Ser y hacer una escuela con alma

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¿Cómo es una escuela que abriga, que sostiene, que no solo enseña, sino que acompaña? En medio de tantos programas, documentos y agendas, a veces corremos el riesgo de olvidarnos de lo esencial: que la escuela es, ante todo, un espacio profundamente humano. O al menos, debería serlo.

¿Cómo es una escuela que abriga, que sostiene, que no solo enseña, sino que acompaña? En medio de tantos programas, documentos y agendas, a veces corremos el riesgo de olvidarnos de lo esencial: que la escuela es, ante todo, un espacio profundamente humano. O al menos, debería serlo.

Ser y hacer una escuela con alma suena bonito, pero no es un eslogan: es un compromiso diario. Es saber que cada niño y cada adolescente que llega al aula trae un mundo con él; que detrás del guardapolvo hay historias, emociones, preguntas y, muchas veces, silencios que nadie escucha. ¿Qué escuela les estamos ofreciendo? ¿Una que los mira de verdad, o una que solo evalúa y cumple, en tiempo y forma, con contenidos y programas?

A diario pensamos y trabajamos en función de futuros ciudadanos que cuestionen, analicen y comprendan el mundo que les rodea, desarrollando su pensamiento crítico y su capacidad para tomar decisiones. En tiempos donde los números, las evaluaciones estandarizadas, los indicadores de rendimiento y las estadísticas ocupan titulares, hablar de una escuela humana y más humanizante puede parecer un acto contracultural. Sin embargo, es urgente y necesario. Porque la escuela no solo es un espacio para aprender contenidos, sino, sobre todo, es un lugar para ser. Y cuando ese “ser” se acompaña con empatía, con mirada atenta y con escucha real, entonces cumple con su misión más profunda: formar personas.

Ese gesto de constituirse humanizante implica algo más activo: construir cotidianamente un espacio donde cada uno pueda desplegar su potencial sin miedo a ser excluido. Donde el error se abraza como parte del proceso sin convertirse en estigma y etiqueta. Una escuela que se hace preguntas y enseña a preguntar educando con sentido. Donde el afecto no se enfrenta con la exigencia, donde la ternura no es debilidad, sino una forma de fortaleza pedagógica.

Ser humanos en esta escuela es no pasar de largo ante una mirada triste. Es tomarse un momento, aunque no esté en la agenda del día o estemos muy apurados, para preguntar: ¿estás bien? Y quedarse a escuchar la respuesta. Es entender que no todos aprenden al mismo ritmo ni de la misma forma, y que no todos llegan con las mismas posibilidades. Es enseñar con la cabeza, sí, pero también con el corazón.

Paulo Freire decía que “la educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”. Y vaya si hace falta valentía para mirar al otro sin prejuicios. Para hacer lugar al error sin castigo. Para sostener cuando hay enojo, frustración o miedo. Hace falta coraje para enseñar desde el afecto. Porque eso también educa.

No hay aprendizaje sin clima emocional favorable. Entonces, ¿cómo generamos ese clima? ¿Estamos enseñando contenidos o también estamos enseñando a convivir, a decir lo que nos pasa, a reconocer al otro?

A veces creemos que hablar de emociones es una pérdida de tiempo. Pero no hay mayor inversión que enseñar a los chicos a ser con otros, a expresarse sin lastimar, a pedir ayuda sin miedo.

Si todo está marcado por la urgencia, por lo que “hay que hacer” ¿dónde queda lo importante? ¿cómo despertar ese deseo de aprender si la escuela no emociona?

La escuela tiene la posibilidad de repensarse y para eso hace falta hacer una pausa, detenerse cuando haga falta, habilitar la palabra, crear puentes y aprender a celebrar. Porque educar también es eso: disfrutar del camino compartido, reírnos juntos, aprender sin miedo a fallar. No se trata de negar lo académico. Todo lo contrario. Se trata de entender que solo en un contexto humano, afectivo, respetuoso, el conocimiento encuentra lugar para arraigarse.

Quizás sea hora de correr un poco la mirada de la planificación y volver a mirar al otro. Al que está en el aula. Al que necesita una palabra justa. Al que está esperando que lo veamos. Cada niño, cada niña, cada docente, cada auxiliar trae consigo un mundo, una historia. Ser humanos en la escuela es no pasar por alto las emociones, los dolores, los miedos, las preguntas. Es atender lo visible y también lo invisible: el silencio de quien no se anima a hablar, el gesto triste del que siempre ríe, la mirada baja de quien teme ser juzgado. Es no dejarse llevar solo por la exigencia, sino por la posibilidad de acompañar.

Necesitamos escuelas donde chicos y chicas quieran estar; donde los docentes se sientan acompañados, y no exigidos hasta el límite. Donde los vínculos no sean una tarea más, sino el corazón de todo lo que hacemos. Necesitamos escuelas que reparen, que abracen; que no solo enseñen a sumar y restar, sino también a ponerse en el lugar del otro. Escuelas donde aprendamos a vivir juntos. Donde el aprendizaje no se mida sólo en los cuadernos, sino también en la calidad de los vínculos que se construyen.

Educar, al fin y al cabo, es eso: mirarnos, encontrarnos, cuidarnos. Porque una escuela con alma se siente. Y transforma.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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