“¿Qué efectos genera sobre nuestro bienestar participar en actividades culturales?” es la pregunta que introduce el reciente informe Cultura para la salud, realizado por la Fundación Medifé y un equipo interdisciplinario de investigación, invita a una reflexión necesaria en un presente sacudido por las consecuencias de la pandemia, la crisis sanitaria, la precarización del tiempo libre, los vínculos puestos en cuestión y una creciente oleada de discursos que, lejos de incentivar el arte y la cultura para promover el bienestar de sus ciudadanos, niega su importancia con pretextos de austeridad y achicamiento de gastos considerados innecesarios o poco productivos.
En ese escenario, la investigación que llevó adelante la Fundación Medifé aporta cifras, entrevistas e historias que demuestran una vez más que la cultura es una dimensión clave del bienestar humano. Hace muchos años que a nivel mundial se produjo un giro en la concepción del arte no solo desde un lujo estético o de un consumo ilustrado, sino como una práctica vital que actúa sobre la salud física, mental, emocional y social de las personas. Y sobre todo, una práctica colectiva, accesible y cotidiana. El retroceso que se está viviendo en esta época con respecto a estos avances y conquistas es por lo menos alarmante.
Desde hace años, organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS) o la OECD vienen explorando esta relación entre cultura y salud. El informe recoge, por ejemplo, el Culture for Health Report (2022), donde se afirma que “las actividades artísticas y culturales son importantes para promover la salud y el bienestar de las poblaciones, tanto a nivel individual como colectivo”. También cita a la OMS, que tras revisar más de 3.000 estudios, concluyó que el arte puede impactar positivamente en la prevención, el tratamiento y la gestión de enfermedades.
Pero el valor del informe radica en que su investigación se llevó adelante en el terreno local a partir de una investigación en la Ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires entre 2021 y 2023. Con encuestas a 14.000 personas y múltiples entrevistas en profundidad, se trazó un mapa complejo y sensible sobre cómo se consume, se practica y se percibe la cultura hoy, y qué efectos tiene sobre nuestra vida cotidiana.
La cultura en Buenos Aires se vive como una práctica cotidiana y accesible, desmintiendo su carácter elitista o restringido
Uno de los resultados del estudio plantea: “Por un lado, la oferta cultural de la ciudad es numerosa y variada, tanto en términos de contenido como de infraestructura. Por el otro, sus habitantes y visitantes son asistentes, participantes y generadores de múltiples propuestas. Los datos de la encuesta que presentamos en este informe, además, confirman un dato contundente: en la Ciudad de Buenos Aires son muchas las personas que se forman en alguna práctica cultural, no con fines profesionales, sino para adquirir una experiencia que se conecta con el bienestar”.
Uno de los hallazgos más contundentes del estudio es que el 95% de los porteños realiza al menos cinco consumos culturales diferentes al año, desde leer libros hasta bailar, tocar música, ir al teatro o hacer manualidades. Contra la idea de que el consumo cultural es elitista o restringido a minorías formadas, se revela su carácter universal, transversal y doméstico: muchas actividades se realizan en los hogares, por placer y de forma recreativa.
Pero, ¿por qué hacemos cultura? ¿Qué buscamos cuando escribimos un poema, nos anotamos en un taller o bordamos un tapiz? La licenciada Mariana Trocca, especialista en salud mental, responde desde su propia experiencia: “Creo que hay allí algo del orden de lo infantil, en relación con lo lúdico, a la risa, que no tiene que ver con lo estructurado ni lo solemne. Ese encuentro con otros produce placer y da bienestar”.
Sin embargo, la cultura no solo entretiene, sino que también vincula, estimula, repara. La doctora Virginia Montero, desde su rol en prestaciones médicas, lo confirma: “Las prácticas culturales mejoran la neuroplasticidad y la memoria; implican lazo social, salir del aislamiento, recuperar la motricidad. Son fundamentales para niños, jóvenes y adultos mayores”.
Historias personales revelan cómo el arte y las actividades manuales ayudan a superar enfermedades y a encontrar bienestar emocional
Uno de los grandes aciertos del informe es haber incorporado historias personales, donde la cultura se vuelve un acto de resistencia, gesto de cuidado o forma de reencuentro con la vida. Son relatos profundamente humanos que ilustran los efectos subjetivos de la práctica artística.
El psiquiatra Ricardo Gorodisch, por ejemplo, encontró en el tejido manual no solo una pasión estética sino una herramienta clínica: “Con el tejido en la mano, descubrí que mi capacidad de escucha era diferente y más tranquila. Me ayudó a bajar la intensidad, a habitar el presente sin ansiedad”. Desde entonces, recomienda a sus pacientes actividades artísticas y manuales: “Lo que produzco no es que me gusta: me hace bien”.
La historia de Débora Staiff, gestora cultural y artista, es otra de las historias conmovedoras presentes en el informe. Tras un diagnóstico de cáncer, se reencontró con el bordado y descubrió el sashiko, una técnica japonesa que no busca corregir los errores, sino incorporarlos a la trama. “En el sashiko no hay undo, no se corrige porque no hay errores. Se trata de desarmar un sistema de ideas. El bordado me sanó el alma”, confiesa.
El informe también documenta experiencias colectivas que, lejos de buscar la perfección técnica, apuestan a la participación, la pertenencia y la emoción. Un ejemplo paradigmático es el Grupo Catalinas Sur, una compañía de teatro comunitario fundada en 1983 en La Boca.
El Grupo Catalinas Sur ejemplifica el valor del teatro comunitario como espacio de pertenencia, contención y crecimiento colectivo (EFE/Grupo de Teatro Catalinas Sur)
Allí, vecinos de todas las edades, sin formación profesional, hacen teatro, cantan y construyen juntos obras que hablan de la historia argentina y de sus propias vidas. “No queremos hacer arte pobre para pobres ni que nos vean como vecinitos pintorescos. Queremos ponernos en valor”, dice Nora Mouriño, directora del grupo.
Lo que se vive en Catalinas va más allá del escenario: “El bienestar aparece desde la idea de que todos podemos hacer algo. Nadie se queda afuera, y eso ya garantiza una sensación de realización, de crecimiento”, afirma el director musical Gonzalo Domínguez. Su hija Juana, nacida en el galpón de ensayos, resume: “La gente encuentra acá una contención a todos esos monstruos que tenemos en el trabajo, en la casa, en la calle. Cuando te maquillas, te cambiás, se genera un ambiente que contiene y da bienestar”.
El informe también revela que la infancia y la escuela tienen un impacto decisivo en la formación de hábitos culturales. El 81% de quienes crecieron en hogares lectores, por ejemplo, mantienen ese hábito en la adultez. La madre es la figura que más influye en la infancia cultural, seguida del padre y de los docentes.
Además, la dimensión territorial importa: el barrio, la cercanía, el espacio público se consolidan como escenarios fundamentales para la cultura. Las plazas y parques son los espacios más mencionados como centros culturales informales. Esto adquiere aún más relevancia en sectores de menores ingresos, donde el acceso a salas y espacios formales puede estar restringido por cuestiones económicas, de tiempo o cuidado. Entre las demandas más expresadas por la ciudadanía figuran más talleres, cursos, actividades al aire libre y propuestas culturales accesibles en los barrios.
El informe propone que los profesionales de la salud prescriban actividades culturales como parte de la medicina preventiva
Es allí donde es más fácil establecer la relación entre cultura y bienestar, ya que muchas de las actividades culturales que emprendemos no están asociadas a la búsqueda de trabajo, o a la formación profesional, sino que están relacionados con el estar con otros, aun si desarrollamos una actividad en soledad, porque es en el terreno del ocio y de la búsqueda creativa que uno aprende de mejor manera que para volver a la escena formal del trabajo y la vida cotidiana, el espacio cultural resulta edificante, crea lazos, genera nuevas ideas, despierta intereses y vocaciones y nos ayuda a regresar a nuestras tareas con otra predisposición. Por eso, una de las propuestas más audaces del informe radica en la idea de que los profesionales de la salud prescriban actividades culturales, del mismo modo que recomiendan alimentación saludable o ejercicio físico. Si está comprobado que escribir, cantar o bailar mejora el estado de ánimo, reduce el dolor y fortalece el sistema inmunológico, ¿por qué no incluirlo en la medicina preventiva?
El exministro de Cultura de la Ciudad Enrique Avogadro lo sintetiza así: “Estamos convencidos de que más participación cultural es una vida más plena. Vale la pena invertir en cultura porque voy a tener una ciudadanía más saludable en todo sentido”.
Cantar, escribir, tejer, actuar, leer en voz alta, ensayar un personaje, pintar, compartir una canción… En cada una de estas acciones vive algo más que un pasatiempo: vive la posibilidad de repararse, de vincularse, de narrarse de nuevo. Frente a un mundo cada vez más fragmentado, la cultura aparece no como adorno, sino como tejido social, refugio afectivo y territorio común.
Como bien lo recuerda Mariana Trocca: “…la cultura es un estímulo para salir, y en la medida en que uno sale y se mete en un taller de macramé, de teatro, de literatura, de lo que fuera, eso implica un lazo con el otro, con todo lo que eso trae a favor”.
Nadie se salva solo, y no nos salvamos sin cultura. El llamamiento a los gobiernos para que profundicen en políticas públicas para asegurar el acceso a la cultura en todos los estratos sociales y en todos los espacios colectivos se impone como algo ineludible si queremos construir un país más igualitario, sano y dueño de su propia producción cultural como legado al futuro.