El 30 de diciembre de 2004, hace 20 años, nos despertamos con la “Tragedia de Cromañon”; un lugar donde fallecieron 194 personas y hubo más de 1500 heridos durante un recital de rock del grupo nacional Callejeros. El fuego, originado por una bengala, no fue el único culpable. En el local había 3500 personas, muy por encima del aforo de 1.031 personas habilitado por el gobierno porteño el que, además, había concedido la licencia en base a planos que no coincidían con el lugar; en el que no funcionaban los matafuegos ni la manguera de incendios; y tampoco había planos de evacuación. A esto se sumó una cadena con candado trabando la salida de emergencia -colocada por los organizadores- para evitar que entrara gente sin pagar.
Una concatenación funesta de empresarios inescrupulosos con funcionarios que no hicieron lo que debían hacer; más la idea terrible de alguien de encender una bengala en un lugar cerrado. Bengala que, por otro lado, tampoco nadie controló que no ingresara al predio; cuando era sabido que el público de esa banda tenía una larga historia en el uso de pirotecnia en sus recitales.
En febrero de 2012, a las 8:32 de la mañana; nos despertamos con otra tragedia. Un tren de la línea Sarmiento -que transportaba a unas 1.500 personas- chocó en un andén en la estación de Once dejando 52 muertos y más de 780 heridos.
De acuerdo con el fallo del juez Claudio Bonadío del 18 de octubre de 2012, las responsabilidades por la “Tragedia de Once” debían ser compartidas por la empresa concesionaria, funcionarios públicos y el maquinista. Las pericias, incluidas en el fallo, constataron que de los ocho vagones, sólo seis contaban con los compresores de aire comprimido para operar los frenos; que para siete de los ocho vagones se habían diferido tareas de mantenimiento; que los paragolpes no contaban con su sistema hidráulico en funcionamiento; que estaba desactivado el sistema de frenado de hombre muerto -que se activa si el maquinista pierde la conciencia que el propio maquinista confesó haber anulado-; y que los frenos manuales no lograron detener el tren a tiempo. Una nueva concatenación fatal de empresarios inescrupulosos, funcionarios venales y una persona que hizo algo temerario.
El 15 de noviembre de 2017, ocurrió otra tragedia; la del hundimiento del submarino ARA San Juan; en la cual perdieron la vida sus 44 tripulantes. “Una sucesión de fallas no resueltas, en un contexto de estrechez presupuestaria y limitaciones por la falta de días de navegación en los años anteriores, precedió a la tragedia del ARA San Juan”, dice el informe de la comisión bicameral.
El submarino debía entrar cada 18 meses a dique seco para una revisión general y, al momento del naufragio, llevaba 44 meses sin hacerlo. Bajo estas condiciones, no debía navegar a más de 100 metros de profundidad de acuerdo con un informe de la Armada de diciembre de 2016. Cuando implosionó, 11 meses más tarde, el ARA San Juan navegaba a más de 900 metros bajo el agua. Otra concatenación fatal de oficiales y de funcionarios que no hicieron lo que debían hacer.
Hoy, nos enteramos de la muerte de 34 personas por fentanilo contaminado. Cifra que aumenta día a día; por goteo. No es correcto -ni razonable- que esta nueva tragedia esté pasando tan desapercibida en la opinión pública; tapada por la conducta inadmisible de la jueza Julieta Makintach en el juicio nulo por la muerte de Maradona; por los debates sobre “las empanadas de Darín” y los dichos contra el actor del ministro de economía y del presidente de la Nación; por el nuevo Paka-Paka y la grilla -ahora libertaria- de adoctrinamiento de la televisión pública; o por la Lamborghini rosa de Wanda Nara; entre otros temas del mismo tenor.
El fentanilo es un anestésico más fuerte que la morfina, utilizado en hospitales, sanatorios y clínicas. Por su potencia -y por la dependencia que genera-, no se vende al público sino que su compra y abastecimiento se hace de manera centralizada. No venderlo con receta en las farmacias nos evita tener una epidemia como la que sufre Estados Unidos. Algo bien hacemos.
Dice Alejandro Horvat en su nota “Fentanilo. Muertes, laboratorios en la mira y robos sospechosos” publicada en La Nación: “Cientos de miles de ampollas de fentanilo contaminado con bacterias altamente resistentes podrían estar distribuidas en hospitales y centros de salud de todo el país. Fuentes vinculadas a la investigación fueron contundentes: ‘Con solo dos lotes, como confusamente informa hasta ahora la Anmat, estamos hablando de alrededor de 300.000 ampollas contaminadas. Pero creo que puede haber uno o dos lotes más’. La advertencia deja abierta una hipótesis grave: que la circulación de este fentanilo defectuoso no sólo sea mayor, sino también más difícil de rastrear”. Y que la cantidad de fallecimientos en manos de un sistema de salud corroído hasta la médula pueda seguir aumentando sin control.
Los lotes contaminados provienen de los laboratorios HLB Pharma Group S.A. y Laboratorios Ramallo S.A.; empresas que “arrastran un largo historial de irregularidades, que incluyen producción sin habilitación, uso fraudulento de registros sanitarios y medicamentos fabricados en condiciones precarias”; consigna Horvat.
HLB Pharma fue adquirida en 2017 por Ariel García Furfaro, alguien con denuncias por fraude y vinculado a la compra y posterior explosión sospechosa en 2016 del Laboratorio Apolo en Rosario; ante investigaciones que comenzaban a cercarlo. García Furfaro también es socio en Laboratorios Ramallo S.A; donde se verificaron prácticas irregulares, producción sin autorizaciones y uso fraudulento de registros de la Anmat; según documentos oficiales. Estas irregularidades alcanzaban a medicamentos como Diazepam, Metformina, Haloperidol y Propofol; entre otros. Pero, hasta la tragedia, ambas firmas seguían operando como si nada. Más. HLB Pharma estuvo asociada con el negocio de las vacunas para Covid-19 durante el gobierno de Alberto Fernández, y sus directivos habrían participado en al menos uno de viajes a Rusia junto a Carla Vizzotti y Cecilia Nicolini para acordar la comercialización de las dosis en el país.
Otra vez el mismo patrón. Empresarios inescrupulosos en connivencia con funcionarios venales con conexiones políticas; esta vez en un tema tan delicado, sensible y peligroso como la salud. Un combo fatal.
Todas estas tragedias tienen algo en común: todas eran evitables y, más que hablar de “una serie de eventos desafortunados”, tenemos que hablar de empresarios inescrupulosos; de desidia estatal; de connivencia con la política o con sus funcionarios; de desapego a las normas; de inoperancia y de corrupción. No lo logramos hacer carne pero la corrupción mata. La desidia estatal, también.
Dicen que es bueno poder dejar atrás las relaciones tóxicas. Ojalá podamos, alguna vez, romper este largo romance con la muerte y que nuestra población deje de morir por la avaricia, la desidia, la inoperancia y la corrupción. Ojalá.