No había asumido la presidencia de los Estados Unidos y Donald Trump ya se atribuía el mérito del cese del fuego y de la liberación de rehenes en Gaza. Quizás lo fuera. Por otro lado, en campaña, varias veces dijo que si la guerra en Ucrania no terminaba antes de que él asumiera; “se encargaría de terminarla en veinticuatro horas”. Las veinticuatro horas ya pasaron, pero imagino que debe haber sido una expresión figurada; no literal.
Sin abandonar su beligerancia cotidiana, en su propia red social, “Truth Social” -propiedad del conglomerado Trump Media & Technology Group (TMTG)-, Trump dijo que tiene “amor” por el pueblo ruso y aseguró tener una “buena relación” con Putin. Pero a continuación le dijo: “íDetenga esta ridícula guerra!”.
Siguiendo esta danza diplomática sutil como la de dos osos bailando un vals, la advertencia fue respondida por el embajador adjunto de Rusia ante la ONU, Dimitri Polyanskiy, quien dijo que el Kremlin necesitaría saber qué “acuerdo” deseaba Trump para detener la guerra antes de que Moscú lo pueda aceptar. “No es simplemente la cuestión de poner fin a la guerra”, le dijo Polyanskiy a Reuters. “Es ante todo la cuestión de abordar las causas profundas de la crisis ucraniana”. Y luego agregó: “Él (Trump) no es responsable de lo que Estados Unidos ha estado haciendo en Ucrania desde 2014 armándolo para la guerra contra nosotros, pero ahora sí está en su poder detener esta política maliciosa”.
Por su parte, Trump levantó la apuesta afirmando que Rusia sería sujeta a “altos niveles de impuestos, aranceles y sanciones”. A decir verdad, no queda nada claro qué otras restricciones y sanciones podría imponer Trump; Rusia es el país más sancionado del mundo y hay muy pocas entidades o sectores no sujetos a restricciones estadounidenses y de países de Europa.
Restricciones que Rusia ha logrado eludir por medio de “países amigos” pertenecientes a la Unión Económica Euroasiática; principalmente Armenia y Kirguistán. Por otro lado, otros países postsoviéticos, incluso de Asia Central, están abandonando sus políticas “multi-vectoriales” y se están dejando seducir por los enormes beneficios económicos que les genera ayudar a Moscú. Eso sin mencionar las “asociaciones estratégicas” de Rusia con China, Irán, India y Corea del Norte que también le permiten eludir sanciones y restricciones.
En lo personal, creo que el fin de la guerra en Ucrania está próximo. Sólo dependerá de cuánto territorio ucraniano se le permitirá anexar a Putin. Sin embargo, superada la guerra -si se supera la guerra-; Rusia enfrentará otros desafíos existenciales. Un colapso demográfico en ciernes; una economía atrasada, estancada y no competitiva que se encuentra al borde del quiebre; además del derretimiento parcial o total de la capa de permafrost de su extensa tundra con los enormes problemas de infraestructura que esto provocará.
Sin embargo, ninguno de estos desafíos le importa demasiado a Putin que enfrenta su drama personal más profundo y otra potencial crisis existencial para Rusia como país: su sucesión.
Un Zar eterno sin sucesor
El problema de Putin es que su modelo de gobierno no tiene mecanismo de sucesión. No hay un partido político gobernante real; y “Rusia Unida” no es más que una máquina electoral creada sólo a este fin. No hay instituciones independientes y el sistema judicial, la legislatura y los medios de comunicación están subordinados a él. Ni siquiera hay un Politburó, como en la época de la Unión Soviética. Así, Rusia conforma un sistema cerrado que, para mantener todo cohesionado, depende de un único hombre, de su férreo círculo de socios en los negocios y del aparato de seguridad más temible del mundo, la FSB, que comanda con puño de hierro.
Stephen Kotkin, historiador de Rusia en la Universidad de Stanford, describe al régimen de Putin -similar a los que se encuentran en Corea del Norte, Siria y otras dictaduras modernas-, como un “personalismo despótico”. “Cuando el líder muere o pierde su capacidad de gobernar, los sistemas personalistas tienden a enfrentar un colapso porque están organizados en torno a una sola persona”; afirma Kotkin. Y, a medida que Putin envejece sin nombrar a su sucesor, las preguntas sobre el futuro de Rusia después de él se vuelven más urgentes.
un traspaso de poder fluido. Pero es el propio Putin quien parece reacio a nombrar a un sucesor, quizás porque teme que un heredero pueda desafiarlo antes de que él decida retirarse.
Otra posibilidad es un colapso; sea por su muerte repentina o por una crisis económica o social explosiva que se vuelva inmanejable. En este escenario, Rusia podría fragmentarse, con diferentes regiones y facciones luchando por hacerse del control. Aun cuando parece improbable, la falta de instituciones fuertes y la dependencia de Putin como figura central, hacen que el escenario no pueda ser descartado.
Un tercer escenario es un conflicto interno. Si Putin muere sin nombrar un sucesor, las luchas de poder entre las facciones dentro del Kremlin podrían llevar a un enfrentamiento entre “facciones amigas”. Sin significar un colapso total; podría desestabilizar al país y llevar a una reorganización caótica del poder con resultados impredecibles.
Un cuarto escenario es una reforma limitada del sistema. Esto podría ser impulsado por un sucesor que busque preservar el régimen, pero con algunos cambios para adaptarlo a la nueva realidad global; suavizando las aristas más controversiales del régimen hacia adentro y hacia afuera. Potenciales reformas que podrían incluir una apertura parcial de la economía o algunas concesiones políticas menores diseñadas para apaciguar el descontento público; sin abandonar la estructura autoritaria del régimen.
Por último, cabe la posibilidad de un cambio sistémico en el que Rusia evolucione hacia un modelo político descentralizado más democrático. Este escenario es el menos probable dadas la cultura y la historia rusa; así como la falta de una oposición política relevante y organizada. Sin embargo, no es imposible, en especial si ocurriera un colapso del sistema.
Cada uno de estos cinco escenarios implican riesgos. La continuidad podría significar más represión, estancamiento económico, aislamiento internacional y continuidad del statu-quo. El colapso podría desatar conflictos regionales y una crisis humanitaria inimaginable; creando un vacío de poder en un país con un arsenal nuclear masivo. El conflicto interno, aunque menos catastrófico, podría llevar a luchas prolongadas y a una gran desestabilización. La reforma limitada podría fracasar si las concesiones son insuficientes para calmar el descontento público. Y el cambio sistémico, aunque ideal, sería un proceso prolongado y difícil, con un alto riesgo de retroceso hacia un autoritarismo aún mayor.
El camino que tome Rusia dependerá tanto de factores internos como externos. En lo interno, el estado de la economía rusa es clave. Las sanciones occidentales han restringido su acceso a mercados globales y a tecnologías avanzadas; debilitando su capacidad de competir. A largo plazo, el estancamiento podría socavar la legitimidad del régimen de Putin y aumentar las presiones internas para el cambio.
En el plano externo, las relaciones de Rusia con Occidente también podrían jugar su parte. Como Putin ha apostado por fortalecer los lazos con China y otros países autoritarios; si las tensiones internacionales continúan escalando, Rusia podría enfrentarse a un aislamiento mayor, lo que limitaría más sus opciones estratégicas.
Una encrucijada histórica
Rusia se encuentra en una encrucijada histórica con una gran incertidumbre sobre su futuro político y económico. El régimen de Putin es vulnerable a crisis internas y externas. El desenlace es incierto y los próximos años serán cruciales para ver el camino que seguirá Rusia. Sea continuidad, colapso, conflicto interno, reforma o cambio sistémico, el futuro de Rusia tendrá implicaciones profundas no solo para sus ciudadanos, sino también para la estabilidad global.
Sólo esperemos que no siga el camino de Turkmenistán, la dictadura más excéntrica del mundo. En un país donde la extravagancia de sus líderes moldeó la política, la cultura y hasta el calendario; cuando llegó al poder un personaje tanto o más excéntrico que su antecesor, suavizó algunas de las restricciones más absurdas, pero impuso nuevas. Destruyó las estatuas de su predecesor y creó una falsa idea de normalización; mientras que, al mismo tiempo, fue construyendo sus propios monumentos e imponiendo su propio personalismo.
El círculo se cierra rápido. La Revolución muere apenas triunfa a mano de los mismos revolucionarios que, sin saberlo, recitan la inmortal frase de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Ojalá, acá no asome su nariz un Lampedusa ruso. Ojalá.
Cinco escenarios
El escenario más fácil de imaginar es el de una continuidad del régimen de Putin, incluso después de su muerte. En este caso, el sucesor de Putin sería alguien dentro de su círculo interno que continúe sus políticas y mantenga la estructura de poder existente. Esto requiere que Putin elija un heredero mientras todavía esté en el poder, como hizo Yeltsin con él; tal que asegure