Las elecciones legislativas del 11 de mayo representan un punto de inflexión en la política provincial, no tanto por la renovación formal de bancas, sino por el reordenamiento estructural del poder político en función de intereses económicos crecientes y procesos de transformación social acelerada. El dato más llamativo no reside en los porcentajes, sino en las lógicas que los sustentan. La antesala de las elecciones está marcada por un escenario típico de baja conflictividad política, pero alta intensidad estratégica. A primera vista, podría parecer que se trata de una elección rutinaria, con pocas sorpresas y una ventaja clara para las fuerzas oficialistas. Sin embargo, debajo de esa superficie ordenada hay movimientos tectónicos que reconfiguran la política provincial: los consensos sobre el modelo de desarrollo, el papel de los territorios en la economía y la disputa por el sentido de lo público en un contexto de transformación productiva, con la primera participación local legislativa de La Libertad Avanza.
Es probable que el oficialismo logre consolidar una mayoría legislativa relativa que le permitirá mantener el control de la agenda parlamentaria, apoyado en un esquema de alianzas flexibles con sectores independientes y partidos menores. Sin embargo, esta victoria numérica oculta una serie de contradicciones políticas y sociales que se profundizan.
Uno de los factores clave para entender esta elección es el alto nivel de articulación entre sectores políticos tradicionales y actores económicos emergentes. Esto no se traduce simplemente en apoyo financiero o logístico, sino en una convergencia de discursos y prioridades.
La agenda legislativa post-elecciones se perfila como una extensión institucional del consenso minero, con reformas orientadas a garantizar seguridad jurídica, simplificación normativa y mayor fluidez en la aprobación de proyectos vinculados a la energía y logística regional. En este contexto, el oficialismo parte con ventaja. Su capacidad de presentar resultados concretos en los departamentos donde se han instalado proyectos de inversión y su control territorial lo ubican como favorito en gran parte del interior provincial. No obstante, enfrenta una paradoja: su fortaleza en el discurso del “progreso con empleo” también puede ser su límite en los centros urbanos, donde el desarrollo no se traduce en beneficios visibles y donde crecen demandas por transparencia, inclusión social y sustentabilidad. En este clivaje, el oficialismo juega su suerte para garantizar gobernabilidad en los próximos dos años.
El impacto minero
El dato más significativo a nivel provincial es el alto nivel de aceptación del rumbo económico, sobre todo en zonas vinculadas al desarrollo minero. Datos de Droit Consultires revela que más del 70% de los consultados en Los Andes valora positivamente la presencia de inversiones extranjeras en litio, asociándolas directamente a empleo, obras y circulación de recursos. Este dato se traduce en una intención de voto consolidada hacia fuerzas oficialistas o alineadas con el modelo actual. El 63% de esos electores declara preferir candidatos “que aseguren la continuidad del desarrollo y las inversiones”. En contraste, en el conglomerado urbano de la Capital, el panorama es más complejo. Aunque el modelo minero también goza de una aceptación mayoritaria (48% lo evalúa positivamente), hay un 35% que expresa preocupación por el impacto ambiental y la falta de beneficios concretos. Este segmento es particularmente fuerte entre jóvenes de 18 a 30 años, sectores medios y universitarios, y alimenta candidaturas críticas, con discursos centrados en la transparencia, la diversificación económica y la equidad territorial.
La salud democrática
La brecha entre interior y capital también se refleja en las expectativas sobre el rol de la Legislatura. Mientras que en municipios mineros el 62% espera que los legisladores “faciliten el marco normativo para nuevas inversiones”, en la capital ese porcentaje baja al 39%, con un 41% que prefiere un rol de “control, regulación y defensa de los bienes comunes”.
Otro aspecto significativo fue la proliferación de candidaturas con escasa trayectoria política y fuerte anclaje en el sector privado, organizaciones intermedias o directamente filiales del partido presidencial. Esta renovación, lejos de significar una democratización del sistema, evidencia una tercerización de la representación: la legislatura se convierte cada vez más en un órgano de legitimación técnica de decisiones previamente tomadas en ámbitos politicos o ejecutivos.
Desde el punto de vista de la participación electoral, los números también marcan alertas. Proyecciones preliminares ubican la intención de concurrencia en torno al 68%, una baja de 6 puntos respecto a comicios comparables. El ausentismo potencial se concentra en franjas urbanas jóvenes, un dato que podría afectar el desempeño de las candidaturas críticas y favorecer a las estructuras con mayor capacidad territorial. Esto podría interpretarse como un indicador de fatiga democrática o desafección política. La percepción de que las elecciones no alteran sustancialmente el rumbo de las políticas públicas contribuye a una desmovilización que, paradójicamente, refuerza la posición de quienes ya controlan los recursos y los marcos de decisión.
En este sentido, el sistema político salteño parece transitar una etapa de “consenso administrado”, donde la competencia electoral existe, pero está delimitada por un marco de acuerdos estructurales que ningún actor relevante se atreve a cuestionar frontalmente. Las diferencias se juegan en los matices, en la distribución de beneficios, pero no en el modelo general de desarrollo. Aun así, en un mundo que lentamente camina a favor de conductas antidemocráticas, votar es una obligación para decidir el rumbo de Salta. Aun pensando a la política como estorbo, no involucrarse solo logra callar la voz cívica que es, justamente, la que debe marcar el rumbo de la provincia. Esperemos encontrar una democracia viva el domingo 11 de Mayo.