¿Cómo contar una historia que ha sido contada una y mil veces desde que aconteciera en 1972? Es decir: la “Tragedia de Los Andes” es un tópico latinoamericano que vuelve una y otra vez debido a la magnitud sobrehumana, filosófica, increíble, pero tan real —tanto que llama al silencio del tabú— del episodio. Recordemos: un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya transportaba al equipo de rugby Old Christians Club hacia Chile para jugar un match amistoso cuando, al cruzar la Cordillera, la máquina se descontroló entre las fluctuaciones de los vientos de las altas alturas y cayó en medio de las montañas y la nieve. Del medio centenar de pasajeros, sobrevivieron 29. Sólo 16 lograrían contar la historia.
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En este 2024 que comienza, Netflix estrena La sociedad de la nieve, del director español J.A. Bayona, que también filmó El orfanato, Lo imposible y el último episodio de Jurassic Park, entre otros films. Con un presupuesto de 66 millones de dólares, se trata de la película más cara de la cinematografía española, y está nominada a “Mejor Película extranjera” y otras tres categorías más para los Oscar. El elenco está conformado por actores uruguayos y argentinos, entre quienes se destacan Esteban Bigliardi, Agustín Pardella, Matías Recalt y la factura técnica es impecable en todos los rubros, desde el diseño de imagen y sonido (¡esa fotografía espectacular!), pasando por la banda sonora al montaje.
Foto del equipo de rugby del Old Christians Club de Montevideo, 1972
La película brilla cuando cuenta lo ocurrido con el escenario de un perímetro de nieve blanca, el interior de un fuselaje del avión roto por la mitad y luego el paisaje magnífico de la montaña —pero sobre todo aquellos dos escenarios mencionados—. Es que los sobrevivientes no podían moverse mucho, primero, para mantener el calor en medio de las altas alturas; luego porque no había donde. Y finalmente, porque lo que quedaba de la cabina de pasajeros era el último resguardo para sus vidas.
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Si el film no admite, al contarlo, la acusación de ventilar spoilers, es porque todo el mundo —en principio— conoce el fin de los sucesos. Tras 71 días, una expedición de los rugbiers baja hacia el valle chileno, un aldeano a caballo los ve, un operativo —los operativos primeros de rescate habían sido dados de baja y los pasajeros dados por muertos— de helicópteros llega al refugio de la tragedia y se lleva sanos a los que habían logrado pasar la prueba. Pero tantos días de sobrevida no hubieran sido posibles de sobrellevar con las latas de alimento originales previstas para el viaje. Los sobrevivientes debieron comer la carne de los muertos.
Trailer de “Viven”, de Frank Marshall
En 1993, Hollywood ya se había metido con el asunto mediante la película ¡Viven! (Alive!), de Frank Marshall, protagonizada por Ethan Hawke. Un escenario similar y un tratamiento muy diferente: la película de Marshall soluciona la cuestión de la antropofagia en dos patadas -una escena aceptable para la Touchstone Pictures (de los estudios Disney)- y luego dejaba el asunto atrás. En La sociedad de la nieve, el dilema de sobrevivir usando las capacidades nutricias de los cadáveres que rodeaban a los restos del avión (y cuyo número aumentaba día a día al ir muriendo los más débiles) se torna en una cuestión central de la película. Es un acto de honestidad intelectual (y cinematográfica, sin sensacionalismos ni remarcaciones, pero con la gravedad que suponen esas decisiones para el grupo de sobrevivientes).
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Sucede que la noción misma de cultura, es decir, aquello realizado por el ser humano, no admite una práctica común en el reino animal: comer los cadáveres de la misma especie. Es el tabú que impone la ley del hombre: no habrá incesto, no se comerá a los semejantes. Es la manera de diferenciarnos de los animales. Pero siempre hay excepciones, claro.
“Saturno devorando a su hijo”, de Francisco de Goya
En la mitología griega, a Saturno o Cronos le había sido dada la posibilidad de reinar, pero con la condición de no tener hijos, impuesta por su hermano Titán. Pero tuvo hijos. Para seguir reinando, Saturno se comía a sus hijos. Francisco de Goya lo pintó. Si miran el célebre cuadro podrán ver la desesperación en la mirada mientras engulle a uno de sus descendientes. Es una de las obras de arte más desesperadas de todos los tiempos.
La cosmogonía de la Revolución Francesa, y del posterior romanticismo, tiene entre sus arquetipos a la pintura La balsa de Medusa, de Théodore Géricault, quien en 1818 pintó el cuadro que representaba la tragedia real de un naufragio en el cual, de los 150 tripulantes originales, 15 sobrevivieron en una balsa. La potente obra fue polémica no sólo por el realismo con que planteó el acontecimiento, sino porque quien levantaba la bandera roja para guiar a los rescatadores era un hombre negro y porque, en el otro extremo de la balsa, quedaba un cuerpo cortado por la mitad: había sido comido por sus compañeros para salvarse. Miren esa pintura seminal.
“La balsa de la Medusa”, pintura de Théodore Géricault
¿Y nosotros? Pongamos la primera fundación de Buenos Aires, comandada por el adelantado Pedro de Mendoza, que tenía la misión real de poner en pie fortalezas hispánicas que detuvieran el avance portugués en la América del Sur. Partió de España con una comitiva de 14 naves y 1500 hombres. Llegaron a las costas de lo que hoy conocemos como el barrio de San Telmo, por el Parque Lezama, junto a solamente 79 tripulantes. Atravesar un océano para la conquista es una tarea difícil.
Construyeron un fuerte. Los querandíes, habitantes nómades de estas tierras, compartieron con los recién llegados, en un principio, pescado y carnes, frutas y vegetales. Pero se sabe que los conquistadores no tenían buenas formas (el posterior genocidio americano así lo demuestra). Entonces los nativos les impusieron un bloqueo al fuerte. Tres españoles, a pesar de que todos los recién llegados estaban en medio del hambre, mataron y se comieron un caballo. Fueron castigados con la muerte mediante el fuego.
Luego, varios de sus excompañeros los filetearon para acrecentar las proteínas de las que andaban escasos. Así, nuestra nación nace con el canibalismo. Así lo contaba el cronista de la expedición, Ulrico Schmidl: “Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayers”.
Primera fundación de Buenos Aires
Más organizadas, las civilizaciones mayas y aztecas, situadas en lo que constituye hoy México y Centroamérica, tenían ritos caníbales religiosos, en los que sacrificaban niños y los sacerdotes se comían, en nombre de los dioses, corazones y vísceras. Si se lo piensa bien, se trata de un homenaje ritual que implica el sacrificio de vencer al tabú. No era poca cosa. Igual, ya no se practica más. Por suerte.
Ahora el tema es más sofisticado, cuestión de asesinos seriales como Jeffrey Dahmer, que se comía las vísceras de sus víctimas luego de violarlas y matarlas y después de poner películas de terror en la videocasetera (estamos hablando de 1994) y usar lentes de contacto del color de Darth Vader. O el caso de Armen Weives, un alemán que arregló una cita por internet con otro hombre que quería ser comido, como acontecimiento sexual. Los detalles son escabrosos, pero incluyen ajo, perejil y una sartén con oliva. Fue condenado a prisión.
El asesino en serie y delincuente sexual estadounidense Jeffrey Dahmer, también conocido como El Carnicero de Milwaukee (Marny Malin/Sygma via Getty Images)
Ah, bueno, perdón. Volvamos a los Andes.
Pasa algo extraño que transforma al espectador en testigo de un ritual de supervivencia íntimo. Allí donde Marshall había resuelto la cuestión en una escena, en La sociedad de la nieve se convierte en un tópico central, permanente. “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos” se convierte en el leitmotiv del acto de antropofagia. Se sabe que en la vida real los miembros del equipo de rugby eran católicos ultra convencidos. En esa fe y en esa frase, encuentran refugio y sosiego.
Con ese espíritu aclaran que en caso de morir, los demás pueden hacer uso de sus cuerpos para obtener el alimento. Y esta operación, que se narra detallada y reiteradamente mediante cruces, rosarios y discusiones sobre Dios; la negativa de alguno a comer en nombre de no ser castigado por la divinidad, subvierte el tabú para transformarlo en fuente de entrega al resto. Ofrecer el propio cuerpo al acto que vence al tabú lo resignifica. Tal vez la reiteración de la alegoría le quita efectividad al producto cinematográfico, pero se debe conceder que se trata de una forma interesante de plantear el tema. Así como la voz del narrador, que —el espectador comprobará— también tiene una vuelta de tuerca.
“La Sociedad de la Nieve” se convierte así en una obra que confronta al espectador con la crudeza de la realidad humana en situaciones extremas (Foto: prensa Netflix)
Sin embargo, que se rompa el tabú no quita que se cierna, sobre quienes lo rompen, la vergüenza. Es conocido que varios de los sobrevivientes han recorrido el mundo, y lo siguen haciendo, contando aquellos acontecimientos de 1972. Es sabido también que, en la mesa de Mirtha Legrand, el tema del canibalismo no se pregunta de manera abierta o se profundiza en el tema. Pero ronda allí, siempre.
Uno de los sobrevivientes tomaba fotos de sus compañeros durante el tiempo de la desesperación y el disimulo de la desesperación. Alguna foto los muestra posando junto a un costillar humano. Alguno de los modelos para la foto tapa los restos del cadáver justo antes del click del fotógrafo: se había dado cuenta de que la propia cotidianidad junto a la muerte y la consecuencia antropofágica no podía ser retratada para la eternidad.
Es un film que hay que ver. En todo caso, es la película definitiva sobre la tragedia de los Andes. Una pesadilla latinoamericana que no deja de resonar en el imaginario de quienes no hemos atravesado experiencias límites de tanta magnitud, angustia y, también, desoladora esperanza.