Ruido y alienación en el hombre del siglo XXI

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Pertenezco a una generación que creció después de que el hombre llegó a la Luna; después de la tragedia del Apolo 1, del triunfo del Apolo 11 y el asombroso rescate que evitó la tragedia del Apolo XIII. Carl Sagan nos mostró el esplendor y la majestuosidad de las estrellas y la infinitud del espacio profundo. La NASA “creó” el futuro cuando hizo que el espacio inmediato dejara de ser una fantasía. Comenzaba una nueva era; una era en la que todo parecía posible. Una era en la que era lógico dar por sentado que la naturaleza sería aprehensible; que la realidad era accesible. No habíamos aprendido a convivir con el ruido, el hastío y la alienación; como lo hacemos hoy en día. “La vida oscila entre el dolor y el hastío”, afirmaba Schopenhauer. No se equivocaba.

Pertenezco a una generación que creció después de que el hombre llegó a la Luna; después de la tragedia del Apolo 1, del triunfo del Apolo 11 y el asombroso rescate que evitó la tragedia del Apolo XIII. Carl Sagan nos mostró el esplendor y la majestuosidad de las estrellas y la infinitud del espacio profundo. La NASA “creó” el futuro cuando hizo que el espacio inmediato dejara de ser una fantasía. Comenzaba una nueva era; una era en la que todo parecía posible. Una era en la que era lógico dar por sentado que la naturaleza sería aprehensible; que la realidad era accesible. No habíamos aprendido a convivir con el ruido, el hastío y la alienación; como lo hacemos hoy en día. “La vida oscila entre el dolor y el hastío”, afirmaba Schopenhauer. No se equivocaba.

Demoliendo ideas

Los siglos XIX y XX fueron frenéticos y fecundos en ideas. A medida que la ciencia y la tecnología avanzaban -indetenibles-; algo más sucedía, casi como música de fondo: los sistemas de creencias estaban siendo sometidos a un irrefrenable asedio.

Nietzsche sentenció que Dios había muerto. Quizás, la propia Iglesia confirmó esa sentencia cuando se postró ante el altar de la ciencia, al momento de la epidemia del COVID19; hay más de una manera de leer la foto icónica del papa Francisco oficiando la misa de Pascua en una Plaza de San Pedro siniestramente despojada y vacía, bajo una gris y persistente lluvia. No es casualidad que, hoy, León XIV advierta sobre la disolución del pensamiento cristiano incluso entre los cristianos; o la pérdida de la interioridad y la necesidad de recuperar el humanismo en una sociedad que prefiere “otras seguridades, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer”.

Darwin no fue tan lejos en sus enunciados como lo hizo Nietzsche, pero dejó bien en claro que, si éramos hijos de Dios, sólo llegamos a serlo mediante una ruta muy poco elegante que nos emparentaba con especímenes poco dignos. Marx afirmó que la historia tenía sus propios objetivos y que nos llevaba adonde debía llevarnos; al margen de nuestros intereses, deseos y esfuerzos. Freud nos enseñó que no comprendíamos nuestras necesidades más profundas y que para sacarlas a la luz no podíamos confiar en los razonamientos tradicionales. John Watson postuló que el libre albedrío es una ilusión y que nuestra conducta, en última instancia, no es muy diferente al de una paloma. Einstein y sus colegas nos dijeron que no hay manera de juzgar nada en ningún caso; que todo es relativo. La física cuántica introdujo el azar y la probabilística en la ciencia planteando el metafísico “Principio de incertidumbre” y la naturaleza dual de la realidad.

Esta embestida, violenta y concentrada en gran parte en el último siglo, demolió nuestras creencias más arraigadas. Quizás, hasta nos hizo perder la confianza en nosotros mismos.

Así, no queda más una concepción integrada y coherente del mundo que sirva de base a un nuevo sistema de creencias. Los relatos se han roto; la magia se ha perdido. Entre los escombros conceptuales y las ruinas de las creencias que quedaron, sólo hay una cosa segura en la que creer: la tecnología. Es posible negar o poner en cuestión cualquier cosa, pero los aviones vuelan, los antibióticos curan, las radios suenan y, hasta donde sabemos, los ordenadores no se equivocan. La falibilidad sólo queda del lado humano. Sólo nosotros cometemos errores. En este nuevo tecno-teologismo en el que nos embarcamos, perdimos de vista lo importante: el único sentido de las ideas -y de la tecnología, por caso- es llevarnos de la mano hacia un mayor humanismo. No hacia uno menor.

Ruido blanco

Hay algo más que se ha vuelto contra nosotros: la información. “Había una vez” un tiempo en que la información era un recurso valioso. Por ejemplo, en la Edad Media, quizás fuera cierto que había una escasez de información; pero esa misma escasez es lo que la convertía en algo fundamental. Esto comenzó a cambiar hacia finales del siglo XV, cuando Johannes Gutenberg convirtió una vieja prensa de vino en una máquina de imprimir, originando la primera “explosión de la información”. Explosión que -como el Big-Bang- no se ha detenido más.

Cuarenta años después de esa invención, había imprentas en ciento diez ciudades de seis países diferentes y en tan sólo cincuenta años, se habían impreso más de ocho millones de libros; un cúmulo de información que nunca antes había estado al alcance del ciudadano común. Nada es más engañoso que la idea de que la tecnología informática introdujo la era de la información. No es así; la imprenta inició esa era.

Pero lo que comenzó como algo liberador, hoy se ha convertido en un aluvión de caos. Desde la telegrafía y la fotografía en el siglo XIX hasta el chip de silicio en el XX, todo ha amplificado el estruendo de la información, alcanzando tales proporciones que, para el ciudadano medio, la información ya no tiene contenido alguno. El vínculo entre información y acción se ha roto. La información llega de manera indiscriminada; a todos en general y a nadie en particular. Desconectada tanto de su contenido como de su utilidad. Nos ahogamos en un cúmulo de información sobre la que no tenemos control y con el que no sabemos qué hacer.

Ruinas y escombros

Hay dos razones por las que no sabemos qué hacer con esta información. En primer lugar, por lo que mencionaba antes: carecemos de una visión coherente de nosotros mismos, de nuestro entorno; y de nuestro universo.

No sabemos de dónde venimos, ni adónde vamos; por qué ni para qué. De hecho, cada vez buscamos saber menos.

Oscar Wilde dijo: “Todos estamos en las cloacas, pero algunos miramos a las estrellas”. Quizás no haya la cantidad suficiente de personas mirando -en serio- hacia las estrellas. Quizás la cloaca nos tire hacia abajo con mucha mayor frecuencia que es recomendable.

Tampoco sabemos decidir qué información es relevante y cuál no. En el extremo, toda ella es irrelevante. Es ruido blanco; un sonido constante, distribuido en todas las frecuencias perceptibles, que se usa para enmascarar otros sonidos no deseados y crear una sensación de calma o tranquilidad. Nos dejamos sumergir en esa calma aparente; convencidos de que ese ruido que nos ensordece es mejor que un silencio que nos aturda.

En segundo lugar, porque seguimos dirigiendo nuestras energías en inventar más máquinas que aumenten el caudal de información. Nos quedamos sin defensas contra el exceso de información; nuestro sistema inmunitario contra la información innecesaria o ridícula se ha vuelto inoperante. No sabemos filtrarla, reducirla, utilizarla; tampoco sintetizarla y volverla útil; si es que fuera de alguna utilidad. Sufrimos una especie de sida informativo y cultural. Hemos hecho realidad la mítica Torre de Babel que nos señalaba el Antiguo Testamento.

Cultura uróbora

La nuestra es una cultura “uróbora”, una serpiente engullendo su propia cola, una cultura que se devora a sí misma a través de la información, y la mayor parte de nosotros ni siquiera se pregunta cómo se podría controlar el proceso. Seguimos adelante bajo el supuesto de que la información es nuestra aliada, dando por hecho que una falta repentina de información podría generar sufrimiento y dolor. Esto es cierto sólo en parte; y tampoco estoy tan seguro de ello.

En un mundo sin orden espiritual ni intelectual; nada es predecible y, al mismo tiempo, nada es imposible; ni inverosímil. El ruido blanco nos aliena y nos deja confundidos, mareados y expuestos. Nos roe y carcome por dentro. El exceso de información no sirve para llenar los huecos. Nos aleja unos de los otros; nos desconecta. Nos deshumaniza. Hasta ahora, no habíamos llegado a conocer ni este nivel de alienación; ni este nivel de hastío. Tampoco de soledad profunda. Quizás ahora comencemos a ahogarnos en todas estas emociones oscuras.

Los dinosaurios consiguieron caminar sobre la Tierra durante doscientos cincuenta millones de años. Nosotros -con nuestro pulgar que rota y que se opone a los otros dedos- no llevamos más que unas cuantas decenas de miles de años y, con un poco de fuego, ya casi hemos arrasado el planeta. Es posible que no constituyamos un éxito evolutivo como especie si medimos el éxito según nuestras posibilidades de supervivencia. Máxime cuando somos los únicos responsables de que nuestra extinción pueda llegar mañana como producto de este hastío; de esta alienación; de esta desconexión profunda con nosotros y con el sentido de nuestras vidas. Podríamos envenenarnos a nosotros mismos; contaminar o hacer estallar la Tierra; lanzar un arma de destrucción masiva. Somos capaces de causar nuestro propio genocidio.

Pienso en Delphine de Vigan que dice, en “No y yo”: “Somos capaces de enviar aviones supersónicos y cohetes al espacio, de identificar a un criminal a partir de un cabello o de una minúscula partícula de piel, de crear un tomate que se conserva tres semanas en el frigorífico sin una arruga, de almacenar en un chip microscópico miles de millones de datos. Somos capaces de dejar morir a gente en la calle”. Somos capaces de dejar morir a gente en la calle. Somos capaces de causar nuestro propio genocidio.

Espero que algo nos sacuda y nos saque de este estado de deshumanización y de ensimismamiento. Espero que algo nos haga reaccionar a tiempo. Ojalá.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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