A comienzos de la década de 1970, cuando en la Argentina recrudecía la violencia política, tuve mi primer contacto con Jorge Bergoglio. Fue en Rosario, provincia de Santa Fe, donde un conjunto de agrupaciones peronistas (originarias o reconvertidas) fundaron la Organización Única para el Trasvasamiento Generacional.
Por supuesto, el contacto fue fugaz y en el marco de una reunión casi multitudinaria. En cualquier caso, para mí, un jovenzuelo salteño, era de gran interés participar en ese encuentro en el que confluían mujeres y hombres de todo el país, entre ellos algunos sacerdotes, varios peronistas históricos y muchos intelectuales.
Nos unía el reconocimiento a Juan Domingo Perón como líder del movimiento que, en los años 40, había transformado a la Argentina, resistiendo a la proscripción, al desmantelamiento de las conquistas de paz, democracia y bienestar, y a las tentativas de reemplazar su liderazgo y quebrar su ideario fundacional: la tercera posición. Nos unía, además, el rechazo a las distintas formas de violencia que, desde el Estado en manos de una dictadura, y desde organizaciones juveniles confesadamente político-militares, estaban ensangrentando el país.
Los argentinos recuperamos la democracia en 1973 y pronto la volvimos a perder en 1976. Hasta que, en 1983, logramos estabilizar un sistema político de corte democrático y republicano, asentado en un frágil consenso de carácter constitucional. En todo ese tiempo, Jorge Bergoglio continuó con su ministerio, reafirmó sus compromisos vitales y espirituales, y su figura creció.
A mediados de 2001, aprovechando la común amistad con Aldo Carreras (profesor de Historia), el ya cardenal primado de la Argentina tuvo a bien recibirme en su extraordinariamente sobria oficina. Crucé la Plaza de Mayo (mi domicilio de facto era el enorme edificio donde funcionaba la AFIP) y conversamos larga y pausadamente. Escuché sus preocupaciones y supe de sus gestiones para abrir canales de diálogo entre las fuerzas políticas, económicas y sindicales enfrentadas.
En 2001 el país estalló, sus instituciones acentuaron su descomposición y la economía entró en crisis, con graves consecuencias sociales.
El cardenal continuó bregando, discretamente, por medidas que estabilizaran la economía y redujeran la elevada pobreza.
Casi diez años más tarde, con inocultable emoción, volví a saludar al cardenal en la Escuela de Posgrado Ciudad Argentina (EPOCA), patrocinada por la Universidad del Salvador, donde yo era profesor. Aún hoy recuerdo perfectamente el estremecimiento que —más allá de mi agnosticismo— me produjeron sus palabras cargadas de espiritualidad y sabiduría.