Hoy, hace 43 años, tres soldados argentinos morían en el primer intento militar por recuperar el ejercicio de la soberanía del país en las Islas Malvinas.
Un millar de compatriotas, de diversos grados perderían la vida hasta el 14 de junio de ese año, 1982. La derrota, desde el punto de vista militar, era previsible. Gran Bretaña superaba ampliamente a la Argentina en poder de fuego, experiencia estratégica y peso internacional. El mito de David y Goliath, en este caso no se cumplió. La destreza y el ingenio de los pilotos compensó muchas deficiencias y el heroísmo de los combatientes, en las islas y en la costa continental, ganaron un lugar eterno y privilegiado en el corazón de los argentinos.
Fue un bautismo de fuego para todos nosotros. El hundimiento del crucero General Belgrano, un símbolo del dolor que aún perdura.
La guerra no era ni es el camino para recuperar las islas. La decisión adoptada en aquel momento muestra la ausencia de una correcta evaluación del escenario internacional y los equilibrios de fuerzas e intereses.
La OEA y los demás estados americanos no iban a materializar nunca el apoyo material, más allá del acompañamiento discursivo. Era inimaginable una guerra en el Atlántico cuando el enemigo de Occidente, en aquel entonces, era La Unión Soviética. Y solo una mirada ingenua podía suponer que Los EE. UU. iban a romper su alianza histórica para involucrarse en uno de tantos focos de conflicto por cuestiones de soberanía y de antiguos coloniajes aún vigentes en el mundo.
La convicción argentina acerca de los derechos soberanos en el Atlántico Sur, y los pliegos de pruebas que esgrimen en el escenario internacional es absoluta. Pero no basta.
Las Islas Malvinas están a 550 km de la costa patagónica a la altura de Río Gallegos y a 13.300 kilómetros de Londres. Quedaron bajo jurisdicción de España desde el Tratado de Tordesillas de 1494. La soberanía española fue ratificada a través de diversos tratados, ratificados por España, Inglaterra y Francia. Esa situación se mantuvo después de la Revolución de Mayo, hasta el 3 de enero de 1833, cuando Inglaterra invadió las islas y desalojó a las autoridades criollas.
La historia y la geografía nos dan la razón. Pero el poder de las naciones es fáctico. No necesariamente se rige por el derecho. Y las formas más razonables son las de la diplomacia.
Para asumir nuestros límites, basta pensar en la invasión de Rusia a Ucrania y en las consecuencias que esa guerra tiene en todo Europa; en la presión de China sobre Taiwan o las pretensiones expansionistas de Donald Trump hacia Canadá, Groenlandia. Panamá y el Golfo de México.
Pero también, y es muy importante, asumir lo que nos cabe hacer como nación. En primer lugar, buscar un fortalecimiento de la solidaridad regional sudamericana, a partir de intereses comunes y estrategias compartidas. Hacia adentro, construir nuestro desarrollo federal y vislumbrar el valor estratégico del Atlántico sur, hoy depredado por la piratería pesquera frente a nuestros ojos..
El ejercicio de la soberanía requiere un pleno control territorial por parte de las autoridades constitucionales, y en esto, con una economía en negro como la nuestra (estimulada muchas veces por la política) el atraso es gigantesco. No es lo mismo producir acero que chupetines. No es lo mismo una economía de subsistencia que un país desarrollado y a la altura del S. XXI.
La recuperación plena del concepto de soberanía, sin folclore y con compromiso político, será el verdadero homenaje a los combatientes del Atlántico sur y la posibilidad del rescatar, alguna vez, “la perdida perla austral”.