La condena ratificada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación contra Cristina Fernández de Kirchner es un acontecimiento histórico, que conmueve a gran parte de la ciudadanía, especialmente a los que ven en ella a una líder progresista y con sensibilidad social.
El fallo, en el que coincidieron 18 magistrados en distintas instancias judiciales, es inapelable y no deja ningún margen de sospecha en cuanto a una intencionalidad política. Justamente, son los recursos que presentan los acusados para tratar de demostrar su inocencia los que demoran los procesos.
La expresidenta fue condenada e inhabilitada junto a otros ocho exfuncionarios y colaboradores por el direccionamiento de las licitaciones de obras en la Patagonia a favor de la empresa administrada por Lázaro Báez, obras que no fueron realizadas, porque el dinero se desvió hacia otros destinos.
Frente a la multiplicidad de opiniones y reacciones, muchas de ellas destempladas, parece conveniente moderar los ánimos. La Justicia funcionó y aplicó la ley. Es una garantía para todos que la institución actúe como en este caso.
Esta condena no es comparable con ninguna proscripción como las que sufrieron muchos expresidentes durante las dictaduras del siglo XX. O como las que ocurren hoy en Cuba y Venezuela, cuyos presidentes se solidarizaron con Cristina Kirchner.
La Argentina es un país que trata, con enormes dificultades, de reconstruir su democracia. La independencia de los poderes del Estado, una condición esencial que diferencia al sistema de las autocracias electorales y las dictaduras, parece difícil de asimilar para muchos dirigentes de diversas ideologías y tendencias.
Por cierto, desde 1983 la Justicia, con todo su déficit, ha sido, de los tres poderes, el más eficiente. No solo por juicios históricos como las condenas a las Juntas Militares de la dictadura, o al expresidente Carlos Menem en los ’90, sino porque el sistema también es el más dinámico para destituir, a través del Consejo de la Magistratura, a sus miembros corruptos.
Ni la expresidenta ni ninguno de los acusados ha podido desmentir los ilícitos; en cambio, toda la reacción estuvo dirigida a cuestionar al sistema mismo de Justicia y a la capacidad y honestidad de los magistrados intervinientes.
Durante los cuatro años en los que Cristina Kirchner fue vicepresidenta, Alberto Fernández no ocultaba su intención de presionar desde la presidencia a los jueces de todas las etapas del juicio, anunciaba una reforma de la Justicia encabezada por el abogado defensor de Cristina y alentaba un juicio político contra la Corte. Todo fracasó ante la evidencia.
La corrupción existe y está instalada en todos los estamentos de la administración pública. No es exclusiva de la Argentina ni es la única causa de nuestro retroceso como Nación.
El uso de los privilegios del poder es histórico. En nuestra democracia, la retórica altruista y progresista ha servido de manto para encubrir enriquecimientos ilícitos y prebendas inaceptables. Incluso, los presupuestos destinados a la asistencia social se convirtieron en una herramienta de financiamiento político.
Por otra parte, el narcotráfico, cuyos tentáculos se extienden en la política e involucran a empresarios, funcionarios, magistrados y profesionales, es una fuente de corrupción que solo podrá controlarse con una Justicia impermeable a la influencia del poder.
Es necesario deponer las narrativas mesiánicas. Ningún relato es garantía de honestidad. Todo lo que queda por delante nos obliga, como pueblo, a dejar de lado grietas y mistificaciones. La corrupción está instalada, pero la recuperación de la educación, del trabajo formal y de la calidad de vida, que han retrocedido en este primer cuarto de siglo, requieren mayor responsabilidad republicana, vocación democrática y una cultura de la transparencia.