El 30 de octubre de 1946, en una Buenos Aires aún marcada por los ecos de la posguerra, nació Horacio Fontova, el hijo de una estirpe donde el arte era más que un legado: era una obligación no escrita. Su padre, Horacio González Alisedo, de voz lírica y mirada severa, dirigía con autoridad el Teatro Argentino de La Plata. Su madre, María Fontova, pianista en gira perpetua, compartía escenario con su padre, León Fontova, un violinista de otra era. Y antes de todos ellos, el patriarca: Lleó Fontova, actor y dramaturgo catalán, inmortalizado en piedra en el Parque de la Ciudadela de Barcelona.
Parecía una cuna para el arte, pero el pequeño Horacio, apodado pronto “el Negro”, no se rindió ante la profecía familiar. No fue la música ni la actuación lo primero que abrazó. Fue el dibujo. Y con él, un inconformismo visceral, nato, que lo empujaba hacia lo diferente, lo marginal, lo que olía a libertad.
Se crió frente a la Plaza Lavalle, entre tribunales y teatros, escuchando los ecos de la ópera y el murmullo callejero del tango. Estudió en el Carlos Pellegrini, hizo el servicio militar y a los 18 años cortó el diálogo con su padre. “Dejé de hablarle a mi viejo desde los 18 hasta los 23 años, por su forma tan milica de educarme, pero nos reencontramos y fuimos grandes amigos hasta que él murió”, diría más tarde, en una de esas revelaciones que sólo llegan con la madurez y la herida.
Horacio Fontova conjugó todas las ramas del arte, y en todas se destacó
Su verdadera escuela fue la Belgrano de Bellas Artes, pero su salto al escenario vino desde otro borde: el de la contracultura. En Villa Gesell, tocaba la viola en un boliche llamado Pajarracos, a cambio de un plato caliente y un rincón para la bolsa de dormir. Hasta que un día pasaron “unos productores norteamericanos” rastreando hippies reales en las playas del verano. “Yo tenía trenzas largas… y bueno, entré”, resumiría con sorna años después. Así cayó en el casting de Hair, la ópera rock que había nacido del fuego.
Ocurrió en Estados Unidos, a mediados de los años 60. Dos mil jóvenes protestaban contra la Guerra de Vietnam, entre hogueras de libretas militares y danzas paganas al ritmo de una rabia pacifista. En medio de aquella bacanal de cuerpos desnudos, llamas y libertad, los escritores Gerome Ragni y James Rado sintieron que algo los poseía. Esa misma noche escribieron un poema febril. Así nació Hair. Se estrenó el 10 de septiembre de 1967, en el Biltmore Theater. Fue un terremoto.
El eco llegó hasta Buenos Aires. En 1970, Rubén Elena, un joven de 25 años, logró convencer a los autores de traer Hair al sur del continente. Negoció en Nueva York, regresó con el permiso y puso en marcha la maquinaria. Se reunió con Alejandro Romay, el todopoderoso de Canal 9, y con Daniel Tinayre. Ambos apostaron por el proyecto, aceptando una cláusula clave: el elenco debía estar formado por personas afines al movimiento hippie.
Horacio Fontova en Hair
Así fue como Fontova, el músico nómada de Gesell, ingresó al musical que sacudió a la dictadura cultural porteña. “Después iba a ser Herodes en Jesucristo Superstar, pero el día del estreno un comando de esos más papistas que el papa reventó el teatro. Y no quedó nada”, relataba sobre aquella noche de fuego y cenizas, el 5 de mayo de 1973, cuando el Teatro Argentino fue literalmente destruido en un atentado.
Antes de ese estallido, había conocido a Miguel Abuelo, a Rubén Rada, al mismísimo Padre Mugica, que asistía a los ensayos de Jesucristo Superstar con una sonrisa cómplice. “Le encantaba lo que hacíamos”, recordaría con emoción.
Y en los años anteriores, había deambulado por Plaza Francia, cuando la Recoleta era territorio de guitarras, pasto y visiones. Ahí compartió tardes con Tanguito, Pipo Lernoud, Miguel Abuelo. No eran leyendas todavía. Eran solo chicos. Buscaban lo mismo: otro mundo.
Horacio Fontova llegó incluso a cantar en la primera fecha del Pepsi Music 06
El Negro no nació con el micrófono en la mano, ni con la máscara del actor. Primero fue un niño callado que dibujaba. Luego, un joven que discutía con su padre y tocaba a cambio de comida. Más tarde, fue un soldado del arte que se negó a obedecer. Aquel fuego que lo convocó en Hair no se apagó nunca.
Una noche de diciembre de 1979, en el teatro Margarita Xirgu, ocurrió algo que ni los más devotos fanáticos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota podrían haber imaginado. El Indio Solari no llegó. Y fue entonces que Guillermo Beilinson, hermano del mítico Skay, giró la cabeza hacia ese telonero que había abierto la velada junto a La Foca, y le dijo: “Subí vos”. Fontova obedeció.
“¿Qué te puedo decir? Fue alucinante, cantar con Los Redondos”, recordaría décadas después, en el documental El alucinante viaje de Patricio Rey. Fue una noche. Un instante. Pero también una señal: había encontrado finalmente su lenguaje. Y ese lenguaje era la música.
Horacio Fontova con Los Redondos
No fue su única aventura, claro. Pasó por Patada de Mosca, el Dúo Nagual junto a Alejandro de Raco en Venezuela, y el trío Expreso Zambomba, bautizado nada menos que por Luis Alberto Spinetta. En todos ellos, Fontova era más que un músico: era un agitador sonoro, un bufón lúcido, un trovador de la ironía. Fundó bandas con nombres tan característicos como: Fontova Trío, Fontova y sus Sobrinos, Fontova y los Tíos, Fontovarios. Su mapa era un caleidoscopio de ritmos y palabras.
El debut discográfico llegó en 1982. Desde el primer acorde, rompió con todo encasillamiento. En sus canciones convivían el rock & roll, el blues, la salsa, el folclore, y ese humor que nunca fue adorno, sino nervio central. Con su banda Fontova y sus Sobrinos, impuso una sonoridad que por momentos parecía tropical y burlona, para luego hundirse en la raíz telúrica con una gravedad inesperada.
En los años 80, recorrió el país. En 1985, junto al inclasificable Leo Maslíah, ofreció un recital en el Estadio Obras: Maslíah–Fontova: Bienvenidos a la Argentina. Dos años después, volvió al mismo escenario con el uruguayo Rubén Rada, en una serie de conciertos que titularon Oscura Pareja.
Horacio Fontova – Me siento bien
En 1988, su sexto disco, Fontova Presidente, estalló en un Obras repleto. Pero no fue sólo la música lo que lo lanzó al estrellato: fue el humor. La televisión, a la que tanto había resistido por considerarla “muy careta”, terminó seduciéndolo. Y lo hizo de la mano de Jorge Guinzburg.
El primer encuentro fue en el set de La Noticia Rebelde. El cantante asistía como invitado, pero se marchó de ahí con una nueva amistad y un futuro proyecto. “Con el petiso tuvimos un amor a primera vista”, solía decir, sin eufemismos. Guinzburg lo invitó a hacer algo juntos, pero el protagonista de nuestra historia dudó porque la TV, para él, seguía siendo el bastión del conservadurismo. Pero terminó cediendo. Y nació Peor es Nada.
Allí emergió Sonia Braguetti, una figura a medio camino entre la murga, el carnaval porteño y la crítica social más afilada. “Sonia Braguetti era un viejo personaje que llevé al programa. Lo tomé de la época de los carnavales del centro. Había negros, villeros, sin dientes, vestidos de mujer, barbudos con turbantes con globos como tetas… No eran trans. Eran paganos”, explicó alguna vez. Sonia fue irrepetible. Ganó un Martín Fierro como revelación y otro como mejor labor cómica masculina. Pero fue más que un disfraz. Fue una trinchera.
Horacio Fontova en Peor es nada
En Peor es Nada, Fontova también fue Juan Pérez, el argentino eterno que soñaba con vivir en el Primer Mundo, y Tobul, el adivino delirante que “leía” el destino de la nación en sus bolas de cristal. Todo tenía el perfume de lo absurdo y la precisión de la sátira.
Además, fue el autor de la pegadiza cortina musical Me siento bien, que años después se usaría incluso en una publicidad de medicamentos. Él lo sabía: su arte se colaba por todas partes.
Pero la dupla dorada no fue eterna. En 1994, Fontova decidió alejarse del programa. “Quiero hacer un poco mi camino. Ya volverá aquel día en que la vieja pareja se reunirá…”, declaró con esperanza. En 2001, Peor es Nada volvió a la pantalla, pero sin él. Lo acompañaron Elizabeth Vernaci y Laura Oliva, pero la magia ya no era la misma.
El 12 de marzo de 2008, Jorge Guinzburg murió por una infección pulmonar. El regreso, entonces, se volvió imposible. “Con él éramos amigos mucho antes de Peor es Nada”, confesó Fontova en una entrevista con Baby Etchecopar. Aclaró que tuvo ofertas para resucitar a Sonia, pero nunca aceptó. “Sonia murió con Guinzburg”, dijo. Y lo dijo en serio.
Una foto histórica, durante un show de “Fontova y sus Sobrinos” en Obras, en 1985, junto a Charly García, Fito Páez y Andrés Calamaro, entre otros
En 1998, todavía con la llama viva del humor más corrosivo, creó y protagonizó el programa Delicatessen, junto a Diego Capusotto, Fabio Alberti y otros iconoclastas. Fue la última gran incursión televisiva. Luego, volvió al primer amor: la música.
Ese mismo año, se separó de la mujer que estuvo a su lado desde 1986, Claudia Fontán. Se conocieron cuando ella tenía 19 años y él 35, durante unas vacaciones en Villa Gesell. A los pocos días de comenzar a salir, Fontova la bautizó como “La Gunda”, el sobrenombre que ella lleva hasta el día de hoy, por un cartel que había en una casa de fotografía de la localidad balnearia.
Su última pareja fue Gabriela Martínez Campos, a quien el artista le llevaba dos décadas. Estuvieron juntos durante 21 años, y se vieron por primera vez cuando ella y una amiga estaban conversando en un bar y él se metió en la charla. “Era un negrito entrador”, lo describió en una entrevista quien fue, además, su manager, y lo acompañó hasta el final de su vida.
En sus últimos años, aunque de vez en cuando subía a escena o aparecía en alguna película o en la pantalla chica, como esa participación en 22, el loco, Fontova entendía que su verdadero escenario era el del país entero. Con su guitarra, su ironía filosa y su ternura escondida, siguió viajando.
Y lo hizo siempre con una sonrisa que era, al mismo tiempo, una burla y una caricia. Una trinchera y un poema.
Un juglar protagonista de una escena cultural que cruzó el under, la televisión y la contracultura con talento, humor y un espíritu incendiario que murió el 20 de abril de 2020.