Sin playa: la intimidad abrasadora de “El hermoso verano”, de Cesare Pavese

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“El hermoso verano”, libro y película.

“Bastaba salir de casa y cruzar la calle para volverse loco, y todo era hermoso, sobre todo de noche”. La frase, que abre la novela La bella estate de Cesare Pavese, suena como el recuerdo feliz de alguien que ha vivido su juventud con ligereza. Pero no hay nada liviano en la experiencia de Ginia, la adolescente protagonista de este relato breve pero hondo, cuya transformación íntima ocurre al ritmo –y con la cadencia– de un verano que no se parece a ningún otro. La novela tiene ahora una nueva edición a cargo de Caballo Negro editora.

En la nueva adaptación cinematográfica de la directora Laura Luchetti, estrenada este año en festivales europeos y próximamente disponible en plataformas, esa escena del inicio –cruzar la calle y entrar en un mundo completamente nuevo– adquiere una fuerza visual poderosa: Ginia, con su vestido claro y la mirada contenida, camina hacia el río, donde conocerá a Amelia. Es un picnic cualquiera, pero esa travesía mínima marca un antes y un después. El verano acaba de comenzar, y la vida como la conocía está a punto de quebrarse.

Publicado en 1949, La bella estate forma parte de una trilogía junto con El diablo en las colinas y Entre mujeres solas, reunida en su momento bajo el título Feria de agosto. Pavese, uno de los grandes autores del siglo XX italiano, describía esta novela como “la historia de una virginidad que se defiende”. Y no se refería solamente a la virginidad física, sino a una forma de inocencia, de estar en el mundo sin sospecha.

Ginia es huérfana, vive con su hermano en Turín, y trabaja como aprendiz en un taller de modas. Como muchas chicas de su tiempo, ha dejado los estudios y se ha lanzado al mundo del trabajo con sueños humildes: aprender a coser bien, construir una vida digna. Pero todo eso se desacomoda cuando conoce a Amelia, una joven algo mayor, deslumbrante, de belleza libre y costumbres modernas, que posó desnuda para decenas de pintores. Amelia no representa sólo una forma de vida bohemia; encarna también una experiencia del cuerpo, del deseo, de lo que ocurre cuando una se deja mirar.

Un momento de “El hermoso verano”.

La atracción entre Ginia y Amelia está en el corazón emocional del relato, aunque no se narra nunca con nombres concretos. Pavese, que fue siempre un escritor elíptico, trabaja con silencios: la mirada que dura un segundo más de la cuenta, la visita al estudio donde hay lienzos con figuras femeninas, la incomodidad de Ginia frente a las bromas que no entiende del todo pero la inquietan. En ese mundo nuevo que comienza a frecuentar –reuniones nocturnas con artistas, cigarrillos, ajenjo–, Ginia descubre el vértigo del deseo, tanto por Guido, un pintor joven y reservado, como por la misma Amelia.

Laura Luchetti recoge ese subtexto con sutileza en su tercer largometraje. El elenco está liderado por la joven Yile Yara Vianello, que da cuerpo a una Ginia introspectiva, casi ausente al principio, pero que va ganando presencia a medida que avanza su despertar emocional. A su lado, Deva Cassel (hija de Monica Bellucci y Vincent Cassel) interpreta a Amelia con una mezcla de magnetismo y desapego que potencia el misterio del personaje.

Soldados fascistas

Lo que Luchetti consigue, con inteligencia, es no traicionar el espíritu de Pavese, aunque se permita ciertas licencias narrativas. La ambientación en la Italia de 1938 está salpicada de detalles históricos: soldados fascistas que imponen su autoridad en un ómnibus, camisas negras tendidas al sol, miradas de reprobación. Pero el foco no está en el contexto político, sino en el tránsito interno de la protagonista.

El hermoso verano no es una historia de amor romántico, ni de iniciación alegre. Es un retrato denso, por momentos doloroso, de lo que implica abrirse a la experiencia del deseo. En ese sentido, se aleja de los clichés del “verano literario”, esa tradición que va desde El gran Gatsby hasta Call Me By Your Name, en la que la estación soleada se asocia con la ligereza, la playa, los fuegos artificiales. Pavese propone otra cosa: su verano no tiene mar, ni fiestas estridentes. Su intensidad no es exterior, sino mental. La emoción abrasa desde dentro.

Un momento de “El hermoso verano”, en el cine.

Por eso la novela se lee con un nudo en la garganta. Porque Ginia no se lanza al mundo con alegría, sino con una mezcla de miedo, fascinación y culpa. La presión de su entorno –su hermano, el deber, el recato– choca con esa nueva pulsión que no logra nombrar. Cuando finalmente consuma su relación con Guido, lo hace sin euforia ni liberación, sino con la conciencia de que algo se ha perdido.

La película acentúa ese paso del asombro al desencanto con una narración clásica, cuidada, que evita el exceso de subrayados. La dirección de arte y la fotografía logran un tono contenido, casi otoñal, incluso en pleno verano. El “bello” verano no es, en realidad, hermoso. Es un verano turbio, transformador, como lo son todos los primeros amores que no terminan bien.

Una de las frases más demoledoras del libro llega al final, cuando Ginia dice: “Soy una vieja… todos los días buenos se han ido”. Tiene apenas diecisiete años, pero ya no es la misma. No porque haya sufrido una tragedia concreta, sino porque ha visto el mundo sin filtros. Esa frase no aparece textualmente en la película, pero su espíritu recorre toda la escena final, cuando Ginia camina sola por una calle de Turín, ya sin prisa, ya sin asombro.

El hermoso verano es, al fin y al cabo, un relato sobre lo que se pierde cuando uno empieza a ver las cosas con claridad. Pavese no moraliza ni idealiza. No hay aprendizaje, en el sentido convencional. Hay experiencia, que es más confusa, más contradictoria.

Laura Luchetti logra, en su versión, una película que no aspira a reinventar la historia, sino a hacerla visible otra vez. Y eso, en estos tiempos de ruido, es un gesto valiente. Nos recuerda que hay veranos en los que no se baila ni se ríe, pero que igual nos cambian para siempre.

Fuente: https://www.infobae.com/tag/policiales

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