Hace dos años fue el bautismo de mi hijo Juan. Se trató de un día emotivo para mi familia, por el sentido que tiene esta ceremonia iniciática. Juan es el primero de mis hijos en bautizarse. Con su madre tomamos la decisión como la expresión de un deseo: que sea recibido en una comunidad más amplia que la de su familia de origen. Que también sea hijo de Dios quiere decir, para nosotros, que no solo será nuestro hijo y que, además, tendrá que vivir una vida que, esperamos, sea con fe y paciencia; es decir, con una confianza fuerte en sus elecciones y una paz que no ceda a la resignación.
Dije que Juan era el primero de mis hijos en ser bautizado, pero no es el primero de mis hijos. La nuestra es una familia ensamblada, a la que mi mujer y yo llegamos con hijos de otras parejas. Ninguno de ellos fue bautizado, porque nuestras parejas anteriores no vienen de familias practicantes. Y, según conversamos, tampoco nosotros lo queríamos en ese momento. Nuestro caso es el de esas personas que se reencuentran con la religión después de muchos años y algunas adversidades.
De este modo, el bautismo de Juan fue una decisión que no obedeció a una tradición o costumbre automática. Incluso como familia ensamblada, la nuestra está en una suerte de zona gris para el dogma católico. Para el dogma, pero no para la Iglesia. En efecto, el día de la ceremonia –que fue simple, sin reunión posterior e incluso con un amigo que no es católico como padrino, pero que también fue admitido– estábamos tan contentos, que decidí subir una foto del momento a Instagram. Acompañé la foto con unas palabras del Papa Francisco, que había leído previamente en una entrevista que le hiciera Daniel Hadad para este mismo medio:
“La gran respuesta la dio Jesús: todos. Todos. Adentro todos. Cuando los exquisitos no quisieron ir al banquete: vayan al cruce de caminos y llamen a todos. Buenos, malos, viejos, jóvenes, chicos: todos. Todos. La Iglesia es para todos. Y cada uno resuelve sus posturas ante el Señor con la fuerza que tenga”.
Esta entrevista es grandiosa. Se la recomiendo enfáticamente a quien aún no la leyó. Estos más de 10 años de Francisco a la cabeza de la Iglesia también fueron para mí la ocasión del reencuentro que mencioné antes. Lo que nunca me imaginé es que, a partir de publicar una foto de un bautismo de mi hijo y compartir un momento de alegría personal, iba a recibir –además de muchos saludos y felicitaciones, que agradezco– una cantidad enorme de insultos y agresiones.
Por ejemplo, alguien me reprochó trabajar como psicoanalista y creer en Dios; otro me echó en cara las complicidades de la institución religiosa con gobiernos represivos; otro me dijo que, entonces, yo era una persona dogmática; después hubo simplemente insultos, sobre todo de personas de esas que –según pude ver en sus perfiles– “militan” por liberaciones, pero no pueden vivir sin enemigos a los que odiar y castigar, esclavos de sus pasiones.
En principio, no veo ninguna contradicción entre trabajar como psicoanalista e intentar tener fe. Digo “intentar”, porque la mía es una fe quebrada, que todo el tiempo necesita recuperarse. En todo caso, daría la impresión de que los “intelectuales” deberían ser ateos como si el escepticismo tuviera aire de distinción, mientras que la pregunta de fondo es ¿dónde ponen la fe quienes dicen no tenerla? Como si de una interpretación en psicoanálisis se tratara, diría: que crea en Dios demuestra que no estoy tan loco como para hacer del psicoanálisis mi religión.
Esto nos lleva al segundo punto, porque si de complicidades se trata, preguntaría: ¿vamos a condenar a la ciencia y sus descubrimientos porque gracias a sus métodos se inventó una bomba atómica? Esta crítica es trivial y apenas cabe detenerse en ella, salvo porque lleva a la tercera: ¿en serio vamos a decir que el dogmatismo es solo una tendencia posible de la religión, cuando hoy el fanatismo está a flor de piel en los discursos laicos que fundaron una nueva moral, al lado de la cual, los diez mandamientos son apenas una listita de sentido común?
Ya no vivimos en el mundo de estructuras rígidas, como aquel de 1927, año en que Bertrand Russell publicó Por qué no soy cristiano. En el siglo XXI, que “Dios ha muerto” –de acuerdo con la sentencia nietzscheana– es una obviedad. Ya no vivimos en un mundo con fundamentos sólidos. Todo estalla en el aire y las personas huyen hacia las nuevas formas de espiritualidad, desarraigadas y con el simple ánimo de una expansión sensible, sin que eso los comprometa con una idea del prójimo y la vida comunitaria.
En el mundo contemporáneo es necesario que un iconoclasta como Rafael Gumucio escriba más bien un ensayo con el título Por qué soy católico. Su respuesta es concreta: porque el catolicismo es una religión de la comunidad; incluso de la amistad, mucho más que de la familia; por ejemplo, Jesús siempre eligió a sus amigos por sobre su familia, así es que le dice a Juan, cuando sabe que va a morir y éste está triste, que no llore, que le deja su madre a él, porque la idea “los amigos son la familia” es un principio católico.
Gumucio sabe hacer gala del pensamiento sagaz y paradojal y por eso agrega que la solución católica de creer en la vida después de la muerte es imposible de sostener, pero es la mejor, porque lo cierto es que todos vamos a morir, pero quienes no creen en la vida después de la muerte, viven como si nunca fueran a morir, entonces ¿quién es el creyente ridículo? Mejor creer en lo imposible, antes que creer una estupidez.
En este punto, Gumucio está cerca del filósofo italiano Gianni Vattimo, quien en cierta ocasión conversaba con un prestigioso profesor y, ante la pregunta de este respecto de si era creyente, respondió: “Creo que creo”. De esta anécdota surgió su libro Creer que se cree y posteriormente las conferencias compiladas en el volumen Después de la cristiandad, en el que recuerda que –para el mundo en que vivimos– la fe ya no se tiene que confundir con una certeza, sino con la fuerza que se le puede arrancar a la vacilación en un mundo plural y movedizo.
Vattimo explica que en el título Creer que se cree, la palabra “creer” tiene una doble acepción: en el primer sentido equivale a opinión o pensamiento con un cierto grado de incertidumbre, mientras que en el segundo quiere decir convicción cierta. Y lo único cierto hoy es que “el mundo efectivamente pluralista en el que vivimos no se deja interpretar ya por un pensamiento que a toda costa lo que quiere unificar en nombre de una verdad última”.
Luego Vattimo continúa:
“A partir de aquí, se puede proceder de distintas formas. Por ejemplo, se puede preguntar cómo es posible seguir argumentando racionalmente si renunciamos a la pretensión de captar un fundamento último válido para todos más allá de las diferencias culturales. Y la respuesta puede ser: el valor universal de una afirmación se construye al construir el consenso en el diálogo, o al pretender tener derecho al consenso porque tenemos la verdad absoluta.”
Una forma ejemplar de diálogo es el intercambio que tuvieron en 2004 el filósofo Jürgen Habermas y el teólogo Joseph Ratzinger (más conocido como Benedicto XVI). Afortunadamente, esta conversación se encuentra hoy publicada con el título Entre razón y religión y expone cómo dos personas, con pensamientos divergentes y modos distintos de argumentar, pueden compartir preocupaciones y, por caminos diferentes, llegar a las encrucijadas que desafían hoy a la humanidad. Es muy interesante escuchar a un Papa decir que la religión puede tener patologías, tanto como la razón librada a sí misma y que, por lo tanto, es necesaria una correlación entre el pensamiento y la fe, en la que ambas se “estén dispuestas a escuchar” para darle “cohesión” a un mundo fragmentado.
Ciertamente es poco frecuente tener en cuenta que los Papas son personas con un pensamiento. Benedicto era un teólogo de primera línea y su diálogo con el representante filosófico más significativo del liberalismo lo demuestra. Quizá haya una tendencia a ver el rol del Papa como puramente nominal o de representación, como si no estuvieran a cargo de una misión que se refleja en sus encíclicas.
Lumen fidei (La luz de la fe, 2013) es la primera de las encíclicas de Francisco y la última de Benedicto XVI, que es quien, en realidad, comenzó su redacción. La erudición de este último se reconoce en estas páginas, a través de las citas y exégesis de pasajes bíblicos, así como la mención de filósofos. Leamos un pasaje:
“Es conocida la manera en que el filósofo Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre fe y certeza. Según él, creer sería algo parecido a una experiencia de enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como verdad válida para todos. En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la verdad. Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente adecuada? En realidad, el amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene. Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona, para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común.”
Con esta encíclica se cierra la serie que Benedicto había iniciado con Spe Salvi y Deus caritas est, dedicadas a las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad. Me gusta especialmente el pasaje que cité, porque pareciera escrito a cuatro manos. Por un lado, tiene la reflexión conceptual de Benedicto, así como –en el segundo párrafo– lo que será una huella de Francisco: su decir simple y cercano.
Esta última marca de estilo ya puede leerse claramente en la segunda encíclica Laudato si’ (Alabado seas, 2015) con una orientación fuertemente ecologista y de valorización de los vínculos de cuidado. Leamos un fragmento:
“Existen formas de contaminación que afectan cotidianamente a las personas. La exposición a los contaminantes atmosféricos produce un amplio espectro de efectos sobre la salud, especialmente de los más pobres, provocando millones de muertes prematuras. Se enferman, por ejemplo, a causa de la inhalación de elevados niveles de humo que procede de los combustibles que utilizan para cocinar o para calentarse. A ello se suma la contaminación que afecta a todos, debida al transporte, al humo de la industria, a los depósitos de sustancias que contribuyen a la acidificación del suelo y del agua, a los fertilizantes, insecticidas, fungicidas, controladores de malezas y agrotóxicos en general. La tecnología que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución de los problemas, de hecho suele ser incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros. […] Estos problemas están íntimamente ligados a la cultura del descarte, que afecta tanto a los seres humanos excluidos como a las cosas que rápidamente se convierten en basura.”
En el párrafo ya puede leerse la sutileza del pensamiento de Francisco: en la “cultura de descarte”, hay personas que pueden ser tratadas como basura. El mensaje empieza a tener una orientación definida: hay que recuperar la unidad y la causa de la pobreza es política.
Llegamos así a Fratelli tutti (Hermanos todos, 2020) publicada en la pandemia y cuyo efecto recibe, para realizar una crítica más amplia al mundo globalizado. Leamos un breve pasaje:
“Estamos más solos que nunca en este mundo masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la dimensión comunitaria de la existencia. Hay más bien mercados, donde las personas cumplen roles de consumidores o de espectadores. El avance de este globalismo favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes. De este modo la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales que aplican el ‘divide y reinarás’.”
Si no fuera por la última línea, donde se lee claramente el énfasis de Francisco, estoy seguro de que podría haber leído el fragmento y atribuirlo a Z. Bauman o Byung Chul-Han. Me parece interesante pensar que estos últimos autores son muy leídos justamente porque se supone que no son religiosos. El anti-catolicismo del mundo actual hace que las encíclicas de Francisco sean poco leídas y conversadas, como textos de análisis y discusión de la situación contemporánea por fuera del ámbito de culto.
Francisco tiene un pensamiento. Un pensamiento vivo y expresado. Yo no podría hacer un resumen ni hilar los finos detalles de su composición, pero sí puedo recomendar un libro que se ocupó muy bien de esta cuestión: Para leer a Francisco: teología, ética y política, de Emilce Cuda.
El mundo actual vive ansioso de espiritualidad, la consume a granel, pero no quiere que venga con el envase de la religión. Hoy incluso quienes alientan algún tipo de fe pareciera que tienen que avergonzarse y decirlo en voz baja. La autoayuda gira en falso con su mensaje narcisista de estar bien con uno mismo, vibrar alto y alejarse de los demás. ¿Qué destino puede haber para el ser humano si dejamos de hablar de una vida centrada en la piedad, el perdón y la hospitalidad? Podríamos tratar de absorber estas categorías en una moral laica, pero su fundamento es el de la experiencia religiosa.
El intento de un humanismo alejado de la fe tuvo su fracaso. Para demostrarlo no hace falta más que mirar alrededor. Ni la ética ni la política lograron restablecer el lazo con lo que hay de divino en el encuentro con otro. Quizá sea bueno volver a pensar que la religión no es un sistema de creencias, que hay que respetar –decimos– con falsa tolerancia, como quien dice “cada loco con su tema”. Ojalá podamos recuperar el sentido profundo de lo que implica una convers(ac)ión.