El despacho olía a cera de vela y aceite de ballena. La caligrafía en los libros de contabilidad, apretada y prolija, se reflejaba en los lentes redondos de la niña. Apenas tenía seis años y ya estaba sentada sobre una pila de almohadones, con los tobillos cruzados bajo la mesa de roble de su padre. Leía balances con una atención que otros niños de su edad reservaban para los cuentos de aventuras.
—Las cifras no mienten, Hetty —le decía su abuelo, Isaac Howland, armador y patriarca de una de las familias más prósperas de New Bedford, Massachusetts—. Pero los hombres sí.
Ese era el tipo de verdades que se aprendían en la mesa familiar de los Howland. El dinero no era un misterio, era una doctrina. Y Hetty Green, nacida en 1834 en el seno de una familia protestante y ballenera, no tardó en entender. Sabía que para tener poder en ese mundo había que saber sumarlo, no mostrarlo.
A los 13 años, mientras otras chicas aprendían bordado, Hetty llevaba los libros de contabilidad de su padre y corregía los errores de sus empleados. Con una pluma de tinta negra, sumaba y restaba.
—Las columnas no cuadran —le dijo un día a un contable que llevaba semanas a su lado—. Rehágalo todo.
Pasión por los mercados financieros
A los quince años, su padre la envió a una escuela protestante Boston, pero la educación convencional no la interesaba. El mundo, para Hetty, era una sucesión de decisiones financieras. Para cuando la mayoría de las mujeres soñaban con un vestido de seda o un buen marido, ella ya tenía claro que quería ser la mejor inversora de su época. Aunque todavía no lo decía en voz alta.
Un retrato de Hetty Green en la adultez cuando ya era conocida como “la bruja de Wall Street”
—Mi religión es la contabilidad —solía repetir en su adultez, pero esa fe la había empezado a practicar mucho antes de entender sus dogmas.
En el puerto, los marineros hablaban de ella como de un prodigio extraño. La hija de Edward Robinson, la que podía recitar el valor del oro en Londres y los bonos federales en Nueva York sin equivocarse en un centavo. No había juegos. No había amigas. Solo cálculo, juicio y una desconfianza precoz hacia los hombres que luego confirmaría durante toda su vida.
La sala del tribunal olía a polvo, papeles viejos y perfume barato. Hetty entró con el vestido negro de siempre, el mismo que usaba para todo desde hacía años. Casi parecía parte de su cuerpo. Caminaba como si la corte fuera su oficina, con la seguridad de quien no espera respeto: lo exige.
—Mi madre me dejó su parte, y ustedes lo saben —dijo sin titubeos, señalando con el dedo a los abogados de la familia.
No era habitual ver a una mujer litigar su herencia en los tribunales en 1865. Pero Hetty Green nunca fue una mujer habitual.
La disputa por la herencia
Acababa de morir su tía Sylvia, y con ella se iba parte de la fortuna familiar: 7.5 millones de dólares, una cifra colosal para la época. Hetty aseguraba que le correspondía una porción mayor. Que su padre, Edward Robinson, le había prometido algo que ahora la familia intentaba negarle.
—Me enseñaron a cuidar el dinero —dijo ante el juez—. Ahora quieren que me calle y lo entregue.
Con ese juicio, comenzó a tallarse la reputación que la seguiría por el resto de su vida: una mujer despiadada, tenaz, incansable en su defensa del capital. El caso terminó en un escándalo mediático. Los periódicos de Boston hablaban de ella como “una dama testaruda que pelea como un hombre por el dinero”.
Hetty Green junto a su hija
Mientras las otras viudas y herederas de su clase social pasaban las tardes organizando bailes de beneficencia, ella estudiaba el mercado de bonos del Tesoro en plena Guerra Civil. No compraba joyas; compraba deuda gubernamental. Y no para especular: para sostenerla durante años, hasta que rindiera frutos. “Inversión de valor”, se llamaría ese método muchos años después. Pero Hetty lo hacía por instinto, no por moda.
La victoria en los tribunales no fue total. El caso terminó con un acuerdo parcial. Pero para ella fue una señal: si quería conservar su riqueza, tendría que desconfiar de todos, incluso de los suyos.
A partir de entonces, comenzó a construir su imperio financiero sin ayuda de nadie. Compró bonos federales cuando otros los vendían por miedo. Apostó al futuro del ferrocarril, de los bancos sólidos y de las ciudades que crecían a un ritmo voraz.
—Los hombres quieren que gaste mi fortuna en fiestas y vestidos —decía a un periodista que la encontró comiendo un pan con queso frío en una plaza—. Pero yo invierto. Ellos especulan.
El silencio en la sala de operaciones de Wall Street se rompía con gritos abruptos, papeles volando, lápices rotos. Era 1870 y los hombres de traje y sombrero hablaban en códigos crudos de ganancias, derrumbes, fusiones. Entre ellos, una mujer vestida de luto entraba cada mañana sin saludar a nadie. Caminaba derecho hasta su escritorio alquilado en Chemical Bank, dejaba un portafolio raído sobre el mármol y comenzaba a revisar las cotizaciones.
Hetty Green. No llevaba joyas, ni sombrero, ni guantes de encaje. Solo ese vestido negro ajado que ya era parte de su leyenda. Y una mirada helada que decía: “Sé más que ustedes. Y no me importa si lo notan.”
Los empleados del banco hablaban en voz baja cuando ella pasaba. La llamaban “la bruja” por su ropa, su frialdad y su negativa a gastar un centavo que no considerara imprescindible. Pero era más que una rareza. Era temida.
—Esa mujer tiene más bonos que todo el estado de Nueva York —dijo un corredor una vez, susurrando como si nombrara una fuerza sobrenatural.
Su estrategia era comprar bonos del Estado
Su ascenso en Wall Street
Y no exageraba. En plena depresión económica, mientras banqueros y especuladores entraban en pánico, Hetty compraba. Bonos subvaluados. Acciones en caída libre. Deuda municipal. Sabía que el miedo era el mejor aliado del inversor paciente.
En una ocasión, se presentó en un banco exigiendo una suma millonaria en efectivo. El director, un hombre con bigote encerado y nervios frágiles, le pidió una espera de 24 horas para reunir el dinero. Ella se negó. “Entonces pagaré mañana, cuando ustedes estén en bancarrota”, dijo. Horas después, el banco accedía, temblando.
Los hombres de Wall Street no la invitaban a cenas, pero copiaban sus movimientos. Sabían que si Hetty compraba, era hora de dejar de vender. Si ella vendía, lo prudente era correr. Su reputación cruzó océanos. Incluso prestó dinero al gobierno de los Estados Unidos, cuando ni los bancos querían hacerlo.
—Confío en el país. No en los hombres que lo dirigen —dijo alguna vez, mientras firmaba un cheque de un millón de dólares.
No tenía oficina propia ni secretario. Llevaba sus documentos en una bolsa de carpetas atadas con cinta. Rechazaba toda formalidad. Sus citas eran rápidas. Sus decisiones, definitivas. En un mundo hecho por y para hombres, Hetty Green se convirtió en una anomalía funcional: una mujer sola, rica y sin miedo.
El sobrenombre que la prensa le impuso —”La Bruja de Wall Street”— intentaba caricaturizarla. Pero ella lo adoptó con una sonrisa seca. Porque sabía que detrás de cada insulto había algo que sus enemigos no podían negar: ninguno sabía hacer dinero como ella.
Vivía como una mendiga. Esa fue la frase que más veces repitieron los cronistas de su época. Una fortuna valuada en más de 100 millones de dólares —el equivalente a varios miles de millones hoy— y, sin embargo, Hetty Green dormía en pensiones de mala muerte, usaba la misma ropa durante años y comía avena fría para no gastar en gas.
—La riqueza es seguridad, no comodidad —decía, con los labios apretados, a quien se atrevía a preguntarle por su estilo de vida.
Hetty Green vestía siempre de negro porque pensaba que gastar en ropa no era necesario
Obsesión por el ahorro
Tenía un departamento alquilado en Hoboken, Nueva Jersey, pero solía cambiar de residencia para no pagar impuestos fijos. Viajaba con sus documentos y sus títulos de propiedad metidos en una carpeta de tela remendada, que protegía como si fuera una extensión de su cuerpo.
Vestía un vestido negro raído, desteñido por los años, con el cuello manchado de sudor y los puños cosidos una y otra vez. Lo lavaba poco, y a menudo lo remendaba ella misma.
—El dinero no se desperdicia en ropa —sentenciaba.
Su figura —delgada, encorvada, con un andar rápido y esquivo— se volvió leyenda. Una mujer tan rica que podría haber vivido como una reina, pero que elegía vivir como una sombra. Un día se desmayó en la calle y, cuando los transeúntes quisieron ayudarla, se negó a pagar un médico y pidió que la llevaran a una clínica gratuita para indigentes.
La prensa se deleitaba con las anécdotas. El New York World publicó una serie de artículos bajo el título: “La mujer más rica y más tacaña del mundo”. Los caricaturistas la dibujaban como una bruja encorvada, con monedas saliendo del escote y un cerrojo en el corazón.
—Que digan lo que quieran. Yo tengo el dinero. Ellos tienen la lengua —respondía.
Su frugalidad no era un acto performativo. Era una filosofía. No confiaba en nadie. No en los banqueros, no en los médicos, no en los empleados del hogar. Jamás contrató servicio doméstico. Cocinaba lo justo. Remendaba sus propias medias. Tenía el dinero para comprar medio Manhattan, pero discutía centavos en la tienda de comestibles.
Hetty Green llegó a ser una de las mujeres más ricas del mundo
La crueldad con su hijo Edward
—Si puedo pagar menos, ¿por qué pagar más?
A su hijo Edward lo llevaba con frecuencia a pedir precios por ropa usada. Cuando se enfermó, se negó a pagar tratamiento médico y tuvieron que amputarle una pierna por gangrena. El escándalo estalló como dinamita. Se convirtió en símbolo: la millonaria sin alma, la madre que elegía su cuenta bancaria antes que la salud de su hijo. Así vivió. Así murió. Sin encender una estufa. Sin pagar un taxi. Sin confiar en nada más que en los números.
La pierna de Edward ya estaba negra cuando Hetty decidió moverlo. No fue a un hospital. No llamó al médico de familia. No pidió una ambulancia. Tomó a su hijo Ned, lo envolvió en una manta y lo llevó en un tranvía público hasta una clínica gratuita para indigentes. El niño gemía, pero Hetty no lloraba. Solo repetía, como una oración: “No pagaré un centavo más de lo que corresponde.”
El médico, horrorizado, la reconoció de inmediato. La mujer más rica de Nueva York, llevando a su hijo como si fuera un mendigo. Los papeles no tardaron en publicar el escándalo: “Hetty Green deja que amputen a su hijo por no pagar tratamiento”.
—No podían probar que el tratamiento pagado sería mejor —respondió Hetty cuando un periodista le preguntó si sentía culpa.
El caso selló su apodo. Ya no era solo la Bruja de Wall Street, ahora era la madre más avara de América. En caricaturas, la dibujaban con un hacha, separando monedas de carne humana. En crónicas sociales, se preguntaban si Ned le reprochaba algo.
Pero Ned jamás la denunció. Al contrario: la defendía.
—Mi madre no es cruel. Es práctica —dijo en una entrevista años después—. La gente no entiende lo que significa tener que vigilar cada centavo en un mundo que quiere robártelo todo.
Cuando Ned creció y quiso casarse, Hetty se opuso a cada mujer que se le acercaba. Para ella, todas querían su dinero. El matrimonio era una amenaza. La independencia, un riesgo. Lo convenció de mantenerse soltero hasta que ella muriera. Y él lo aceptó.
—Era más fácil ceder que enfrentarla —dijo una vez a un amigo.
La maternidad de Hetty no fue de abrazos ni cuentos antes de dormir. Fue de balances, advertencias y hielo. Pero era su forma de cuidar. En su lógica, la ternura era una debilidad. Y los débiles pierden el dinero.
Con su hija Sylvia fue más indulgente. Pero también controladora. A ambos los educó para que no confiaran en nadie. Ni siquiera entre ellos.
Y sin embargo, cuando Ned heredó su fortuna, gastó sin medida, vivió en hoteles de lujo, se casó con una actriz y disfrutó de todo lo que su madre jamás permitió. Tal vez como venganza. Tal vez como liberación.
Salvataje a Nueva York
Durante el pánico de 1907, los bancos tambaleaban. El sistema entero parecía a punto de derrumbarse. Hetty fue la única en ofrecer ayuda. Prestó dinero a la ciudad de Nueva York a tasas moderadas, con garantía en bonos y tierras. Exigió control y cumplió. Su intervención fue tan eficaz que muchos dijeron que, sin ella, la ciudad habría quebrado.
Fue el 3 de julio de 1916. Hetty Green se desplomó en su departamento alquilado de la calle Edward, en Nueva York, después de una acalorada discusión con una mucama sobre las ventajas de la leche desnatada frente a la entera. Discutía de economía incluso con quien le alcanzaba el té. Tenía 81 años. Y aún contaba los centavos.
No hubo pompas ni coronas gigantes. El funeral fue simple, sin flores ostentosas ni invitados ilustres. Su cuerpo fue llevado en un ataúd sencillo, cubierto con una tela oscura, hacia el cementerio de Bellows Falls, Vermont, donde sería enterrada junto a su esposo, del que se había separado décadas antes por conflictos financieros.
Su testamento, aunque largo, no reveló sorpresas: dejó casi toda su fortuna a sus dos hijos. Una suma cercana a los 100 millones de dólares, equivalente hoy a más de 2.000 millones.
Su figura se volvió leyenda. Para algunos, símbolo de sabiduría financiera. Para otros, emblema de avaricia enfermiza. Fue tema de obras de teatro, libros, caricaturas, tesis académicas y hasta rumores sobrenaturales.