Detrás de cada niño que se anima a explorar el mundo hay adultos que confían en la educación. Rosario Vera Peñaloza fue una de ellas. Fundadora del primer Jardín de Infantes en nuestro país, entendió que enseñar a los más pequeños es abrir caminos, con amor, juego y pensamiento. Apostó por una pedagogía centrada en el juego, el arte, la ternura y el pensamiento crítico.
Hoy, 28 de mayo, celebramos la semilla que ella plantó y celebramos también a quienes eligen, día a día, acompañar con amor y profesionalismo esos primeros pasos en la escuela: las maestras y maestros jardineros.
Las salas del Nivel Inicial son mucho más que espacios luminosos y coloridos. Son aulas donde se siembran preguntas, vínculos, silencios, risas, conflictos y aprendizajes fundantes. Allí, en un territorio afectivo y pedagógico, niñas y niños se encuentran con otros, con el mundo, con el lenguaje, con el juego compartido, con normas que organizan, con palabras que nombran emociones. En este nivel los contenidos se “viven” a diario: la matemática, en una rayuela; la literatura, en un cuento leído con emoción; la ESI, en una conversación cotidiana; la ciencia en una pregunta inesperada. La enseñanza se entrelaza con el juego y el asombro, en un entramado que exige mirada pedagógica, sensibilidad y formación continua.
El jardín es escuela. Una escuela donde se enseña con la voz, la presencia, la mirada. Una escuela donde el juego no es descanso ni recreo, sino una poderosa estrategia didáctica. En cada sala, niñas y niños transitan su primera experiencia colectiva más allá de su propio mundo, aprenden a esperar, a compartir, a preguntar, a descubrir. Un espacio, tal y como propusiera Melina Furman, diseñado y pensado para sembrar curiosidad, para cultivar preguntas que abran caminos, para enseñar a observar y a maravillarse. Que respeta la infancia y la potencia con propuestas que integran el juego, la alfabetización, las emociones, el pensamiento científico, el arte, la educación física, la matemática, las ciencias sociales, la educación sexual integral y la robótica. Nada más y nada menos.
Espacio donde las familias acompañan, aprenden si no saben, descubren que estar disponibles tiene que ver con preguntar y estar, con leer juntos, respetar los tiempos, celebrar los logros pequeños. Un ida y vuelta que fortalece las infancias.
Espacio donde el docente del Nivel Inicial es mediador entre el deseo de aprender del niño y las posibilidades de acceder al conocimiento. Observa, planifica, propone, interviene, sostiene. No improvisa. Trabaja con una enorme complejidad didáctica: educar desde el juego y el afecto.
Cada niña y cada niño llega al jardín con una historia, con más o menos experiencias. Y digo esto no para que piensen en una hoja en blanco, sino para que imaginen una historia esperando ser narrada, reconocida. Algunos llegan desde salas maternales, otros entran a la escuela por primera vez. Todos traen consigo su cuerpo, lenguaje, su familia, su cultura, su forma única de mirar el mundo. Por eso, el jardín no es solo el inicio de la trayectoria escolar: es el lugar donde se construye la experiencia de “ser alumno”, donde se aprende que la escuela puede ser un lugar amable, desafiante, contenedor. Donde se fundan los primeros vínculos con adultos que enseñan y con pares que interpelan.
En este día tan especial, que nos encuentra celebrando el Día de los Jardines de Infantes y de las/os docentes jardineras/os, va mi reconocimiento a quienes eligen este nivel con vocación y compromiso. A quienes piensan propuestas significativas, a quienes se forman continuamente, a quienes apuestan por una educación que no infantiliza la infancia, sino que la potencia. No es solo el día de la “maestra/os jardineras/os” es el día de todas y todos los que hacemos del jardín un lugar para crecer.
Ojalá sigamos siendo capaces de mirar como los chicos: con asombro, con esperanza, con alegría. No dejemos de aprender de ellos. Sigamos construyendo infancias felices. Y que cada jardín siga siendo eso que soñó Rosario: un lugar donde educar sea un acto de amor.