Hay una historia grande, la de la construcción del Canal de Panamá, y varias historias pequeñas. Y todas están entretejidas porque ¿qué epopeya de ingeniería no conlleva un importante costo humano? The Great Divide, que Cristina Henríquez presenta en Miami Book Fair, cruza las vidas de distintos personajes para iluminar cómo fue la escala pequeña del canal interoceánico de 82 kilómetros que demandó 10 años de obra y transformó al mundo.
Henríquez quiso explorar la experiencia humana “en este monumental momento en la historia, pero solo como una persona común”. Y encontró que se congregaron, allí y entonces, de todas partes del mundo: “Había gente de 97 países que vino para trabajar en el canal”, contó a la radio pública estadounidense, NPR. La novela explora la vida de los locales y también las de estos migrantes que llegaron a Panamá por necesidad, porque la construcción funcionó como un imán para los trabajadores pobres del mundo.
El libro, desde luego, requirió una gran investigación: “Aprendí más sobre mosquitos de lo que nunca pensé que aprendería”, ironizó Henríquez, hispana, nacida en Delaware, y autora de The Book of Unknown Americans, The World In Half y Come Together, Fall Apart. Es probable que la autora no vuelva a embarcarse en otra novela histórica: “Fue una experiencia hermosa, pero costó mucho trabajo”.
Antes de su presentación en la Feria del Libro de Miami, Infobae tradujo un fragmento de The Great Divide en el que se presenta una de esas historias de individuos que subyacen a toda gran empresa de la humanidad:
Al bajar la colina donde vivían los Oswald, pasando la estaciónalidad de tren, pasando la ciudad de Empire con sus talleres mecánicos, su club, su comisaría, su oficina de correos y sus tiendas, bajando por una empinada terraza de 154 escalones, bajando, bajando, bajando hacia las montañas de la Cordillera, hasta la base de un canal artificial que en la actualidad tenía 40 pies de profundidad y 420 pies de ancho y que crecía día a día, miles de hombres trabajaban bajo la lluvia, paleando barro, envolviendo dinamita, tendiendo vías de ferrocarril y golpeando con picos las paredes de roca cortada.
La novela de Cristina Henríquez destaca el sacrificio y costo humano de la férrea epopeya del Canal de Panamá.
Todas las mañanas estos hombres, llegados de todo el mundo —de lugares como Holanda, España, Puerto Rico, Francia, Alemania, Cuba, China, India, Turquía, Inglaterra, Argentina, Perú, Jamaica, Santa Lucía, Martinica, Antigua, Trinidad, Granada, San Cristóbal, Nieves, Bermudas, Nassau y Barbados sobre todo— se reunían en un lugar: el Corte Culebra. Habían llegado en trenes de trabajadores y habían bajado por la ladera de la montaña, y cuando sonó el silbato, se pusieron manos a la obra. Desde el amanecer hasta el anochecer, abrieron la tierra. El barro les llegaba a las rodillas. Respiraban el humo del carbón de las locomotoras que pasaban sin cesar. Los oídos les retumbaban con el martilleo de las perforadoras de roca que resonaban en las laderas talladas de las montañas. Las manos se les ampollaban y sangraban de tanto apretar los mangos de los picos y las palas durante horas. Les dolían las piernas, les ardían los hombros, sentían que la espalda se les iba a partir en dos. Estaban húmedos todo el tiempo. Nunca podían secarse. Estaban cubiertos de barro. Nunca podían limpiarse. Las botas se les deshacían. Temblaban de fiebre. Cantaban canciones bajo la lluvia. Balanceaban los brazos y paleaban una y otra vez.
Omar Aquino, de 17 años, se paró en el corte y se pasó el brazo por la frente. Era casi finales de septiembre y la lluvia caía sobre el ala de su sombrero. Sintió que una ola le recorría la cabeza de delante a atrás y se quedó quieto, esperando a que pasara. Las olas lo habían estado golpeando todo el día, y lo mareaban durante uno o dos segundos.
—¿Estás bien? —le preguntó el hombre que trabajaba a su lado.
—Sí —respondió Omar.
—¿Necesitas descansar?
El hombre se llamaba Berisford. Veinte años, con un pañuelo rojo atado al cuello, había llegado de Barbados hacía sólo unos días.
Detrás de ellos, una locomotora que tiraba de una cadena de vagones de plataforma vacíos traqueteaba sobre la vía, hasta que se detuvo. Las palas a vapor inclinaron sus cuellos para recoger la roca y la arcilla que los hombres habían desprendido, luego giraron hasta que sus mandíbulas se cernieron sobre las plataformas de los vagones y, con un estruendo, lo arrojaron todo al suelo. Cuando los vagones estaban llenos, el jefe del astillero daba la señal y la locomotora los arrastraba, llevándose los escombros. Sin solución de continuidad y sin pausa entraba una nueva línea de vagones vacíos, listos para recibir más. Este era el ritmo durante todo el día. Los hombres se movían, las palas a vapor recogían, los trenes entraban, los trenes salían.
La construcción del Canal de Panamá atrajo trabajadores de 97 países, como ilustra “The Great Divide”.
Una música extraña, pensaba a veces Omar, pero que le gustaba. Hacía seis meses había ido a las oficinas administrativas del canal y había pedido trabajo. Durante todo el trayecto había ensayado lo que iba a decir. “Quiero ayudar a construir su canal”. Omar había aprendido inglés lo suficientemente bien como para leerlo en los libros, pero rara vez lo hablaba en voz alta. El hombre de la oficina administrativa le había preguntado de dónde era y, cuando Omar dijo: “Panamá”, se quedó atónito. “No vienen muchos panameños por aquí”. Omar no sabía si debía responder a eso, así que volvió a decir lo que había ensayado. “Quiero ayudar a construir su canal”. El hombre se había cruzado de brazos y se había echado hacia atrás en su silla, y lo evaluaba.
Omar era delgado y no muy fuerte, pero estaba dispuesto, y si el hombre le hubiera preguntado por qué quería el trabajo, estaría preparado para decir que porque creía que el canal sería el futuro de Panamá, que al tener aquí una vía fluvial tan importante su país estaría conectado para siempre con el resto del mundo. Pero la verdadera razón por la que Omar quería el trabajo -la razón que nunca le habría dicho en voz alta al hombre- era que su vida hasta entonces había sido pequeña y solitaria. Todos los días se despertaba sin ningún sitio al que ir ni nadie a quien ver. Quería dar sentido a sus días sin sentido, quería estar rodeado de gente y dejar de sentirse solo la mayor parte del tiempo. ¿Qué mejor manera de hacerlo que unirse a la mayor empresa conocida por el hombre, a la que habían acudido miles de personas, y que casualmente estaba teniendo lugar en el mismo lugar donde él vivía?
Al final, sin embargo, el hombre no había preguntado. Se había limitado a encogerse de hombros y decir: “Qué demonios, vamos a probar”.
Esa noche, cuando Omar le dijo a lo que había hecho, su padre se rió como si Omar le hubiera contado un chiste. Cuando Omar le mostró la etiqueta de identificación de metal que le habían dado, con el número 14721, su padre se puso serio y le dijo: “¿Es verdad?”. Al instante, su expresión pasó de la seriedad al pánico. Se quedó mirando mientras Omar se guardaba la etiqueta en el bolsillo.
—¿Ahora eres uno de ellos? —preguntó su padre frunciendo las cejas—. No, no, ¡no!
Cristina Henríquez es también autora de “The Book of Unknown Americans”, “The World In Half” y “Come Together, Fall Apart”.
Se paseaba de un lado a otro mientras golpeaba las manos con furia. A través de los golpes y los gritos, Omar había intentado explicarse. Sólo quería ver cómo era ese proyecto del que nadie dejaba de hablar. Quería conocer a otras personas. Quería hacer algo significativo cada día. Como su padre había pescado, él tendría esto. Pero su padre no le escuchaba. Seguía dando palmadas y graznando como un loro desquiciado, diciendo: “No, en absoluto. No, no, no”, hasta que finalmente Omar comprendió que nada de lo que dijera serviría de nada. Dejó de intentar explicarse y permaneció en silencio mientras su padre seguía con las palmadas durante medio minuto más. Entonces su padre chocó las manos por última vez y declaró: “¡Ya! ¡Basta! No más!” Esos fueron las últimas palabras que su padre le había dicho. No más. Habían pasado casi seis meses y ni Omar ni su padre se habían dirigido la palabra desde entonces.
Omar puso su pico en el barro y se apoyó en el mango. Respiró hondo. Junto con las olas en su cabeza, seguía teniendo escalofríos.
Berisford volvió a preguntarle si necesitaba descansar. Antes de que Omar pudiera responder, Clement, que estaba junto a ellos, dijo: “El descanso no existe. Aquí no. Los únicos que descansan son los muertos”.
Clement, que era de Jamaica, siempre había sido arisco, pero había algo en Berisford que lo volvía pendenciero también.
Ignorándole, Berisford miró a Omar y le dijo: “¿Necesitas mi pañuelo? ¿Para limpiarte la cara?”.
“Estoy bien”, dijo Omar, forzando una sonrisa. Tenía su propio pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón, pero apreciaba la preocupación de Berisford. En sus pocos días de trabajo, Berisford había sido más amable con Omar que nadie.
Omar respiró hondo una vez más y rodeó su pico con las manos. Mientras se balanceaba, observó a su capataz, Miller, caminar por la línea a través del barro con sus altas botas de goma. Durante todo el día se paseaba y les gritaba en inglés americano mientras fumaba habanos.
El Canal de Panamá, una ruta interoceánica en el istmo de América Central. (EFE)
“Un millón de yardas cúbicas este mes, chicos”, gritaba Miller por encima del ruido de las palas y el repiqueteo de la lluvia. “Ese es el objetivo”.
Junto a Omar, Berisford abrió los ojos. “¿Un millón, dice?”
Clement dijo: “Demasiado para ti, ¿eh?”, preguntó Clemente. “Este trabajo no es para los débiles”.
Berisford dio un fuerte golpe. Luego se enderezó, miró directamente a Clement y dijo: “¿Cómo es que te dejan hacerlo, entonces?”.
Prince, un trinitense que también trabajaba con ellos, se rió. Clemente se limitó a fruncir el ceño antes de volver a golpear.
Inquieto, Omar levantó el pico por encima de la cabeza y lo lanzó hacia atrás.
Sintió el peso de la cabeza de hierro tirándole del hombro. Hoy estaba más pesado, o bien a él le faltaba la fuerza que tenía otros días.
Presentación de “The Great Divide” en la Feria del Libro de Miami
Sábado 23, 12:30 pm, en la sala 8203 del Edificio 8
La autora, Cristina Henríquez, conversará con Ruthvika Rao, quien presenta The Fertile Earth.
Campus Wolfson del Miami-Dade College (MDC)
300 NE Second Ave, Miami, FL 33132
Fuente: https://www.infobae.com/america/