El Salvador ha mostrado uno de los descensos más espectaculares del crimen en la historia reciente; en cualquier parte del mundo. A pesar de haber estado entre los países más peligrosos del planeta menos de una década atrás, el estado centroamericano cuenta hoy con una tasa de homicidios de sólo 2.4 por cada 100.000 habitantes; la más baja de cualquier país del hemisferio occidental, salvo Canadá. La caída se debe, en gran parte, a la brutal ofensiva de su presidente, Nayib Bukele, contra las pandillas callejeras y las organizaciones criminales como MS-13 y Barrio 18.
Apenas asumido, y ante un repunte de la tasa de homicidios, Bukele declaró el “Estado de emergencia”, suspendió las libertades civiles y movilizó a las fuerzas armadas, llevando a cabo arrestos masivos muy publicitados. El estado de excepción le permitió detener sospechosos sin debido proceso y sin ninguna consideración hacia los derechos humanos.
Estas medidas de “mano dura” y sus resultados no sólo lo han hecho popular en su país -fue reelecto de manera arrolladora en febrero de 2024-; sino que encandilaron a políticos en otros lugares del mundo que lidian con una seguridad pública en deterioro. En Ecuador, el presidente Daniel Noboa copió sus pasos, declarando el “Estado de emergencia” y permitiéndole a las fuerzas armadas detener a sospechosos a mansalva y tomar el control de las cárceles del país. Poco más de un mes después del inicio de las medidas el promedio diario de homicidios cayó de veintiocho a seis.
El hecho de que estas campañas de seguridad pública militarizadas también resulten efectivas fuera de El Salvador, sólo aumenta el atractivo del modelo -hoy en crecimiento en toda América Latina-; región que durante mucho tiempo viene sufriendo la tasa de homicidios más alta del mundo.
Por desgracia, la “mano dura” no resuelve los problemas subyacentes como la corrupción y la impunidad que llevaron al país a esa situación, en primer lugar; mucho menos cuando las fuerzas delictivas han cooptado cada instancia policial, judicial, administrativa, legislativa y gubernamental. La corrupción y la impunidad son obstáculos para la seguridad pública en toda la región; más cuando los delincuentes evitan la prisión o dirigen empresas criminales desde la cárcel porque policías, jueces y directores de prisión están en la nómina del crimen organizado.
El “Estado de emergencia” y la militarización de la seguridad pública pueden eludir parte de esta corrupción existente, pero instalan -al mismo tiempo- una gran opacidad; eliminan los límites institucionales contra el abuso por parte del gobierno; y reafirman la percepción de que sólo los militares pueden resolver esta clase de problemas sociales.
Abordar estos problemas requiere más transparencia y una mayor rendición de cuentas; no menos. La militarización de la seguridad pública, sólo puede ser una medida de corto plazo. Y sin una reforma profunda de todo el sistema; algo que invita al desastre.
El precio de la Seguridad
La seguridad pública se había vuelto tan dramática para los salvadoreños que la solución fue recibida con alivio; aun cuando fueron dejadas de lado toda consideración hacia las libertades civiles y los derechos humanos. Como lo demuestra la popularidad sostenida en el tiempo de Bukele; si el crimen violento es lo suficientemente severo, las personas están dispuestas a renunciar a protecciones contra abusos del gobierno a cambio de una mejora en la seguridad pública.
“El resultado es una paradoja de populismo punitivo, en la que líderes democráticamente elegidos con amplios mandatos anticrimen socavan la democracia liberal al adoptar políticas de mano dura que no solo son populares, sino que también pueden ser efectivas. Las políticas de mano dura tienen un atractivo amplio para públicos acostumbrados a vivir con miedo por su seguridad; tal es el caso de generaciones de latinoamericanos, muchos de los cuales no han conocido otra realidad que extorsiones, secuestros y asesinatos generalizados”; afirma Gustavo Flores-Macías desde su ensayo “The Costs of El Salvador’s Crime Crackdown”, publicado en la prestigiosa publicación “Foreign Affairs”.
Este deseo por medidas drásticas en temas de seguridad pública es comprensible en una región donde demasiadas “soluciones” han dado tan pocos frutos. Los gobiernos de toda América Latina han pasado por muchos intentos fallidos para contrarrestar el crimen violento; sólo para terminar favoreciendo, al final, a la proliferación de empresas de seguridad privadas. Funcionarios en países como México y Brasil han gastado millones de dólares en honorarios de consultoría, por ejemplo, por el asesoramiento del exalcalde de Nueva York Rudolph Giuliani sobre técnicas para combatir el crimen, con resultados nulos.
Pero, a pesar de la necesidad real de una mayor seguridad pública, el precio de una guerra militarizada contra el crimen organizado es alto para democracias frágiles y jóvenes; en la cuales el estado de derecho es de por sí esquivo. La militarización del cumplimiento de la ley puede tener consecuencias antidemocráticas perjudiciales. En México, por ejemplo, el país se ha vuelto más antiliberal desde que el presidente Felipe Calderón desplegó al ejército en 2006 como parte de un fallido esfuerzo para combatir a los narcotraficantes; a pesar de la prohibición constitucional para hacerlo y de que las violaciones a los derechos humanos aumentaban a la par del crimen.
Aun así, las administraciones posteriores, se negaron a cambiar de rumbo redoblando la militarización de la seguridad pública. En medio de tasas cada vez más altas de violencia de los cárteles, el presidente Andrés Manuel López Obrador, otorgó a las fuerzas armadas poderes más amplios, incluyendo la supervisión de los puertos aéreos y marítimos del país. Como resultado, los ciudadanos están cada vez más sujetos a los caprichos del ejército en lugar de estar sujetos a las leyes de un estado de derecho.
“Costos ocultos”
Por muy atractivo que parezca el enfoque de “mano dura” de Bukele, la forma de estas campañas punitivas contra el crimen organizado tiene un “costo oculto” demasiado alto para la democracia y para la sociedad. Remarco lo de “oculto”.
Para empezar, este tipo de medidas requieren de un “Estado de excepción” que permite concentrar -y naturalizar- el ejercicio del poder en manos del poder ejecutivo; erosionando y debilitando así a toda otra institución democrática; desdibujándolas en su rol de contrapeso al abuso de poder gubernamental.
Alain Rouquié, politólogo francés, afirma que enfrentamos “una recesión de la democracia dentro del sistema democrático. Una «democracia hegemónica», un sistema de democracia con limitación de las posibilidades de la oposición y con limitación de los contrapoderes”. Se trata de una decadencia sostenida de la democracia; la que resulta cooptada por movimientos, personas y partidos autoritarios que se valen de mecanismos democráticos para hacerse del poder. Un remedo de democracia vestida de instituciones vacías. Los “Estados de excepción” aceleran y acentúan esta recesión.
Además, la normalización de los “Estados de emergencia” -así como la militarización de la vida pública- erosiona la capacidad de los ciudadanos para influir en la vida pública; al tiempo que debilitan la confianza pública en la capacidad de las instituciones democráticas para resolver los problemas del país.
Efectivo versus democrático
Sin duda, no todos los aspectos del modelo de Bukele son perjudiciales. Encerrar a los criminales para evitar que aterroricen a los ciudadanos respetuosos de la ley y evitar que los reclusos participen en actividades delictivas desde la prisión son fundamentales para abordar la epidemia de crimen violento en la región, y por lo tanto, para dar a las personas la posibilidad de vivir sus vidas sin temor a ser victimizadas. Pero los estados de emergencia militarizados no son un sustituto a una estrategia de seguridad pública democrática a largo plazo.
Todos sabemos lo que se debe hacer. En lugar de una militarización permanente, los gobiernos deben abordar estrategias compatibles con la democracia e invertir en un cambio, de fondo, de todo el sistema político, judicial, penitenciario y policial; inmersos -todos ellos-, en mecanismos institucionalizados de supervisión y de rendición de cuentas que aseguren la capacidad, la probidad y la transparencia punta a punta de todo el sistema.
Es lento. Y no es vistoso. Y hay que sostener esta política a lo largo de distintos gobiernos; incluso de distinto signo político. Pero, a largo plazo, ayuda a crear una mejor sociedad y una democracia más sólida. Los líderes adecuados deberían buscar la mejor solución; no la más vistosa; la más fácil; o la más rápida.
Si las democracias de la región quieren sobrevivir a las presiones antiliberales del populismo punitivo, los gobiernos deben demostrar que medidas no militares pueden ser efectivas. De lo contrario, América Latina continuará entregando sus derechos constitucionales a cambio de estados autoritarios que mantengan el orden. El mejor antídoto contra el populismo autoritario es que democracias sólidas den resultados efectivos sin caer en el atajo del populismo punitivo. ¿Seremos capaces? Tengo mis dudas.
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