Desde que Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa en 2013, la figura de Francisco ha despertado pasiones y contradicciones en Argentina. Su investidura como jefe de la Iglesia Católica fue celebrada como un orgullo nacional. Sin embargo, con el paso del tiempo, su relación con el país se ha visto marcada por tensiones políticas, cierta ambigüedad, lecturas ideológicas y una notoria distancia institucional. Detrás de la sotana blanca, persiste el eco de un cardenal con fuerte protagonismo en la vida pública argentina y con una mirada sobre el poder que nunca dejó de ser incómoda para muchos.
Un Papa con acento porteño
La identidad de Francisco estuvo marcada a fuego por su pertenencia al barrio de Flores, su educación jesuítica y su largo ejercicio pastoral como arzobispo de Buenos Aires. En ese período, su rol fue mucho más que pastoral: fue una voz política, social y hasta judicial en temas clave. Desde sus críticas al “relato” kirchnerista hasta sus denuncias sobre el “neoliberalismo excluyente”, Bergoglio ya entonces se posicionaba como un referente moral e ideológico que no se alineaba fácilmente con ningún bando, pero que incomodaba a todos.
Como Papa, ese perfil no se diluyó. Por el contrario, se proyectó globalmente. Francisco asumió el pontificado con una narrativa centrada en la justicia social, la opción por los pobres y una crítica contundente a las lógicas financieras globales. Su encíclica ‘Laudato si’, su impulso al “pacto educativo global” y su insistencia en la fraternidad universal no son declaraciones retóricas: representan una construcción ideológica que incomoda tanto a sectores conservadores como a poderes económicos concentrados.
La política argentina bajo su mirada
Si bien el Papa se ha esforzado en mantener una neutralidad institucional frente a los gobiernos argentinos, su influencia en la política nacional fue innegable. Desde el Vaticano, ha recibido a figuras de todos los sectores: desde Cristina Fernández de Kirchner hasta Horacio Rodríguez Larreta; desde sindicalistas como Hugo Moyano hasta líderes sociales como Juan Grabois. Esta amplitud de interlocutores generó, en su momento, tanto expectativas como recelos.
No obstante, su falta de visitas oficiales a la Argentina – tras más de una década de pontificado – ha dejado de ser una anécdota diplomática para transformarse en una señal política de fuerte ambigüedad. Francisco ha visitado casi todos los países de América Latina, incluso aquellos con conflictos internos o menor población católica. El hecho de que no haya pisado suelo argentino en calidad de Papa genera perplejidad en la feligresía, malestar en sectores políticos y decepción en buena parte de la sociedad.
Las razones esgrimidas —como la voluntad de evitar ser utilizado políticamente o no interferir en los climas electorales— no lograron evitar relacionarlas a excusas formales, quizás impropias de su investidura o de su carácter de líder global. La ausencia prolongada – hoy definitiva- parece esconder un juicio silencioso hacia la clase dirigente argentina, o la imposibilidad de superar su fuerte vínculo ideológico, una vara muy baja, en su condición de líder espiritual del mundo católico y dirigente influyente en todo el mundo. En un mundo donde los gestos tienen peso, el gesto de no venir es también una forma de hablar.
Un liderazgo moral que incomodó
Francisco ha sido una figura incómoda para el kirchnerismo, que lo enfrentó duramente en sus tiempos de arzobispo, y también para la derecha liberal, que lo acusa de tener una visión “anticapitalista” o de fomentar una agenda “populista” desde Roma. Sus críticas a la economía “que mata”, su apoyo a los movimientos populares y su rechazo al armamentismo global fueron parte de una cosmovisión que, aunque profundamente cristiana, ha sido tildada de ideologizada por sectores que prefieren una Iglesia más silenciosa y alineada con el status quo.
Paradójicamente, este rechazo trasciende lo ideológico. Muchos vieron en Francisco una figura que rompió los moldes: ni neoliberal ni marxista; ni conservador ni progresista en términos clásicos. Su mirada interpeló por igual a empresarios, gobiernos y militantes. Y eso, en un país tan polarizado como Argentina, generó desconcierto.
El Papa y la pobreza estructural
Uno de los puntos más sensibles del vínculo entre Francisco y Argentina es su diagnóstico sobre la pobreza. Mientras algunos gobiernos buscaron matizar los datos o relativizar los efectos de sus políticas, el Papa ha sido tajante al denunciar las injusticias estructurales que condenan a millones de argentinos a vivir sin acceso a derechos básicos. Su respaldo a iniciativas como la economía popular, el cooperativismo o el acceso universal al trabajo no son solo gestos pastorales: son definiciones políticas.
No se trata de una injerencia en la política partidaria —algo que el propio Francisco ha evitado con cuidado— sino de una visión del mundo que choca con los marcos ortodoxos de la política económica dominante. En este punto, el Papa retoma la tradición social de la Iglesia latinoamericana, pero le otorga una proyección global y una dimensión ética que pone en cuestión el modelo de desarrollo actual.
¿Un líder global sin patria chica?
El Papa argentino se transformó en un líder global. Su agenda no se limitó a la región, y sus intervenciones apuntaron a los grandes desafíos del siglo XXI: el cambio climático, la migración, la desigualdad, la guerra. En ese sentido, su lejanía con Argentina puede entenderse como parte de una estrategia de proyección universal, donde su nacionalidad quedó subordinada a su rol como líder de más de mil millones de católicos.
Sin embargo, esa distancia —construida no solo desde el Vaticano sino también desde el silencio— ha erosionado – en algún punto- el vínculo con su país de origen. En un país que reclama gestos, la falta de presencia física, de consuelo en las crisis, de diálogo directo con el pueblo, es sentida, por algunos, no como una neutralidad pastoral sino como un desdén, algo que resultaría incompatible con su rol y liderazgo. Francisco, argentino por origen, en su pontificado pareció alejado deliberadamente de su “patria chica”.