Con los últimos acontecimientos, especialmente la asunción de Nicolás Maduro el pasado 10 de enero, se han escrito numerosas notas al respecto. En esta oportunidad, no pretendo ofrecer una opinión, sino invitar a los lectores a reflexionar para arribar a sus propias conclusiones.
La proclamación de Maduro como vencedor no sorprendió a nadie. Era una verdad anunciada, un desenlace esperado en el que el mandatario, respaldado por un aparato estatal controlado, aseguró su continuidad sin mayores sobresaltos. Tampoco se esperaba que cediera el mando a Urrutia, quien denunció irregularidades en el proceso electoral. Lo más impactante, quizá, fue el silencio que envolvió aquel día, como si el mundo ya hubiera aceptado resignado que nada iba a cambiar.
Para analizar esta situación, presento el caso de Venezuela a través de una metáfora que quizás permita comprender mejor el dilema que enfrenta el país y su relación con el contexto internacional. Imaginemos América Latina como un barrio, cada casa tiene su historia. Las paredes guardan secretos de generaciones, las ventanas muestran rostros de alegrías y penas, y las puertas se cierran para proteger a quienes están dentro. Sin embargo, hay una casa en particular, la de Venezuela, que lleva demasiado tiempo cubierta por sombras. Desde fuera, los vecinos observan con inquietud, escuchan gritos sofocados y ven cómo algunos miembros de esa familia intentan escapar saltando las vallas. Esta casa, que fue un ejemplo de prosperidad, se convirtió en un lugar donde la armonía fue desplazada por el miedo, y la soberanía que la protegía ahora parece una excusa para la impunidad.
Un dilema en el vecindario
La soberanía, ese derecho inalienable que resguarda cada hogar, parece tambalearse cuando dentro de una vivienda se perpetran actos que hieren a quienes allí habitan y también a quienes viven al lado. ¿Qué hacer cuando una casa comienza a arrojar basura al jardín del vecino, cuando sus ventanas rotas dejan escapar música estridente que rompe la calma del barrio? En el caso de Venezuela, esta situación no es solo una metáfora: sus heridas internas se extienden más allá de sus fronteras, afectando a países como Colombia y Brasil, que reciben a millones de exiliados con historias de sufrimiento y desesperanza, incluso es común encontrarse en Buenos Aires con jóvenes venezolanos contando que se vieron forzados a venir dejando sus familias.
El rostro de la casa
En esta casa, Nicolás Maduro ha asumido el papel de un especie de patriarca que gobierna con mano de hierro, respaldado por una maquinaria que manipula las reglas del juego. Las elecciones, que deberían ser una fiesta de democracia, son una pantomima en la que el resultado está escrito antes de que se cuenten los votos. Mientras tanto, dentro de la vivienda, los gritos de protesta son sofocados, y quienes intentan escapar son perseguidos.
Los vecinos: ¿intervenir o respetar?
En el barrio, las opiniones están divididas. Hay quienes, como el expresidente colombiano Álvaro Uribe, claman por la intervención, argumentando que no se puede permitir que esta casa siga siendo un foco de caos. Otros, como Estados Unidos, observan desde la distancia, imponiendo sanciones que buscan castigar al patriarca, pero que también afectan a los hijos que aún viven dentro. Este doble discurso, en el que se condena al Régimen, pero se sigue comprando su petróleo, deja un sabor amargo y una sensación de hipocresía.
La soberanía es sagrada, dicen algunos, y no hay derecho a cruzar la puerta de una casa ajena. Pero ¿qué sucede cuando esa soberanía se convierte en un escudo para proteger a un tirano? ¿Hasta dónde puede llegar la comunidad antes de que se considere una acción? El debate no tiene fácil resolución. Cualquier intervención internacional sin consenso podría desatar una crisis regional, pero la inacción también perpetúa el sufrimiento de los que viven atrapados dentro de esa casa.
Para millones de venezolanos, la única solución ha sido saltar las vallas de su casa y buscar refugio en otras. Desde lejos, envían remesas que sostienen a los que quedaron atrás, pero también cargan con la tristeza de haber dejado atrás su hogar, sus recuerdos y su identidad. Son como los héroes de las tragedias griegas, destinados a vagar con una mezcla de esperanza y dolor, mientras esperan que un día esa casa vuelva a ser lo que fue.
Reflexión
En el barrio de América Latina, la casa de Venezuela es un recordatorio de lo que puede suceder cuando el poder se concentra en un solo hombre y las reglas del juego se distorsionan para mantenerlo en el trono. Los vecinos pueden mirar hacia otro lado, pero las sombras que se extienden desde esa vivienda terminan tocando a todos. Tal vez la solución no sea derribar la puerta ni ignorarla, sino encontrar una forma de abrirla con cuidado, de hablar con quienes allí habitan y de reconstruir lo que se ha perdido.
Con esta metáfora pretendo explicar de manera sencilla mi visión sobre la situación de Venezuela en el contexto internacional. Es claro que el gobierno de Venezuela bajo Nicolás Maduro no es una democracia, es un autoritarismo híbrido, que combina elecciones manipuladas y una estructura formal de democracia con prácticas autoritarias que aseguran la perpetuación del poder. La soberanía popular y el estado de derecho han sido gravemente erosionados, dejando a la población sin acceso a mecanismos reales de justicia o representación.
Venezuela se encuentra en una encrucijada que no tiene respuestas fáciles. Los paralelismos con una sociedad que necesita un órgano de control y la fuerza pública para garantizar la justicia son pertinentes, pero la aplicación de esta idea al ámbito internacional es complicada. Uribe puede pedir intervención, y Estados Unidos puede presionar con sanciones, pero la solución al problema venezolano exige algo más: quizás sea una coalición global que actúe con prudencia, pero con firmeza, para garantizar que la democracia, y no el poder de un solo hombre, sea el verdadero principio rector de la soberanía.
* Ingeniero industrial, Master en comunicaciones sociales, Doctor en Estadística