El estremecedor artículo de Paula Soler, publicado el 29 de abril en La Nación bajo el título “Naza ya no va a la escuela (¿En qué piensan los chicos que deciden quitarse la vida?)”, es mucho más que la historia de un niño que se quitó la vida a los 13 años. Es el espejo roto de una realidad que muchos prefieren no mirar: adolescentes que sufren en silencio, escuelas que penalizan lo que no comprenden y un sistema educativo que se niega a asumir que los alumnos son personas antes que cifras en una planilla. Lo que le ocurrió a Nazareno Gitali, aunque doloroso y singular, nos obliga a hablar de lo estructural: del suicidio adolescente, de la salud mental desatendida, de la violencia naturalizada y del fracaso colectivo que representa cada vida juvenil truncada.
La adolescencia, entendida como un momento de construcción identitaria y búsqueda de sentido, es también una etapa de fragilidad emocional. Lo que para un adulto puede parecer trivial —una burla, una mirada, una publicación en redes— para un adolescente puede ser el epicentro de su mundo. Sin embargo, seguimos minimizando lo que sienten, etiquetando como “problemas de conducta” lo que son gritos desesperados. En muchos casos, el dolor se esconde detrás del rendimiento escolar, del silencio, del enojo o del desgano. La escuela, lejos de ser refugio, aparece como un escenario de exposición, juicio y exclusión.
El sistema educativo argentino no está preparado para cuidar. Se enseña, sí. Pero se cuida poco. Y cuando se cuida, se hace a destiempo. La historia de Nazareno, contada con sensibilidad y rigurosidad por Soler, da cuenta de un niño que dio todas las señales posibles: tristeza persistente, reacciones explosivas, aislamiento, angustia frente al retorno a clases. Un informe psicopedagógico recomendó acompañarlo, señalando que podía aprender y comunicarse si se sentía respetado. Pero no hubo cambio. Porque en el sistema actual, lo urgente tapa lo importante. Porque seguimos midiendo la “calidad educativa” por estadísticas de egreso, repitencia o rendimiento en Lengua y Matemática, y no por cuántos alumnos se sienten valorados y cuidados en las aulas.
Como docente, como ciudadano, y como hombre que escucha a diario el relato de madres, padres y adolescentes perdidos en su propio laberinto emocional, afirmo con dolor: sí, la escuela también es responsable. No por ser maliciosa, sino por ser ciega. Porque naturaliza el bullying. Porque actúa sólo cuando el conflicto estalla. Porque cree que los adolescentes mienten, exageran, manipulan. Porque no se toma el tiempo de escuchar, de mirar a los ojos, de abrazar sin miedo.
Y claro, también están los docentes. Nosotros. ¿Qué hacemos cuando un alumno cambia su conducta de forma abrupta? ¿Qué pensamos cuando alguien llora en clase, cuando se aísla, cuando explota sin razón aparente? ¿Intervenimos o pasamos la posta? ¿Nos justificamos diciendo que no es “nuestro alumno”, que no es nuestra función, que no hay tiempo? Lo lamento: cada adolescente que atraviesa las puertas de la escuela es responsabilidad de todos. No alcanza con repetir que estamos saturados. No podemos seguir escondiéndonos detrás de la falta de recursos. Somos adultos y, como tales, debemos actuar.
También el Estado tiene su cuota de culpa. El presupuesto destinado a salud mental en infancia y adolescencia es irrisorio: apenas el 0,4% del total del presupuesto de salud mental, cuando por ley debería ser mucho más. Las escuelas carecen de equipos de orientación suficientes, no existen protocolos claros de actuación, y no hay formación docente obligatoria en temáticas de salud mental. Se lanza una línea 0800 y se cree que eso alcanza. Pero no alcanza. No cuando el dolor atraviesa los cuerpos de niños de 8 años que dicen querer morirse.
La cultura institucional educativa también debe ser repensada. No puede ser que, tras la tragedia de un alumno, el tema desaparezca. Que no se lo nombre más. Que se borre su nombre del aula, que no se aborden los efectos en los compañeros. El silencio institucional es violencia. Y es impunidad. El efecto dominó existe: después de una muerte como la de Nazareno, surgieron autolesiones e intentos de suicidio en otros estudiantes. El trauma no se evapora; se instala, contamina, se transmite si no es hablado.
Tenemos que hacer un cambio profundo. Debemos dejar de considerar al alumno como un número de legajo. No es una estadística de ingreso, trayecto o egreso. Es un sujeto en construcción, atravesado por múltiples vulnerabilidades. Debemos dejar de mirar los cuadernos de comunicaciones como termómetros de la conducta. Empecemos a mirar a los chicos. A sus ojos. A sus gestos. A sus silencios.
Que no se malinterprete: no pido convertir la escuela en una clínica. Pido, simplemente, que sea humana. Que quien entra a un aula sepa que va a aprender, sí, pero también que va a ser contenido. Que, si algo duele, puede decirlo. Que, si necesita ayuda, alguien va a estar. Que la risa no sea motivo de burla, que el llanto no sea motivo de sanción.
En los pueblos pequeños como Pellegrini —donde vivía Nazareno— todo se sabe. Pero muchas veces se calla. En las ciudades grandes, nadie sabe nada. Pero también se calla. En ambos casos, el resultado es el mismo: chicos que sienten que su vida no importa.
Hoy Nazareno no está. Pero su ausencia debe seguir hablando. Debe interpelarnos, debe dolernos. Y, sobre todo, debe transformarnos. Que no vuelva a pasar no es solo una frase de consuelo. Es una promesa ética. Porque si callamos, si naturalizamos, si burocratizamos el dolor, entonces no merecemos el aula. Ni el pizarrón. Ni el título que portamos.
La escuela tiene que cambiar. Urgente. Y nosotros también.