La guerra de aranceles es, por ahora, una etapa nueva del enfrentamiento entre Estados Unidos y China. Es un enfrentamiento por la hegemonía mundial entre una potencia que está en la cumbre desde hace un siglo, y cuya economía afronta dificultades que se agudizan, mientras que su rival ha experimentado en poco más de veinte años el desarrollo más vertiginoso de la historia.
El poder, habitualmente, se delimita en una guerra. No necesariamente en una conflagración catastrófica, como lo fueron las dos grandes guerras del siglo XX, pero los recursos económicos, la tecnología, la expansión cultural son otras armas que permiten a una potencia expandir el control sobre regiones, continentes y, de ser posible, todo el planeta.
Por supuesto, las exhibiciones de poder, y especialmente, la disponibilidad de armamento moderno y en cantidad suficiente para atacar, disuadir o proteger, son determinantes.
Ahora bien, la guerra comercial puede conmover al mundo entero como ocurrió en la última semana, cuando Donald Trump decidió apelar a una batería de aranceles en gran escala, donde quedó claro que sus enemigos están en el Pacífico (y logró que varias potencias emergentes que desconfían de China acortaran distancias con Xi Jinping); pero también se evidenció que en la mirada del presidente, su bastión debe poner bajo su tutela a México y Canadá, apropiarse de Groenlandia y recuperar el control del canal de Panamá. Es decir, la restauración histórica de los EE. UU. consistiría en aislar al país dentro de una fortaleza tributaria, con una economía cerrada. Al país, quizá, más poderoso de la historia, que supo moldear con estrategias solidarias y enarbolando valores occidentales, una férrea alianza con Europa, la Organización Mundial de Comercio y la OTAN, además de garantizar a través de la ONU un espacio de resolución.
El prestigioso analista de The New York Times, Thomas Friedman Interpretó la semana pasada: “Confiando solo en sus instintos, Trump acaba de apostar la casa” y admite, en ese artículo, que “lo que más aterrador me resulta es que parece estar confiando en que puede trastocar radicalmente el modo de funcionamiento de las instituciones y la relación del país con sus aliados y adversarios… Algo así como que EEUU será más fuerte y poderoso, el resto del mundo simplemente se adaptará…”
A su vez, el académico argentino Juan Gabriel Tokatlian publicó, en la Universidad Di Tella, un minucioso análisis donde define al EE. UU. de Trump como un país que abandona la defensa de un orden mundial fraguado durante un siglo para convertirse en una potencia expansionista, decididamente revisionista, dispuesta a asociarse solo con los que se supediten a fortalecerla.
“La idea del ensanchamiento de la democracia ha sido reemplazada por el fomento de la Internacional Reaccionaria, de la cual Trump es el tótem”, advierte.
El primer embate arancelario parece haber sido, por ahora, una bravata de Trump, que retrocedió mucho antes de lo esperado cuando registró que las bolsas norteamericanas perdieron seis billones de dólares en cuatro días. Y, probablemente, también va a aflojar la tensión con China, cuando el aumento de los precios de importaciones industriales que su país no puede reemplazar agudice el estado interno de estanflación (recesión con inflación).
La economía de los Estados Unidos ha perdido influencia, el país está endeudado y, además, Japón, un país afectado por el “arancelazo”, y China, manejan cada uno más de US$ 750 mil millones en bonos del Tesoro. Suficiente poder como para moderar los impulsos y apelar a la prudencia política.
Hablar de guerra en estos tiempos es estremecedor, pero no es descabellado. Y los líderes de la Internacional Reaccionaria, incluidos los de nuestro país, deberían darse cuenta de que no es momento de jugar con fuego.