“Las universidades han sido, son y seguirán siendo el motor del progreso de cualquier sociedad que aspire a la grandeza” afirmó, desde estas páginas, el doctor Iván Rodríguez en su excelente nota “La escuela y la universidad son el motor que desarrolla a los países”. Mi inclinación natural es adherir a esta forma de pensar de inmediato; sin dudar. Sin embargo, después de darle muchas vueltas al asunto, siento que, hoy, se hace necesario desafiar y repensar la idea.
Es tan radical el cambio que están sufriendo nuestro mundo y nuestra realidad cotidiana por un lado; y todas las instituciones económicas, políticas y sociales por el otro que, parafraseando una nota del doctor Pascual Albanese -también publicada en este espacio-, quizás debamos aceptar que “nada de lo que venga ahora podrá parecerse a lo que hubo antes y que, para pensar lo nuevo; hay que pensar de nuevo”.
Educar, educar y educar
En su nota, Rodríguez enumera a autores que, con evidencia científica, muestran cómo los países más desarrollados son aquellos que han priorizado y fortalecido sus sistemas educativos. Además, muestra cómo la inversión sostenida en capital humano -en particular en educación-, es un predictor de crecimiento económico.
Daniel Ziblatt y Steven Levitsky en su libro “Cómo mueren las democracias”, muestran que los países con mayor PBI per cápita son aquellos que han invertido en educación, innovación y desarrollo tecnológico. “Las naciones que lograron escapar del subdesarrollo no lo hicieron solo mediante políticas económicas agresivas, sino principalmente a través de sistemas educativos sólidos que garantizaron la formación de capital humano altamente calificado”; afirman.
Me encanta la idea de “educar, educar y educar” y de poner a la educación como una prioridad estratégica. Pero, al mismo tiempo, no puedo evitar preguntarme: ¿educar “en qué”? ¿Educar “para hacer qué”?
Así como no hay desarrollo social sólo porque haya crecimiento económico; no habrá crecimiento si no hay trabajo. Y no habrá trabajo sin educación de calidad. Y no habrá trabajo ni educación sin inversiones productivas. Y no habrá inversiones sin un marco legal y jurídico estable en el tiempo; no habrá seguridad jurídica sin instituciones fuertes; no habrá instituciones fuertes sin una democracia sólida; y nada de todo esto existirá sin una sociedad con valores que ponga al individuo por delante de todo y no el carro delante de los caballos como hacemos hoy.
Siempre insisto en que hay que separar la idea del crecimiento económico de la de desarrollo económico y de progreso social. Los últimos no son una consecuencia ineludible del primero; aunque el viceversa puede ser válido bajo determinadas condiciones favorables. “El éxito de una economía únicamente puede evaluarse examinando lo que ocurre con el nivel de vida -en sentido amplio- de la mayoría de los ciudadanos durante un largo periodo”, afirma Joseph Stiglitz en “El precio de la desigualdad”.
Sentido común
Todo lo dicho es sentido común, pero ¿no es lógico pensar, también, que todos estos estudios basados en series históricas que recogen datos y resultados de los últimos diez o veinte años, soporten y refuercen estas conclusiones?
La pregunta que no puedo dejar de hacerme, en el fondo, es si es válido suponer que los mismos métodos y formas de pensar que nos trajeron hasta acá, serán válidos y correctos de ahora en más; cuando todo cambia de modos que no podemos ni imaginar.
Y otra más angustiante. ¿Y si nos estuviéramos aferrando a ideas fuerza, conceptos, teorías y resultados empíricos que ya no sean válidos en el mundo por venir? Si esto fuera así, ¿no podríamos estar condenándonos, sin saberlo, a fracasar?
Ejemplos desordenados
Una IA resolvió -en sólo dos días- un problema relacionado con las llamadas super bacterias resistentes a los antibióticos. A un equipo de científicos le llevó toda una década llegar a esa solución. Es más; la IA propuso otras tres soluciones, una de las cuales, al equipo investigador, nunca se le había ocurrido que fuera posible.
Bien reciente. En el corazón del Premio Nobel de Química del 2024 se encuentra una IA que ha resuelto lo que antes se consideraba un problema insuperable en biología: predecir la estructura tridimensional de las proteínas de ADN, ARN y otras moléculas complejas a partir de sus secuencias de aminoácidos.
Una “mutación” de esa IA “descubrió” un método para multiplicar matrices matemáticas que, a la fecha, resulta inexplicable para los matemáticos. En el proceso, encontró otros 14.000 métodos correctos diferentes para efectuar esta operación. Otra fue capaz de formular, en días y por sí sola, las leyes de gravitación. Días; no veinte años como a Sir Isaac Newton. Otra resolvió un famoso problema no resuelto de la matemática pura, mientras otra IA es usada para controlar reactores experimentales de fusión nuclear en condiciones que ningún ser humano podría realizar jamás.
Existen IAs desarrollando algoritmos computacionales -por ejemplo, de ordenamiento de elementos-, que supera al código humano en eficiencia y velocidad y, sin que lo sepamos, existen millones de líneas de código escritas por IAs en las librerías de acceso público de los lenguajes de programación más usados del mundo.
Sorprendente -y aterrador-, un IA creó a otra IA para “que la ayude a producir” células madre; camino que puede llevar a tecnologías biológicas revolucionarias. Hay IAs que rediseñan sus propias arquitecturas; superándose a sí mismas a velocidades sorprendentes. En el borde de la ciencia ficción, estamos creando IAs capaces de mentir cuando buscan alcanzar su objetivo; sea este del tipo que sea.
Así, la pregunta que me surge es; ¿qué conocimientos deberíamos impartirles a las nuevas generaciones? ¿Para qué los debemos preparar? ¿Qué deberían estudiar que no nos ponga en el lugar de tener que rezar para no sean superados por una IA antes de que reciban el título o apenas después? ¿Cómo se educa cuando se llega al punto donde el conocimiento humano no es ya capaz de verificar o comprender los resultados obtenidos por las IAs?
Cambio de paradigma
De acuerdo con un informe (hoy viejo) del Foro Económico Mundial, “el 65% de los chicos que hoy se encuentran cursando sus primeros pasos en las escuelas elementales, terminarán trabajando en tareas y funciones que hoy no existen”. Y muestra que estamos llegando a una velocidad de cambio tal que “cerca del 50% del conocimiento técnico adquirido durante una carrera de cuatro años, queda desactualizado para cuando el alumno se ha graduado”.
Lo que fue válido para la Primera y Segunda Revolución Industrial e, Incluso, a principios de la década del 80 -cuando la irrupción de la computación en todos los ámbitos laborales-, ya no lo es más. En ese momento la técnica primero y tecnología informática después, crearon “una plataforma y una infraestructura” sobre la cual nacieron cientos de nuevas carreras, tareas, ocupaciones, aplicaciones y desarrollos de todo tipo; explosión que alimentó el crecimiento y el desarrollo económico, educativo y social de todos aquellos países que supieron aprovechar el momento y el impulso.
Ahora, la automatización y la incorporación de Inteligencia Artificial pautan un cambio de rumbo en la evolución técnica y laboral. Estamos transitando un camino desde “plataforma e infraestructura” hacia uno basado en “tecnologías de sustitución”. No es lo mismo instalar tecnología que sea complementario al trabajo del ser humano; que instalar robots y algoritmos de IA que lo reemplace. O IAs que reemplacen -incluso- la necesidad de conocimiento científico y de su aplicación técnica.
Esto es algo en verdad disruptivo -y distópico- que debemos comenzar a comprender y a dimensionar. Lo que ocurre ahora no es tan simple como decir que los cambios tecnológicos acaban beneficiando más a unas personas que a otras; o que “dan una nueva fisonomía al mercado laboral”. La tecnología lo está cambiando todo; incluso la noción y la necesidad misma de educar. ¿Educar “en qué”? ¿Educar “para hacer qué”?
Según los expertos, en el futuro serán indispensables ciertas habilidades: pensamiento crítico; agilidad y adaptabilidad; iniciativa; colaboración entre redes amplias de personas; liderazgo por influencia; comunicación oral y escrita efectiva; curiosidad e imaginación. El sistema educativo actual -en ningún nivel-, prepara a los estudiantes en casi ninguna de estas capacidades. Hay un contraste evidente entre lo que el sistema educativo impone y lo que el mundo requiere; o podría requerir.
Más corazón
“El arte abre horizontes y aligera el corazón” dijo el papa Francisco. Quizás la nueva educación deba buscar contrarrestar tanta tecnología; tanta deshumanización. Quizás deba enfocarse en la ética; en la filosofía; en la educación cívica y ciudadana; en el pensamiento abstracto; en el arte. En el desarrollo de un mayor humanismo. Quizás debamos enseñar a los chicos a tener más corazón. A reinventar el concepto de comunidad. El de humanidad y el de libertad. A crear valor para la humanidad y no para la economía. Enseñarles que nada es más importante que defender una acerada humanidad. Quizás, la nueva educación no pueda parecerse -en nada- a la anterior. Quizás para educar en lo nuevo haya que pensar de nuevo. Quizás.