El insulto es un medio extremo de la acción política que los hombres y mujeres eligen libremente como un medio para llegar al poder; en su caso, para mantenerlo o recobrarlo de mano de sus adversarios. Cada vez que lo hagan para seguir en el poder, serán oficialistas y cuando no, serán opositores.
En la Argentina, en cualquier escenario de discusión política, nadie sabe o nadie recuerda cuándo fue que el clima de disenso normal entre distintas ofertas electorales fue más allá de una más o menos prolija exposición de aquellas en los medios o directamente, en actos con público presente. Con todo, siempre será más difícil establecer quién fue el que empezó a subir el volumen de la confrontación y llegó hasta el insulto. Difícil, pero no imposible. Llegados a este punto es cuando debemos tener más cuidado, porque lo que sigue al insulto, que es la forma oral o escrita de la violencia, es la violencia física, la más peligrosa y destructiva.
No tengo dudas acerca de que el insulto, a veces aislado y otras metodológico, forma parte de la acción política de quienes lo emplean en las dos formas. Este columnista lo entiende, pero no lo comparte, porque considera que incluso en la lucha por el poder hay límites que no se deben franquear; que el contenido de un discurso político de un sector que aspira llegar al poder o mantenerse en él puede ser de extrema dureza, y de profundas críticas a los adversarios, sin necesidad de llegar al insulto.
La necesidad de la crítica
Como luego veremos, todo esto se relaciona necesariamente con la libertad de expresión y también con el discurso del odio, porque cuando se llega a él se excedieron notoriamente los límites constitucionales de aquella libertad, tan cara al pensamiento político de la modernidad. Quien esto escribe tiene varias frases célebres en mente, aunque en este mismo momento aparece ésta, de la autoría de George Washington, el primer presidente constitucional de los Estados Unidos de América: “Sin la libertad de la palabra podríamos ser llevados mudos, como ovejas, al matadero”.
Ya en la recta final de la campaña electoral en la C.A.B.A., el fundador del espacio oficial, también presidente de la Nación, tuvo varias intervenciones públicas en las cuales dedicó frases durísimas, algunas de la cuales bien podrían ser tomadas como insultos. Un medio muy influyente, como es “La Nación”, decidió entrevistar a uno de los más valorados politólogos argentinos, quien está radicado en Portugal, el señor Andrés Malamud, quien con toda generosidad dio su parecer sobre la actitud del presidente en campaña. La periodista Luciana Vázquez le preguntó si el fustigar a adversarios de todo tipo hablaba de una Argentina declinando hacia el autoritarismo o es una representación más plena en estos nuevos tiempos -Suplemento “Conversaciones”, sección “La Repregunta”, con la edición del día 11 de mayo pasado, páginas 20 y 21-.
Dijo Malamud: “…los que reciben los insultos van a decir que esto bordea el autoritarismo. Los que insultan, dicen que lo hacen por una razón expresiva, porque es lo que siente la gente común. En realidad, hay una función estratégica del insulto: descredibilizar al antagonista. Cuando Milei insulta a los periodistas o a los econochantas, o a los opositores, le está diciendo al mercado y a los electores: no les crean a estos tipos que son pifiadores seriales. Su función es crear una realidad y para eso, su discurso tiene que ser legítimo, creíble y el de los demás tiene que ser inverosímil…”
En ciertos países, como España, el discurso del odio está prohibido y tiene consecuencias penales
Más cerca del final de la nota, vuelve sobre el tema, ahora específicamente dedicado a los insultos sobre el periodismo. Ahí empieza bien, cuando dice que el rol de la libertad de prensa es molestar al poder. “Para alabar al poder, no necesitamos libertad de prensa, porque el poder te autoriza a alabarlo. Si querés criticarlo, ahí es donde necesitamos que el periodista no vaya preso y no se sienta condicionado.”
No está tan bien cuando compara a la democracia con el fútbol, en cuanto dice que las dos son desprolijas; un juego de roces, lo que luego mantiene diciendo que para resolver el grado de los roces están los jueces, que son los árbitros de la democracia. “Cuando los árbitros decidan que Milei violó la ley y lo sancionen, vamos a aplaudir el funcionamiento del Estado de derecho. Mientras no lo hagan, estamos aceptando que la ley permite los insultos. Los insultos son parte de la libertad de expresión. La violencia física, no…”
El agravio como narrativa y la Ley
Creemos que se refirió a los jueces de la Constitución y ahí puede estar el problema, porque pondremos en manos de los magistrados el examen de la licitud o ilicitud de los insultos, en el marco de una campaña política. Para que ese examen sea posible, en el sistema jurídico argentino, los jueces penales competentes para entender en los delitos de acción privada, como calumnias o injurias, necesitan que quien pida su intervención sea el destinatario de los insultos. No podrían intervenir de oficio, ante la sola publicación o difusión de aquellos.
Serán los mismos magistrados precisamente objetados por los otros poderes del Estado y también, a diario, por los medios y por los periodistas, a quienes se cuestiona por su falta de independencia de criterio y su mayor o menor cercanía a espacios y dirigentes políticos.
Será muy difícil que lleguen a tiempo para ponerse en medio de quien insulta y quien es el destinatario del insulto. Si lo consiguen con alguna eficacia, es poco lo que pueden hacer para detener o al menos perturbar a cualquiera que se sienta intérprete del insulto y por ello legitimado y agreda físicamente al destinatario.
El insulto cruza los límites civilizados de la discusión política. De inmediato se abren las puertas de la oscuridad y de la violencia física.
El insulto es apenas una variante del discurso de odio, frente al cual los cuidados deben extremarse. Se trata de una manera de disentir que descarta la convivencia pacífica y el debate político de propuestas, que se hace de frente y ante el público.
En ciertos países, como España, el discurso del odio está prohibido y tiene consecuencias penales, para su modalidad de aversión, de amenaza de daño futuro o lesión; o bien, para el fomento, promoción o incitación directa o indirecta al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra el sujeto pasivo; la lesión de la dignidad del sujeto pasivo común mediante humillación, menosprecio o descrédito; o bien, el enaltecimiento o justificación pública de delitos contra el sujeto pasivo común. Durante años, la justicia penal de ese país ha venido actuando en forma constante contra el odio y la radicalización en Internet, en particular, publicado en la red social Twitter, hoy X. A quienes les interese ahondar sobre este tema, este columnista recomienda leer un muy buen libro de autores varios, dirigido por el profesor Fernando Miró Linares: “Cometer delitos en 140 caracteres. El Derecho Penal ante el odio y la radicalización en Internet”, que publicó Marcial Pons en Madrid en 2017.
Con seguridad, el tema de esta nota seguirá ocupándonos. Ya fue dicho, pero se insiste con que no está bien insultar para hacer política y también que no todo insulto constituye delito. Los jueces deberán establecer, en cada caso, si constituyen delito las palabras que incitan a la comisión de otros; o aquellas que abren el camino al enfrentamiento; o en aquellas palabras que no lo hacen, pues se agotan con la animadversión o con el resentimiento.