El domingo 25 de mayo, en el Tedéum, Javier Milei les negó el saludo al jefe de Gobierno porteño, Jorge Macri, y a la vicepresidenta de la Nación, Victoria Villarruel.
Una grosería impropia de un funcionario del Estado. Si se lo toma por el lado cómico, el desaire recordó al capitán de Platense, días antes, cuando se enojó con el árbitro en el partido con River.
Pero no es cómico, ni es fútbol. Milei mostró vocación imperial al postear un pretexto: “Roma no paga traidores”. Y la referencia no es feliz. La frase se asocia con el asesinato del lusitano Viriato a manos de tres soldados ibéricos por un acuerdo con el procónsul romano. Cuando fueron a cobrar por su trabajo, recibieron esa respuesta. Y, al parecer, los mataron.
Pero esos delirios cesaristas no son exclusivos del presidente libertario. En 2015, Cristina Fernández de Kirchner se negó a traspasar los atributos de mando a Mauricio Macri solo porque este había ganado. Además, materializaba la interrupción del sueño nepotista inaugurado por Néstor Kirchner, de convertir al poder presidencial en una sucesión indefinida con la alternancia de la pareja y, más adelante, con el hijo. Pero Néstor murió en 2010 y Máximo nunca mostró condiciones como para ser candidato. Ella, como no iba a poder ganar, se presentó en 2019 como vice e impuso a Alberto Fernández, con todo lo que este produjo.
Tanto los K como Milei entienden al poder como el premio a quien gana, aunque sea por penales. Y que, a partir de ese momento, se queda con todo. Es un caso interesante. Con distintos relatos, se impone la idea de privatizar el sillón de Rivadavia. Pero el trasfondo es más grave. Los ataques a la prensa, a la oposición y a la disidencia son el sello del despotismo cuyos límites nunca se conocen de antemano.
Los trolls del mileísmo, como antes los de Aníbal Fernández, son instrumentos para tratar de esterilizar al pensamiento crítico. La decisión (desmentida, pero lamentablemente, creíble) de afectar a la SIDE para detectar a quienes cuestionan al gobierno es una señal más grave todavía.
La democracia es otra cosa. Cuando alguien cree que “el líder es el intérprete del pueblo” está haciendo una confesión de amor por el fascismo, aunque trate de encubrirlo con un discurso “progresista” o “liberador”.
La política necesita firmeza de parte del gobernante o el legislador. Firmeza y seriedad para defender principios y para resguardar los intereses de la sociedad y el Estado, pero además necesita buena educación, que es la condición básica de la diplomacia.
En las sociedades absolutistas, la voluntad es la del monarca. En los regímenes totalitarios, el dictador plantea su decisión como “la voluntad del pueblo”. Es decir, en él se concentran el Estado, la sociedad y la verdad. En las sociedades democráticas, la pluralidad social se respeta. Siempre, las sociedades humanas tienen diferencias y estas se reflejan en las elecciones. Por eso, los gobiernos de Nicolás Maduro y de Daniel Ortega son farsas de la democracia.
Pero la omnipotencia está en el subtexto de la mayoría de los discursos políticos. La apetencia personal está por encima de la ley y por eso, cuando se establece una determinada duración de los mandatos y estos se vencen, los que aspiran a la permanencia eterna (y los que están inhabilitados por la Justicia) argumentan que se los está proscribiendo. Y todo el círculo de obsecuentes se suma al slogan.
La intolerancia es un rasgo dominante en las últimas dos décadas, no solo en la Argentina. Considerar “traidores” a los que no son obsecuentes y aplicar a la SIDE al espionaje de aliados, opositores y analistas críticos empieza a parecer un síntoma cultural.