Ahora es una pieza de museo. Peor, un cachivache pesado como un tren, con un aspecto fiero y hostil, extraño y misterioso, como un desangelado animal prehistórico resignado a su destino inevitable de fósil. Un télex. Nadie sabe hoy qué fue un télex: fue la gloria, un adelanto de la tecnología en la comunicación. El cachivache del museo, en alguno debe estar, fue bautizado como “teléfono rojo”, cuando como era fácil advertir, no era ni un teléfono ni era rojo. Pero fue diseñado y puesto en funcionamiento para evitar una guerra nuclear. Nada menos.
Hace sesenta y dos años, en abril de 1963 y en medio de sus desencuentros provocados por la Guerra Fría, que como el teléfono rojo ni fue guerra ni fue fría, Estados Unidos y la URSS decidieron estar en contacto permanente ante cualquier inminente drama que pudiera sacudir los cimientos del mundo. Era una especie de pacto de caballeros, a su modo lo eran, entre el presidente americano, John Fitzgerald Kennedy y el primer ministro de la Unión Soviética, Nikita Khruschev. Los dos se habían quemado mucho con leche y no querían ver a una vaca ni cerca. Entonces recurrieron al télex.
El hoy cachivache era, para decirlo breve y claro si es posible, una máquina de escribir que permitía a un señor en la Casa Blanca escribir un texto y que ese texto saliera escrito en otra máquina similar instalada en una oficina del Kremlin. Más claro: el télex fue el WhatsApp de la prehistoria. Se usaba mucho en el periodismo. Los corresponsales extranjeros enviaban sus textos a diarios y revistas por télex; los enviados especiales a cualquier parte del mundo, también; la joyita de la técnica de hace seis décadas ofrecía más cosas: el texto que el periodista escribía, quedaba grabado en una estrecha cinta de un fino y resistente papel, perforada según fuesen los caracteres que se tecleaban. Luego, esa cinta era colocada en el mismo mágico aparato que la había perforado, y era reproducida en el télex que recibía el texto, a miles de kilómetros de distancia.
El cachivache se usaba en los medios de comunicación, las bolsas de valores, las empresas y en donde los consideraran útiles. Y lo eran. Nunca había sido usado entre un país y otro, de alguna manera enemigos, o adversarios, o rivales, o mal dispuestos como eran en esos años Estados Unidos y la URSS. La leche hirviendo con la que Kennedy y Khruschev se habían quemado, ambos quedaron con ampollas a la vista, se llamó “crisis de los misiles”. Entre septiembre y octubre de 1962, la Unión Soviética instaló en Cuba varios emplazamientos misilísticos, con capacidad de transportar ojivas nucleares: todos apuntaban a Estados Unidos. Los misiles podían llegar hasta más allá de Washington, hasta más allá de Los Ángeles, hasta más allá de Miami y, hacia abajo, hasta más allá de Lima, Perú.
El encuentro de John Fitzgerald Kennedy y el primer ministro de la Unión Soviética, Nikita Khruschev en junio de 1961, en Viena, Austria, un año antes de la “crisis de los misiles”
La intención de Khruschev no era apuntar hacia abajo, era apuntar hacia arriba. En abril de 1961, Estados Unidos había amparado, financiado, entrenado y consentido una invasión a Cuba por parte de un ejército mercenario, entrenado en la Nicaragua que entonces lideraba Anastasio Somoza. Fidel Castro, líder de la Revolución Cubana, que todavía no se había declarado marxista leninista, estaba al tanto de la invasión y la rechazó: los invasores se mandaron sus grandes chambonadas también, los que no murieron cayeron presos, fue un escándalo mundial del que Kennedy asumió toda la culpa: la tenía. Khruschev, que tenía sus ojos puestos en capturar para la URSS la Berlín dividida después de la Segunda Guerra, instaló sus misiles en Cuba para “defender” la isla de otra agresión.
Nadie creyó su argumento. En octubre de 1961, aviones espías U-2 de Estados Unidos fotografiaron los misiles cubanos, que eran rusos, y el mundo vivió trece días al borde de un enfrentamiento nuclear: es una historia extraordinaria que no será contada en estas líneas, pero estuvimos a un pelo de volar todos por el aire. El gobierno de Estados Unidos, dividido entre “halcones” y “palomas”, llegó a plantear “borrar a Cuba de la faz de la Tierra” con el uso de armas nucleares. Sólo la cautela de Kennedy, la visión de unos pocos “halcones” que a lo largo de trece días de octubre tornaron a ser “palomas” y la habilidad a la rusa de Khruschev, que también lidiaba son sus halcones y sus palomas, evitaron la guerra.
Como consecuencia de esa crisis, Estados Unidos decidió instalar una línea directa con la URSS, una posibilidad de diálogo cara a cara sin verse con Khruschev y eliminar los engorrosos trámites de la comunicación oficial trastornada por la burocracia diplomática y la mala intención de los organismos de inteligencia: unos y otros habían dado muestra de una peligrosa tendencia a la demora y a la ineficacia en los momentos claves de la crisis cubana. Así nació el teléfono rojo, con la huella de los misiles atómicos marcada en el orillo.
Durante esos días tremendos en los que la suerte del mundo pendió de un hilo muy finito, las comunicaciones, todas, incluidas las más trascendentales, circulaban por telégrafo. Por supuesto, eran mensajes cifrados, en clave, que tenían que ser decodificados en destino y, luego, traducidos y recién entonces enviados a su destinatario. Ejemplo: Kennedy quería comunicarle algo a Khruschev. Se enviaba entonces un cable cifrado a la Embajada americana en Moscú. Allí se decodificaba el mensaje, luego se traducía al ruso y, por fin, se enviaba al Kremlin. El mismo procedimiento, inverso, seguían los mensajes de los soviéticos a la Casa Blanca.
Ocho meses después del fin de la Crisis de los Misiles en Cuba, el 20 de junio de 1963, la URSS y Estados Unidos firmaron en la sede de Naciones Unidas en Ginebra, un “Memorándum de Entendimiento para el Establecimiento de una Línea Directa de Comunicaciones”
La crisis de los misiles demostró que la energía atómica iba mucho más rápido que las comunicaciones. Tanto fue así, que en los momentos claves de la crisis, los hermanos Kennedy, Robert era el procurador general, ministro de Justicia del gobierno de su hermano, recurrió a un espía soviético Georgi Bolshakov que figuraba como director de una revista que se editaba en Washington y que ponía de relieve los logros de la URSS. Pero era un coronel de contrainteligencia soviética, y todos lo sabían, con un jefe en Moscú: Aleksei Adzhubei que, oh casualidad, era yerno de Khruschev. Las comunicaciones entre la Casa Blanca y el Kremlin viajaban así más veloces.
En aquellos días de octubre de 1962, con la amenaza de un enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y la URSS, Robert Kennedy fue a ver al embajador soviético Anatoly Dobrynin para implorarle un urgente acuerdo con Khruschev porque su hermano el presidente corría el riesgo de ser derrocado y asesinado por las fuerzas armadas americanas. Dobrynin elaboró de inmediato un cable, cifrado con columnas de números y lo envió “urgente” a Moscú. En sus fantásticas memorias, Dobrynin recuerda que siguió el procedimiento habitual: convocó a la embajada a la Western Union para que transmitiera aquel intríngulis de números a Moscú. Respondió al llamado el mismo muchacho negro, en bicicleta, que el embajador conocía por haberlo visto muchas otras veces antes. Y lo vio partir, mientras impulsaba los pedales con energía y con el cable vital en su gastada cartera de cuero, y pensó: “Como ese muchacho pase por la casa de su novia a darse unos besos, podemos volar todos por el aire”.
La propuesta de Khruschev de acordar con Estados Unidos, retiro de misiles por parte de la URSS y compromiso de Estados Unidos de no invadir Cuba, esa fue la base del pacto, también luchó contra la lentitud de las comunicaciones. La noche del sábado 27 de octubre al domingo 28, cuando ya se planeaba la evacuación de Washington de todo el gobierno y sus familias, cuando el secretario de Defensa, Robert McNamara salió a la estrellada noche otoñal y pensó que jamás volvería a ver una igual, Khruschev envió un mensaje crucial a la Casa Blanca: instaba y proponía poner fin al conflicto de los misiles en Cuba. Khruschev también sabía que las comunicaciones iban lentas. Recuerda Dobrynin: “Como el Kremlin creía que había un plazo fijo y el resultado de la crisis dependía de su contestación, Khruschev no sólo me envió una respuesta urgente como cable cifrado y envió un duplicado a la embajada norteamericana en Moscú, sino que dio instrucciones de que el texto fuese transmitido de inmediato, en inglés, por radio Moscú. A toda velocidad, entre los aullidos de las sirenas, una caravana de automóviles encabezada por el ayudante de Khruschev partió a toda velocidad de la dacha del premier, hasta la estación de radio. Yo mismo me enteré por esa transmisión de cuál era la respuesta completa de Khruschev, y no por el cable con el texto, que llegó a la embajada en Washington dos horas después por vía de la Western Union”.
Kennedy y Khruschev decidieron que era muy conveniente establecer lazos personales; se habían visto una sola vez, en Viena, en 1961, y ya no volvieron a verse nunca más. Pero el diálogo inmediato que aseguraba el “teléfono rojo” les garantizaba inmediatez y seguridad. Lo de inmediatez tenía también sus bemoles. La “línea directa” Kennedy-Khruschev-Kennedy iba a correr a través de un cable submarino desde Washington a Londres, de Londres a Copenhague, de allí a Estocolmo, luego a Helsinki y, por fin a Moscú. Y viceversa. Más un enlace de radio Washington-Tánger-Moscú que serviría de reserva y como coordinador de las operaciones de la línea principal.
John Fitzgerald Kennedy y Nikita Khruschev en Viena. Ninguno de los dos usaron el conocido “teléfono rojo”
Kennedy se quitaba también de encima, o pensó que se quitaba de encima, un temor que jaqueó los años de su breve gobierno: que estallara una guerra nuclear por accidente, por tontería o por error. Cuando asumió la presidencia, en enero de 1961, llegó a la Casa Blanca con un libro bajo el brazo: The Guns of August (Los Cañones de Agosto), de Bárbara Tuchman, que desgranaba los treinta y un días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial, que según los vaticinios hechos en los salones del imperio austro-húngaro, mientras sonaba Strauss, iba a durar quince días. Kennedy repartió el libro a cada uno de sus principales colaboradores. Y aun así, la crisis de los misiles cubanos lo había puesto en el filo de una guerra nuclear.
Después de los papeleos y preparativos de abril, el 10 de junio de 1963 Kennedy dio un fantástico discurso en la American University de Washington, un discurso del que no estaban enterados ni el Departamento de Estado, ni la CIA, no los jefes militares, en el que llamó a poner fin a la Guerra Fría, a prohibir los experimentos nucleares en la atmósfera y a rediseñar las relaciones con la Unión Soviética. Quién sabe si, con ese discurso, no estampó su firma en su condena a muerte. Diez días después, el 20 de junio, Estados Unidos y la URSS firmaron en la sede de las Naciones Unidas un “Memorándum de Entendimiento para el Establecimiento de una Línea Directa de Comunicaciones”. Era el “teléfono rojo”.
El 30 de agosto de 1963, el teléfono rojo funcionó por primera vez. Era un mensaje, críptico, absurdo, que llegaba a Moscú desde Washington. Los soviéticos no entendieron nada, pensaron en una broma o, peor, en una velada amenaza, peligro o reto. Decía: ‘The quick brown fox jumped over the lazy dog’s back 1234567890′ (Un zorro veloz y marrón saltó sobre el lomo de un perro haragán 1234567890). No era nada de lo sospechado, ni siquiera era una broma: era la frase que contiene todas las letras y números del abecedario y que había servido como prueba para hacer prácticas con las máquinas de escribir desde 1885.
Kennedy y Khruschev no usaron nunca el teléfono rojo. Kennedy fue asesinado menos de tres meses después de que “The quick Brown…” hubiese sido enviado a Moscú, y Khruschev fue barrido del poder en 1964. Sí fue usado en cambio cuando el asesinato de Kennedy, en noviembre de 1963, durante la Guerra de los Seis días entre Israel y Egipto en 1967, durante la guerra entre India y Pakistán de 1971, cuando la Guerra del Yom Kippur entre Egipto e Israel en 1973, durante la intervención de Turquía en Chipre en 1974, cuando la invasión soviética a Afganistán de 1979, en los meses de 1980 en los que pareció inminente una invasión soviética a Polonia, cuando el surgimiento de “Solidaridad”, la organización sindical y política enfrentada al comunismo que comandaba Lech Walesa, durante la invasión de Israel al Líbano en1982, durante la primera Guerra del Golfo en 1991, en 2001 cuando los atentados al World Trade Center de Nueva York y, en 2003, durante la Guerra de Irak.
Kennedy no pudo usar el teléfono rojo en vida, pero sí fue usado por su asesinato en Dallas
Para 1971 ya todo había cambiado mucho. El 30 de septiembre de ese año, el “teléfono rojo” pasó a ser satelital con dos canales de comunicación, y dejó muy atrás a la bicicleta del chico negro de la Western Union. En mayo de 1983 el télex pasó al archivo y el teléfono rojo pasó a ser un fax: fue vital en los años en los que el líder soviético Mikhail Gorbachov lanzó su “perestroika” y su “glasnot” (reestructuración de la economía y transparencia) el primero de los pasos que llevaron a la caída del comunismo en 1991. Por fin, el teléfono fue teléfono y no rojo, un color que no fue elegido por que estaba relacionado con el comunismo, sino que pretendía simbolizar la urgencia, los asuntos que quemaban. George Bush padre habló varias veces con Gorbachov durante aquellos años y durante la Primera Guerra del Golfo, la invasión de Irak a Kuwait, y durante los meses que precedieron a la caída de la URSS en diciembre de 1991.
El diálogo entre las grandes potencias tiene hoy visos de digital. En 2016, el presidente Barak Obama usó el correo electrónico para advertirle a su par ruso, Vladimir Putin, que no interviniese en las elecciones presidenciales, después de que “hackers” rusos filtraran los correos electrónicos de la candidata demócrata Hillary Clinton, rival de Donald Trump, que terminó por ganar las elecciones.
Del legendario “teléfono rojo” ya no queda nada. El viejo télex, cuesta abajo en su rodada, rumia su destino de fósil entre la gloria de haber sido y el dolor de ya no ser. El presidente de Estados Unidos y el de Rusia hablan ahora por teléfono directo: línea Casa Blanca-Kremlin o, en el mejor de los casos, celular de Donald Trump a celular de Vladimir Putin, aparatos seguros, provistos de inhibidores satelitales de rastreo, encriptación de voz, piscina y comedor. Lo que se dicen, Dios lo sabe. Antes, el viejo télex dejaba registro para la historia. Hoy, para la historia no queda nada.
Trump habló con Putin ni bien asumió su segunda presidencia, en enero pasado: sobre la mesa estuvo la guerra en Ucrania y cómo ponerle fin. ¿Qué se sabe de la conversación entre ambos? Lo que dijo Trump: que fue “larga y altamente productiva”. Trump escribió esa vaguedad tremenda en la red social de la que es dueño Elon Musk, que es “empleado especial de la administración”, y algo más que un consejero, asesor, sombra negra, figura de hierro del presidente: eso está muy de moda en estos días. Por primera vez en la historia, la tecnología de la comunicación avanza al mismo paso que la tecnología de las armas y de la guerra.
Hace seis décadas, en inferioridad de condiciones, un télex se puso en guardia para que no estallara por azar, por impericia o por mala uva una guerra nuclear. Esta vez el final queda abierto, como en las mejores películas de suspenso.