“La clase media en la Argentina es una gran construcción simbólica, un lugar de llegada y de pertenencia. Una fuente de identidad, una aspiración, una razón de ser. Una luz en la oscuridad de todos los túneles por los que ha cruzado esta sociedad golpeada y maltratada hasta el hartazgo.” — Guillermo Oliveto
Hay frases que no solo enuncian una idea: la iluminan. La voz de Guillermo Oliveto, uno de los grandes lectores del alma argentina contemporánea, flota como un eco cálido y severo en los estudios de Radio Mitre, donde el escritor y periodista Jorge Fernández Díaz le ofrece el marco justo: “Nosotros podríamos decir que alguna vez tuvimos una patria, y la perdimos. En el sentido de que esa clase media… la perdimos”.
Ambos se entienden sin necesidad de teorías. Comparten una memoria afectiva, una historia vivida desde adentro. Oliveto, formado en administración pero transfigurado por la observación antropológica del consumo, ha dedicado décadas a descifrar el pulso cultural de un país en estado de mutación constante. En su nuevo libro, “Clase media. Mito, realidad o nostalgia”, publicado por Paidós, propone detenerse en esa figura movediza, desgastada y aún central: la clase media como signo, como anhelo, como refugio.
Durante mucho tiempo, en la Argentina, decir que uno era de clase media no era una categoría económica: era un modo de estar en el mundo. Ser clase media implicaba pertenecer a algo mayor que uno mismo. Había un proyecto en marcha, una promesa implícita: si hacías las cosas bien, había premio. Un trabajo estable, vacaciones en Mar del Plata, una heladera en el living, el guardapolvo blanco de los hijos en la escuela pública. No era opulencia: era dignidad.
La portada del libro en el que Guillermo Oliveto analiza profundamente el pasado, presente y futuro de la clase media argentina
La pertenencia se construía sobre un sistema de valores heredados. Oliveto los enumera como si repasara un altar familiar: esfuerzo, mérito, educación, sacrificio, abnegación. El ascenso social no era un golpe de suerte sino un camino trazado. El objetivo no era volverse rico, sino ser alguien. Tener cultura, tener casa, tener palabra. Había una ética de la decencia. Había orgullo.
La clase media, dice Oliveto, es “una frágil fortaleza”. La imagen es simple y precisa. Se parece a un nido: alberga, protege, permite crecer. Pero ante el viento —una crisis, una inflación, una enfermedad— puede deshacerse sin dejar rastros. Esa fragilidad no le quita poder simbólico: al contrario. Su fuerza radica en que todo lo que se alcanza dentro de ella parece ganado a pulso.
Por eso duele tanto cuando se rompe. Porque no se rompe solo una economía: se resquebraja una identidad. Cuando se pierde el trabajo, o se pierde la escuela, o se pierde la confianza en el futuro, lo que se desvanece no es un ingreso, sino una forma de vida.
El consumo, muchas veces banalizado por la macroeconomía, es en realidad —según Oliveto— una forma de identidad simbólica. Lo que se compra, se desea o se exhibe es una forma de narrarse. En una sociedad obsesionada con la comparación, la clase media se constituyó mirándose en el otro. No había tradición ni casta. Todo era nuevo. La heladera, el auto, el walkman. Todo contaba algo. Todo era una marca del esfuerzo. Una forma de decir: “Yo también pertenezco”.
Fernández Díaz lo recuerda con una mezcla de melancolía y lucidez: el país bueno era ese donde el que se compraba un auto tocaba bocina al llegar al barrio. Hoy, en cambio, el que muestra progreso es sospechado: “¿A quién habrá currado?”. En esa frase, medio en broma, se condensa la erosión moral que ha corroído el prestigio del mérito.
Las vacaciones en Mar del Plata, uno de los símbolos de la clase media argentina
La clase media argentina, dice Oliveto, es más que una franja estadística: es el corazón cultural del país. Y su mayor tragedia es que ya no se ve a sí misma. Se mira al espejo y duda. Ya no dice “soy clase media”. Dice: “Soy trabajadora”, “soy remadora”, “estoy sobreviviendo”, “soy pobreza intermitente”. Cuando cambia el lenguaje, cambia el lugar en el mundo.
Y sin embargo, la imagen resiste. Aunque haya sido golpeada, fragmentada, despreciada por un discurso político que la llamó “clase mierda” o “medio pelo”, la clase media aún pulsa en el imaginario nacional. Tal vez por inercia. Tal vez por fe. Tal vez porque, como dice Oliveto, es una luz que nunca se apaga del todo. Una esperanza realista que sobrevive a pesar de todo. O, justamente, por todo.
La memoria del “país bueno”
Alguna vez, Argentina fue un país bueno. No perfecto, no próspero, no milagroso. Bueno. En el sentido más elemental y difícil: un lugar donde se podía vivir sin miedo al abismo, sin la certeza de la pérdida, sin el escepticismo como único horizonte.
Jorge Fernández Díaz lo dice como se dice lo irreparable: “Alguna vez tuvimos una patria, y la perdimos”. Como si se hablara de un cuerpo amado que ya no está. En ese país había una clase media robusta, homogénea, orgullosa. Se celebraba un crédito hipotecario como una conquista moral. Se discutía en familia si las vacaciones iban a ser en la Costa Atlántica o en las sierras de Córdoba, no si iban a poder ser.
Guillermo Oliveto le pone números a la emoción: 4% de pobreza, un índice de desigualdad similar al de Francia o Alemania, una cohesión social rara en el continente. Pero eso es solo el andamiaje. Lo verdadero, lo que vuelve como una bruma, son los gestos cotidianos que construían identidad. El padre que planchaba su camisa blanca para ir a la oficina. La madre que acompañaba a los hijos a la escuela pública. El orgullo de tener libros en casa. El televisor nuevo, el walkman, la heladera. El ascenso era lento, pero era posible. Había una escalera. Hoy apenas quedan escombros.
Los hijos en la escuela público, uno de los símbolos que también fue perdiendo la clase media argentina
La nostalgia no es el pasado: es el dolor por la ausencia de sentido. En aquel país, el progreso era una narrativa compartida. No era un privilegio, era un deber. Se trabajaba para vivir mejor, sí, pero también para ser alguien. El esfuerzo tenía recompensa. Y la recompensa era mostrable, no vergonzante.
Hoy, cuando alguien mejora su situación, la pregunta es “¿qué currito se habrá armado?”. El éxito se volvió sospechoso. El mérito, un malentendido. “En la Argentina nadie hace la plata trabajando”, se repite como un mantra derrotado. Pero Oliveto insiste: esa frase define al país malo. No al real. No al que aún respira debajo de los escombros.
La distancia entre aquel país y este no es solo estadística. Es emocional. Es moral. En la conversación con Fernández Díaz, Oliveto recuerda que el guardapolvo blanco era algo más que un uniforme: era el símbolo de la homogeneidad inicial, de la posibilidad de empezar desde el mismo punto, sin importar cuánto había en la billetera familiar. Esa Argentina se pensaba como un proyecto de todos, no como una suma de fragmentos.
La clase media de entonces tenía conciencia de sí misma. Sabía que empujaba el país hacia arriba. Que si ella crecía, todos lo hacían. Esa conciencia se perdió. En su lugar quedó una percepción quebrada, entre el desencanto y la supervivencia. La nostalgia aparece no solo por lo que fue, sino por lo que alguna vez pareció natural y hoy suena delirante: una sociedad con valores compartidos, con premios merecidos, con futuro.
La mutación identitaria
Hay transformaciones que no se ven. No son visibles en las fotos, ni en los discursos, ni en las estadísticas. Pero están. Se filtran en el lenguaje, en la forma en que uno responde a la pregunta más sencilla y más íntima: “¿Quién sos?”.
Guillermo Oliveto lo llama con precisión clínica: una mutación genética. No en el cuerpo, sino en la cultura. En lo más hondo de la identidad argentina. Durante décadas, generaciones enteras se miraron al espejo y vieron a una persona de clase media. Aun en la pobreza material, aun sin crédito, sin obra social, sin casa propia. El imaginario era más fuerte que los hechos.
Hoy, eso se deshace. Un día alguien deja de decir “soy clase media”. No porque haya cambiado su ingreso, sino porque ha cambiado el modo en que se piensa. Aparecen nuevas palabras, nuevos nombres, nuevas autodefiniciones: “clase trabajadora”, “remadora”, “luchadora”. Todas tienen algo en común: el trabajo no es un medio para progresar, sino una forma de resistencia.
Peor aún es cuando no se dice nada. Cuando alguien responde con una mueca o un suspiro. O con una frase que se multiplica en las encuestas, en las entrevistas, en las charlas informales: “Depende del mes”. Hay meses en los que se es clase media. Y otros en los que no. Pobreza intermitente. Una expresión nueva, brutal, precisa. No designa un número, sino un modo de habitar la incertidumbre.
Esa mutación no solo es social. Es existencial. Cambia la forma en que una persona se relaciona con el tiempo, con el deseo, con el otro. La clase media histórica —dice Oliveto— soñaba hacia arriba y temía hacia abajo. Hacia arriba estaban los símbolos del progreso. Hacia abajo, el origen que no se quería repetir. Pero hoy ese abajo no está lejos. Está en la calle. Está en la mirada de alguien que rebusca entre residuos. Está en uno mismo, cuando llueve y no hay changa, o cuando la inflación se come lo que parecía seguro.
Mientas la clase media crece en el mundo, en la Argentina retrocede
Lo más inquietante es que la mutación ocurre en silencio. No hay anuncio. No hay frontera. Solo un desplazamiento lento, como si alguien se deslizara fuera de su propia historia sin notarlo. El espejo ya no devuelve la misma imagen. El lenguaje deja de alcanzar.
El INDEC habla de empleo, pero el 42% de los trabajos son informales. Hay trabajo, sí. Pero no hay estabilidad, ni previsibilidad, ni acceso real al crédito, ni certezas. Ser pobre no es solo no tener dinero. Es no poder proyectar. Es no saber si ese ingreso de hoy será ingreso mañana. Es vivir con el cuerpo tenso, como quien duerme al borde de una cornisa.
Esta nueva clase media —si todavía se puede llamar así— no comparte los códigos simbólicos de la anterior. Ya no hay orgullo en el consumo, ni prestigio en el esfuerzo, ni épica en la acumulación lenta. Solo hay un presente que se estira, se achica, se vuelve frágil. Y un futuro que no se dice.
La clase media como antídoto contra el autoritarismo
En la Argentina, hay algo que nunca termina de romperse. Una línea, una forma, una persistencia. No siempre está visible. A veces parece apenas un murmullo. Pero cuando todo parece desbordar —el poder, el miedo, la rabia— esa línea reaparece. Se llama clase media.
No como sector. Como barrera. Como límite moral. Como esa pared invisible que impide que lo impensable se vuelva cotidiano. Guillermo Oliveto lo dice con claridad: “Mientras tengamos clase media, no vamos a ser Venezuela”. No es una frase ideológica. Es una constatación antropológica. Un reflejo histórico. La clase media argentina, incluso herida, rota, desprestigiada, aún cumple una función: detener lo que podría devorarlo todo.
La propiedad privada no es solo un bien material. Es un símbolo. En la clase media, ese símbolo no se negocia. Porque lo que se tiene fue ganado. A fuerza de años, de cuotas, de renuncias. Un auto, una casa, una jubilación. Nada de eso es herencia: es trayecto. Por eso, cuando la política amenaza con avanzar sobre lo privado, se encuentra con un muro. El del orgullo, el del trabajo, el de la legitimidad.
Esa es la diferencia. El que hereda, puede ceder. El que construyó, defiende. A veces con voto, a veces con silencio, a veces con rechazo sordo. Pero defiende.
La clase media no es revolucionaria. Es centrista. Y en esa aparente tibieza reside su potencia. No pide todo. Pide orden, previsibilidad, libertad, educación. No quiere refundar el país: quiere que funcione. Pero cuando ve que eso está en riesgo, reacciona. Se planta. Se convierte —sin proclamarlo— en un actor político.
Por eso, dice Oliveto, el deterioro de la clase media no solo es económico: es institucional. Si ese colectivo desaparece como sujeto, lo que queda es la intemperie. Y en la intemperie, todo puede pasar. Desde el miedo, desde el hambre, desde la desesperación, surgen los extremos.
Hay momentos en los que el país se asoma al borde. Y en ese borde, no son los partidos, ni los tanques, ni las consignas lo que frena el salto. Es otra cosa. Una multitud silenciosa que paga sus impuestos, que educa a sus hijos, que se endeuda para seguir creyendo. No hay épica. No hay himno. Solo una lógica íntima: “Esto es mío, y no me lo vas a sacar”.
Esa es la trinchera real de la democracia. No está en los discursos, está en los hábitos. En la obstinación de seguir adelante. En la negativa a perder lo que se consiguió sin hacer ruido. En la dignidad de no querer nada más que lo justo.
Presente de ajuste, futuro en disputa
Durante 15 meses, la clase media resistió. No por convicción ideológica. No por entusiasmo. Resistió como quien cruza un invierno, sabiendo que al otro lado está su casa. Como quien camina con frío y hambre porque cree que alguien dejó la luz encendida.
Guillermo Oliveto lo dice sin adornos: “El año pasado fue el de la macroeconomía. El 2025 tendría que ser el de la micro”. La frase es simple. Lo que implica, no. Porque entre una y otra hay una espera cargada de cuerpo, de cuentas postergadas, de platos más pequeños, de decisiones suspendidas.
Las escuelas estuvieron cerradas durante varios meses durante la pandemia de covid-19. Foto: Maximiliano Luna
Hubo un corte. Un antes y un después. El dolor de la pandemia, el enojo con el Estado que cerró escuelas, que se metió con lo moral, que “rompió el pacto”. Después vino la decisión de romper con todo. Un voto que eligió a Javier Milei no desde la esperanza, sino desde el hartazgo. No porque prometiera un milagro, sino porque prometía un bisturí.
Y la clase media —acostumbrada a perder sin anestesia— aceptó. Supo que venía el ajuste. Sabía que iba a doler. “Pero esta vez lo elegimos nosotros”, repiten muchos. Esa es la diferencia con otras crisis. Esta tiene una narrativa propia: una épica silenciosa de la paciencia.
El 2024 fue brutal. Consumo en caída libre. Alimentos y bebidas: -14%. Construcción: -30%. Y aun así, el termómetro político no estalló. ¿Por qué? Porque, dice Oliveto, la gente aún cree que “esto nos va a sacar de acá”. Porque el pasado reciente fue peor que el presente hostil. Porque ahora hay un relato nuevo, y eso —en Argentina— siempre tiene valor.
Pero el tiempo empieza a pesar. Ya no alcanza con repetir “hay que esperar”. La esperanza no es un dogma. Es una energía limitada. Se gasta. Se consume. Y, sobre todo, se fragmenta.
En las encuestas, los índices de aprobación bajan. 60. 55. 47. 45. La curva no es una catástrofe. Es una advertencia. Una sociedad que aún cree, pero que empieza a mirar el reloj. ¿Cuándo me toca a mí? ¿Cuándo pasa algo en mi vida, en mi casa, en mi mesa?
La macro está en orden. La micro, no. Y en esa distancia habita el malestar sordo. Ese que no grita, pero no olvida. Ese que no milita, pero no perdona. Ese que acompaña hasta que deja de hacerlo, sin avisar.
Oliveto habla de un auto flamante que empieza a rayarse. De una esperanza que sigue, pero condicionada. La clase media no pide todo. Nunca lo hizo. Pide poder proyectar. Pide crédito. Trabajo en blanco. Un mínimo de estabilidad. Volver a soñar sin vergüenza. Volver a decir, sin ironía, que “si hacés las cosas bien, hay premio”.
El impacto de la tecnología y la hipertrofia del deseo
Nunca hubo tanto para mirar. Nunca fue tan difícil alcanzar algo. Guillermo Oliveto lo explica con una imagen inquietante: la tecnología no solo muestra lo que existe, sino lo que falta. No estimula el deseo: lo hipertrofia. Cada pantalla, cada red, cada algoritmo nos empuja hacia algo nuevo, inmediato, disponible… y fuera de alcance.
En la clase media, ese juego se vuelve cruel. Antes bastaba con imaginar. Con ver la heladera del vecino, el televisor del primo, las vacaciones del amigo. Hoy, el umbral del deseo es infinito. Se ve todo. Todo el tiempo. Lo lejano es íntimo. Lo inaccesible es cotidiano. Un joven de Laferrere puede seguir la vida de alguien en Oslo. Pero no puede comprarse unas zapatillas nuevas.
Cada pantalla, cada red, cada algoritmo nos empuja hacia algo nuevo, inmediato, disponible…y fuera de alcance. (Imagen Ilustrativa Infobae)
El deseo, dice Oliveto, ya no nace de la necesidad, sino de la exposición permanente. Y eso, en una sociedad que ya no puede sostener el consumo como símbolo de pertenencia, genera frustración. Silenciosa, corrosiva, constante.
En los ochenta, los íconos del progreso eran modestos y visibles: el walkman, la televisión color, el viaje a Mar del Plata. Había un límite claro. Y ese límite contenía. Todos sabían hasta dónde se podía llegar. Y si se llegaba un poco más lejos, era un logro.
Hoy, el límite desapareció. Todo es deseable. Nada es suficiente. Lo nuevo nace viejo. El celular de ayer ya fue superado. El algoritmo no permite descansar. Y el que no puede seguir el ritmo, se queda solo. O peor: invisible.
En ese escenario, la clase media se desdibuja. Porque ya no tiene nada claro que exhibir, ni marcas de ascenso que mostrar. El consumo ya no ordena. Divide. Clasifica. Excluye. No hay orgullo posible en la comparación permanente.
Antes, los bienes eran símbolos. Hoy, son señales de derrota. El que no tiene, siente que falla. Y el que tiene, siente que es poco. La lógica de los espejos digitales no es aspiracional. Es brutal.
Y, sin embargo, nunca hubo tanta clase media en el mundo. 50% de la población global. Una paradoja. En el momento en que el planeta produce más acceso, la Argentina retrocede. De 75% a 43%. Del orgullo a la duda. De la pertenencia al esfuerzo, a la supervivencia entre algoritmos.
La frustración no es una emoción. Es una estructura. Se construye. Se alimenta. Se viraliza. Y cuando se vuelve masiva, ya no es frustración. Es malestar. Y en el malestar, todo puede empezar de nuevo. Para bien o para mal.
Fuente: https://www.infobae.com/america/