“Stabat Mater”, un viaje del dolor a la trascendencia

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por Flavio Gerez*, Dr. en Física y músico

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La noche del martes 15 de abril pasado, el Coro y la Orquesta Sinfónica de la Universidad Católica de Salta, con solistas invitados y la dirección musical del maestro y compositor Jorge Lhez (1963) brindaron un concierto que bien podría catalogarse como hito para el ámbito cultural salteño. El marco elegido fue la Catedral Basílica, un lugar de monumental esplendor, pero poseedor de severas carencias acústicas.

Como preludio a lo que vendría, la sección de cuerdas de la orquesta interpretó el famoso Adagio para cuerdas de Samuel Barber (1910–1981). El pulso meditativo conseguido por los músicos en sintonía con el lamento atemporal de Barber, un verdadero himno secular al dolor, con cuerdas, tensas y vibrantes, capaces de crear una atmósfera de vulnerabilidad cósmica, recordándonos que, antes de la palabra, existe el gemido inarticulado de lo humano frente a lo eterno. Esto preparó los ánimos para la inmersión en el universo sacro del “Stabat Mater Op.20”, obra del propio Lhez.

Como género, el “Stabat Mater” condensa siglos de devoción mariana y exploración musical. Desde las pétreas polifonías renacentistas hasta las sofisticadas disonancias contemporáneas, su texto, meditación medieval sobre el dolor de la Virgen María ante la cruz, ha sido laboratorio de innovaciones estéticas y espejo de sensibilidades colectivas. En esta tradición, la obra del maestro Lhez se presenta como un diálogo audaz: el compositor articula un lenguaje propio, la claridad estructural y la economía de medios conviven con una profundidad expresiva conmovedora.

Dividido en seis movimientos, correspondientes, según reza en la partitura, a las fases del peor de los dolores, el del alma, el “Stabat Mater” se manifiesta con una arquitectura sonora, inteligente, ordenada y progresiva. Cada sección, diseñada con una precisión casi litúrgica, explora timbres y texturas distintas, revelando un dominio del contraste como herramienta narrativa.

El inicio, sombrío y monumental, evoca la inmovilidad ante la inexorabilidad del dolor. La textura orquestal con la sobrecogedora intervención de la percusión, sostiene a un coro que surge como un bloque granítico. La música nos fija en la escena: “La Virgen María de pie frente a la cruz”, y esa verticalidad se traduce en una armonía que aparentemente es estática y que se rompe solo por sutiles disonancias que anticipan el desgarro ante el dolor.

El Stabat Mater se manifiesta con una arquitectura sonora, inteligente, ordenada y progresiva”.

A continuación, la introspección del “O quam tristis” nos mostró a la mezzosoprano Daniela Prado quien, con el terciopelo oscuro de su voz, encarnó el momento en el cual el dolor destroza. Su voz, entrelazada con el oboe y el clarinete dibujó una línea melismática que simulaba un sollozo instrumentado. El efecto, un hermosísimo diálogo entre lo vocal y lo instrumental que evocaba a la tradición del primer Barroco pero que está definitivamente transfigurado en el ascetismo contemporáneo.

En el “Qui est homo” se reflejó la rebelión ante el sufrimiento traducida en un auténtico frenesí rítmico con el apoyo de una percusión que nunca se permitió el exceso ante la indicación fortissimo, algo que se agradece en estos tiempos y en ese templo. El coro, en mi opinión la mejor formación de la provincia, desplegó toda su potencia y calidad sonora para evocar el caos de la duda correspondiente a este número, en tanto que las cuerdas y los metales, precisos y articulados, construyeron una textura casi expresionista, culminando en un unísono fortissimo: “en tan profundo tormento” convertida en un grito colectivo.

El “Vidit suum” constituye la aceptación que llega tras la ira. En la obra llegó con la extraordinaria y cálida voz de Nazareth Aufe, tenor de timbre diáfano y fraseo elegíaco. Sobre un lecho armónico de las cuerdas primero y de arpegios de una inspirada arpa después, su canto fluyó con la serenidad que el texto exige mientras el coro, en perfecta sintonía, lo complementaba dando la sensación de estar en un fondo lejano, simbolizando la comunidad que sostiene al individuo en su duelo.

Pero es en el quinto número, el “Eia mater”, donde la obra alcanza su clímax, correspondiente al acto de redención del dolor, cuando somos capaces de entregarlo. Aquí, deslumbró la soprano Laura Rizzo por su proyección luminosa, por su gran musicalidad y por la extraordinaria potencia de su voz al igual que el magnífico y enorme violonchelo solista de Eugenio Bucello y la sobrenatural presencia del arpa de Carolina Varvará que dialogaron con ella en igualdad dramática. La línea vocal, de amplios intervalos, se elevó sobre un tejido orquestal de clara estructura armónica siendo el arpa el nexo entre lo terrenal y lo divino. El momento culminante —”Santa Madre yo te ruego que me traspases las llagas”— fue abordado por todo el conjunto, y especialmente por Rizzo, con una calidad y claridad que aún resuenan en mis oídos y al mismo tiempo dejan al desnudo el cada vez más personal y ecléctico estilo compositivo del maestro Lhez.

El maestro Lhez ha logrado lo esencial: transformar el dolor en belleza, y la belleza, en comunión”.

Finalmente, el “Virgo Virginum” que alude a la transformación del dolor se tradujo en una explosión de la paleta orquestal completa. Los tres solistas se fundieron con el coro en un tejido cuasi contrapuntístico con personalidad propia para llegar a un prologado “Amen”, construido sobre un hermoso motivo que culmina en un radiante acorde mayor símbolo de la gloria prometida.

La ejecución exigió maestría en un espacio acústicamente hostil: nuestra Catedral, con su enorme reverberación, amenazaba con difuminar texturas. Sin embargo, el maestro Lhez, como director, logró un equilibrio singular: dinámicas contenidas, articulaciones secas en los forte, y una disposición espacial óptima.

Este Stabat Mater del maestro Lhez no es solo una adición a la genealogía del género; es una relectura que sintetiza tradición y modernidad. Al estructurar la obra como viaje psicológico —más que litúrgico—, el compositor otorga un nuevo sentido al texto medieval, ofreciendo un espejo sonoro para el duelo contemporáneo. Que el público, en un recinto desafiante en lo acústico, estallara en aplausos incluso antes de terminar la música, sugiere que el maestro Lhez ha logrado lo esencial: transformar el dolor en belleza, y la belleza, en comunión. Salta ha encontrado en él a un narrador musical con espiritualidad propia, a la vez íntima y universal. En estos tiempos tan oscuros donde lo sagrado a menudo se margina, obras como esta reclaman el poder del arte para elevar el alma hacia las alturas de la trascendencia.

*Miembro de la Asociación de Críticos Musicales de la Argentina

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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