. “Mañana”, el primer episodio, comienza inmediatamente después de la noche de amigos y familia en El Oso (el restaurante, no la serie). Y es un sueño febril formalmente inventivo y completamente desorientador, tan desafiante y vanguardista como los platos del cuaderno de Carmy.
Jeremy Allen White, protagonista de “El Oso”
En retrospectiva, la inmersión inaugural del programa en los sueños y el terror hace dos años se duplicó como una declaración de intenciones sobre cómo el programa planeaba trenzar el talento y la difícil situación de Carmy –en particular, su inclinación por sublimar la culpa y el trauma en brillantez culinaria– en una historia sobre los tormentos más generales (y tentaciones, y emociones) de la industria de la restauración. También lanzaba una especie de guante televisivo, anunciando más o menos la intención de la serie de unirse a clásicos como Northern Exposure, Twin Peaks, BoJack Horseman, The Leftovers y Los Soprano.
Pero ésta es una serie sobre cómo los trabajadores del Original Beef de Chicago, un restaurante de sandwiches sin grandes aspiraciones, se convierten –en dos temporadas sudorosas y estresantes– en cocineros orgullosos y ambiciosos que aspiran a una estrella Michelin. El piloto y “Mañana” registran esa vertiginosa trayectoria utilizando el trabajo onírico de forma muy diferente.
La pesadilla inicial de la serie era tan sutil como un sandwich de carne italiana. El oso titular es una metáfora grande, ruidosa y obvia. Claro, representa a Mikey (Jon Bernthal), el hermano mayor de Carmy, cuyo suicidio en el puente obligó a Carmy a hacerse cargo del negocio familiar. Y por el pánico y el arrepentimiento de Carmy, que amenazan con tragárselo entero si deja de reprimirse aunque sólo sea un segundo y abre por fin esa aterradora jaula. El oso es una figura para la disfunción de los Berzattos y para el sueño que él y Mikey compartían de abrir un local juntos. El infierno y la esperanza unidos. El Oso siempre fue también, por supuesto, el negocio de la restauración: una industria asilvestrada nominalmente dedicada al ocio y el deleite que habla a bombo y platillo sobre el servicio y la celebración mientras abusa o paga mal a sus trabajadores, tortura a sus genios y lleva a todos los implicados a la bancarrota y la desesperación.
Jeremy Allen White y Ayo Edebiri enfrentan un nuevo desafío en la temporada 3 de “El Oso”
Eso es genial. Un rico conjunto de contradicciones espinosas, y El oso se lució al exponerlas. Aclaró exactamente por qué el personal estaba resentido con Carmy; por qué Carmy estaba resentido con su hermano; por qué su hermana, Sugar (Abby Elliott), estaba resentida con él; y cómo la pobre Syd (Ayo Edebiri) –una ambiciosa pero inexperta chef inspirada por el talento de Carmy– tuvo que lidiar con todo eso mientras averiguaba cómo liderar (y dirigir) ella misma una cocina.
Las tensiones simbólicas de “Mañana” (y de la tercera temporada en general) son más difusas. Menos esquemáticas y menos viscerales.
Formalmente, “Mañana”, un montaje no lineal, reproduce la manía con la que Carmy se esfuerza por revisar y arreglar todo lo que salió mal durante la noche de amigos y familia (y toda su vida). La lista de errores por los que se machaca a sí mismo es larga: Incluye quedarse encerrado en el vestidor durante el servicio, abandonando así a su personal; desahogarse accidentalmente sobre su novia, Claire (Molly Gordon); y gritarle a Richie (Ebon Moss-Bachrach). Pero su principal error –como lo ve Carmy, con el respaldo tanto de Syd como del tío Cicero (Oliver Platt)– fue perseguir un poco de felicidad. El amor le costó su concentración.
Las soluciones que se le ocurren a Carmy a lo largo de la noche, unilateralmente, en su frenesí nocturno por redimirse, no son geniales (¿o sí?). (¿O no?) Incluyen reorganizar la disposición de la mesa (anulando a Richie), inventar una serie de nuevos platos que no podemos entender (anulando a Syd) y escribir una lista de principios “no negociables” que no podemos leer. Se ha propuesto crear un menú completamente nuevo cada noche. Van a conseguir una estrella Michelin.
Los primos a cargo del restaurante, eje dramático central de “El Oso”
Es todo un poco pretencioso. Un poco vanguardista. Un poco enrarecido e inaccesible (para el sorprendido personal, pero también para los espectadores). El antiguo jefe abusivo de Carmy en Nueva York (Joel McHale) emerge como la bête noire psíquica de esta temporada –a la que corre el peligro de emular– y eso es una debilidad. El personaje de McHale no es Mikey. Su personaje no tiene textura, y su importancia narrativa se diluye un poco por todos los otros chefs (reales) con los que Carmy estudia. A veces, esos cameos resultan más artificiosos que orgánicos para la historia. (Nada de esto ilumina el carácter de Carmy como lo hizo el espectro de su hermano muerto.)
Pero la comida nunca fue el verdadero tema de esta serie, y el episodio, como la temporada, mejora espectacularmente cada vez que vuelve a sus raíces. A la conversación de Carmy con Sugar antes de su partida a Nueva York. A los flashbacks de la pelea del tenedor en “Peces”. A un Carmy que parece en paz desgranando guisantes a un ritmo endiablado. O cosechando verduras. El trauma, la esperanza y la teoría se deslizan en oleadas en “Mañana”, marcada por una banda sonora ominosa tan intrusiva –y omnipresente, incluso en las escenas en las que no interviene Carmy– que me volvió loca.
Lo que “Mañana” deja claro es que El oso se está volviendo más elegante. Los conflictos son cada vez más complicados, menos primarios. También las técnicas. Y, al igual que los clientes que echan de menos a Beef y se sienten superados por El Oso, odio la mejora. Mi posición es la de Richie antes de “Forks”, el episodio de la temporada pasada que le hizo creer en la alta cocina. (Yo sigo siendo escéptica.)
Pero lo mejor de esta extraña y maravillosa serie es que deja mucho espacio para esa reacción. El oso ha tematizado sistemáticamente estos conflictos sin resolverlos. Por supuesto, celebra la poesía de la buena comida y el talento de quienes la cocinan. Demuestra cómo el constante estado de emergencia puede forjar un tipo muy particular de comunidad. Deja claro por qué el negocio atrae a personas dañadas, y por qué el rigor, la estructura y la formación pueden equiparlas para sortear mejor el caos. Explora el modo en que el estrés que realmente eliges puede ahogar las cosas malas, incluso si estás pelando guisantes durante horas, e incluso si tu jefe susurra de pasada “deberías estar muerto”. Te hace sentir la repulsión de Carmy ante los desaguisados de la vieja cocina y el placer que siente al limpiar la nueva.
Carmy y su equipo se enfrentan a nuevas presiones en su renovado restaurante en Chicago. (Crédito: FX)
Pero si El oso capta el placer de decir “¡Manos a la obra!” cuando te has ganado el derecho a crear y emplatar algo magnífico, también muestra a chefs vomitando de pánico y exceso de trabajo. Sudando y sangrando en los restaurantes de gama baja mientras intentan sacar los pedidos. Temblando en los de gama alta mientras intentan (y fracasan) colocar una ramita de hinojo en el lugar exacto, en el ángulo correcto, en un plato. Es suficiente para convertirse en un abolicionista de los restaurantes. “Ninguna comida merece tanto sufrimiento”, he pensado más de una vez mientras lo veía.
No es un pensamiento original. De hecho, es una ligera variación de algo que dice el propio Carmy, y que Claire oye por casualidad mientras él sigue atrapado en el congelador: “Ninguna cantidad de bien vale lo terrible que se siente esto”. Y eso, creo, es lo que mejor hace esta serie: anticipa e incluye tus objeciones. El argumento más convincente que puedes esgrimir en contra de cualquier postura que la serie parezca respaldar –yo diría, por ejemplo, que la buena mesa no puede estar a la altura de las fantasías de los personajes sobre la celebración y la comunidad, porque deja fuera a la mayoría– está hecho para ti. Persuasiva y generosamente, por la propia serie.
Ese es su trabajo de ensueño.
El Oso (Star+)
No hablaré de puntos específicos de la trama por miedo a entrar en spoilers, y no quiero exagerar mi disgusto por El Oso (de nuevo, me refiero al restaurante, no a la serie, que sigue siendo una de las mejores cosas de la televisión). Es útil como un espacio más elevado para que estos fascinantes personajes lo pueblen con su ansiedad, su tontería, su amor y su esperanza. Pero el nuevo restaurante es menos interesante que El Beef porque es nuevo. Ningún plato nuevo, por muy experimental que sea, puede competir con los ingredientes que albergaba esa vieja y mugrienta cocina: la espiral de odio a sí mismo de Mikey, la lealtad de Richie, el duro amor de Tina (Liza Colón-Zayas). El Oso importa, por supuesto, pero es revelador que los dos episodios más destacados de la nueva temporada, “Servilletas” y “Papas fritas”, que superan en virtuosismo a “Peces” de la temporada pasada, tengan lugar fuera de él. Y nos recuerdan, en medio de las dificultades de crecimiento del nuevo y ostentoso restaurante, la destreza y el cuidado con que esta llamada “comedia laboral” trata cuestiones más esenciales (y existenciales).
El año pasado escribí que los guionistas demostraron una valentía inusual al destruir el escenario que hizo icónico su incipiente programa. La demolición del Beef parecía impensable tras el éxito de la primera temporada, y me encontré lamentando la pérdida de esa estrecha cocina, donde las esperanzas y necesidades de tanta gente chocaban por la producción de sandwiches.
La mayor táctica del programa esta vez –cuando podría haber adoptado una historia fácil y redentora, una en la que el Oso cumple su promesa de ser todo para todos, reuniendo lo viejo y lo nuevo (honrando a Mikey, haciendo espacio para Syd, y reconciliando a los habituales y a los ricos ofreciendo mirepoix deconstruido, así como los sándwiches OG)– es perseguir juguetonamente la disfunción. Al tiempo que permite la gracia. Y el crecimiento.
Fuente: The Washington Post.
Fotos: FX.