En una historia hay un divorcio. En la otra, una guerra. Ambas son el fin de un mundo tal como se lo conocía, y ambas se van entretejiendo en la conversación entre un periodista peruano que regresa a Madrid, donde vive, y el conductor del taxi, otro emigrado peruano en España. Les ha tocado un atasco de automóviles y así, con todo el tiempo del mundo, van conversando y dando forma a El mundo que vimos arder, la novela que Renato Cisneros presenta en Miami Book Fair.
El autor de La distancia que nos separa —que mereció elogios de Mario Vargas Llosa—, Dejarás la tierra, Ritual de los prójimos y Nunca confíes en mí presenta ahora una indagación en temas durísimos como el amor, el desarraigo, la muerte y los traumas que, en los campos de batalla tanto como entre las heridas del desamor, exploran cómo la pérdida trae la necesidad de reconciliarse con el pasado.
El mundo que vimos arder muestra la guerra como un juego de suma cero, sin buenos de un lado y malos del otro, en su embarrada complejidad. No hace falta repetir qué hizo la Alemania de Adolf Hitler pero, como dijo el autor peruano en una entrevista con la Fundación BBVA, “del otro lado, el de los héroes que liberaron los campos de concentración y derrotaron al nazismo y al fascismo, se cometieron muchos crímenes y muchos de esos soldados, veteranos de 24 años, volvieron enloquecidos, carcomidos por la violencia y nunca pudieron rehacer su vida del todo”.
El bombardeo de Hamburgo en 1943, conocido como “el Hiroshima europeo”, desempeña un papel central en la novela. La historia de un peruano que había emigrado a Estados Unidos para terminar como militar de esa operación le había dado vueltas en la cabeza, hasta que en 2020, cuando él mismo era un emigrado en España “y conocía bien esa experiencia del inmigrante de estar detenido en una suerte de limbo entre el país al que perteneces y el país que te acoge”, emprendió el trabajo de contarla, de unir aquella gran guerra con la pequeña guerra del migrante: “lidiar con esa vida no vivida y reinventarnos en la sociedad que nos abre los brazos”.
Este fragmento cuenta el momento en que Matías, el peruano nacionalizado estadounidense del siglo XX, dialoga con su mentor y decide enrolarse en las fuerzas armadas:
El mundo que vimos arder, Renato Cisneros
—¡Lo tengo!
—¿Qué tiene?
—¡La solución!
—¿Cuál solución?
—La solución a tu dilema.
—¿Mi dilema?
—Sí, sí, creo que es una gran idea.
—¿Qué ha pasado en el baño, señor Gordon?, ¿ha tenido una revelación?
—Más o menos.
—¿Podría decirme de qué rayos está hablando?
—He visto en la pared del baño la tapa de un cómic del Uncle Sam, ¿sabes lo que quiero decir?
—No, no lo sigo.
—¿Qué hace el Uncle Sam?
—Odio las charadas, señor Gordon.
—¡Matías, el servicio militar!
—¿Qué pasa con el servicio militar?
—¡Podrías alistarte!, tengo contactos en la fuerza aérea.
—Suena bien, señor Gordon, pero ¿desde cuándo Estados Unidos está en guerra?
—¡Por Dios, Matías, es que no te enteras de nada!, estamos en guerra desde que enviamos soldados y comida a Inglaterra, y desde que le facilitamos a China armamento producido por la General Motors; muy pronto estaremos metidos en la guerra hasta el cuello, acuérdate de lo que digo, he leído a múltiples articulistas del Times vaticinar una disputa con Japón, solo hay que interpretar el escenario, fíjate en la secuencia progresiva de los hechos: los japones entran en alianza con Alemania e Italia, Roosevelt los bloquea económicamente, les quita el petróleo, prohíbe las exportaciones a Tokio, los conmina, ingenuamente creo yo, a replegar sus destacamentos de Indochina, ¿lo ves?, la tensión no da para más, pero si vamos a la guerra, oye bien lo que voy a decirte, si vamos a la guerra doy por descontado que Estados Unidos pulveriza a los japoneses en“dos tardes, cuatro como mucho, podrías enrolarte, ser piloto, cumplir un año y medio de servicio con beneficios sociales, darte de baja y seguir aviación comercial, el futuro está allá arriba, ¿no es eso lo que quieres: volar?
El periodista y escritor peruano Renato Cisneros habla durante una entrevista con EFE, el 2 de febrero de 2024, en la Ciudad de México (México). EFE/ Isaac Esquivel
Varios segundos antes de que Clifford redondee su idea, Matías ya está decidido a emprenderla. Después de todo, es un ciudadano norteamericano, y ha desarrollado con Estados Unidos un sentido de pertenencia que no llegó a experimentar con el Perú. Ahora siente estar dentro del mundo, en el torbellino de la historia, inserto en los grandes párrafos de la humanidad, no al margen, no convertido en una humilde nota a pie de página como cuando vivía en la hacienda de Chiclín, con el apremio de ensanchar unas fronteras que a diario encontraba opresivas. Además, y esto es fundamental, los dos años que lleva en Estados Unidos están signados por vivencias inaugurales: por primera vez ha ganado un salario, ha dilapidado su dinero, ha conocido la amistad, el amor, se ha estrenado en el sexo, ha aprendido a fumar y beber sin moderación, ha obtenido la licencia de conducir, se ha saltado ciertas normas. Por primera vez ha sido libre y esa libertad le ha permitido descubrir que con ciertos lugares ocurre lo mismo que con ciertos seres humanos: en solo unos meses pueden volverse todo lo queridos e indispensables que otros, en el doble o triple de tiempo, jamás consiguieron ser. Aún es pronto para asumirse patriota, pero se emociona o dice emocionarse o quiere emocionarse al pensar en retribuir a Estados Unidos el haberle dado la chance de convertirse en otra persona, de no verse a sí mismo como forastero. Claro que cuando dice Estados Unidos piensa en Nueva York, la única ciudad que conoce, y ni siquiera piensa en la ciudad en sí, sino en aquellos individuos que la encarnan. De modo que la imagen que tiene del país es una en la que confluyen los rostros de Gordon Clifford, Steve Dávila, Billy Garnier, Charlotte Harris, los rostros de cada uno de los patrones que lo contrataron para ocupaciones esporádicas, e incluso el rostro de la recatada señora Morris, la dueña de la pensión, que todas las semanas le pregunta si se encuentra a gusto en esa habitación y en ese barrio que, ahora que lo piensa, tal vez no sean tan calamitosos.
—Di algo, muchacho, ¿no es una buena idea? —lo apura el banquero, restregándose las manos con satisfacción.
Matías se pone de pie y lo abraza dándole enérgicas palmadas. Una vez más, Gordon Clifford lo ha salvado marcándole el derrotero.
Tan solo cinco días más tarde, a las siete y cuarentaicinco de la mañana del 7 de diciembre de 1941, se cumplen a rajatabla los atroces presagios de Clifford. Una formación de aparatos metálicos se desplaza raudamente por el cielo de Pearl Harbor. En su fuselaje se distingue un disco rojo. Son más de trescientos cincuenta aviones de la armada imperial japonesa dispuestos a infestar el puerto estadounidense con su voluminosa carga de bombas y metralla. Bajo las aguas del Pacífico, treinta submarinos nipones arremeten contra los buques del ejército norteamericano, pero sus torpedos logran a duras penas el hundimiento de un arcaico transporte blindado. Serán los aviones los que castiguen la bahía con dureza; les llevará noventa minutos hundir cuatro acorazados, catorce embarcaciones, inutilizar más de cien unidades de la flota aérea, matar a más de dos mil hombres de servicio y dejar heridos a otros mil cien. Las portadas de los diarios de Estados Unidos amanecen con un solo titular en letras de gran puntaje: “JAPS BOMB HAWAII”. Al mediodía, el presidente Roosevelt declara la guerra al imperio japonés. Miles de norteamericanos que hasta hace una semana se oponían a que el país participara de un conflicto que consideraban ajeno, y enarbolaban el principio de neutralidad que les garantizaba una vida pacífica, ahora exigen sancionar ejemplarmente a los agresores. Durante los meses siguientes, a raíz de la beligerante ola de racismo y estigmatización desatada contra los inmigrantes japoneses y los japoneses americanos, el Gobierno dispondrá la evacuación y reubicación de más de ciento veinte mil de ellos en campos acondicionados para aislarlos de la sociedad a la que legalmente pertenecen.
El escritor y periodista peruano Renato Cisneros, en una fotografía de archivo. EFE/Javier Caamaño
El fervor bélico en el que está sumido el país no es repentino, precede al ataque a Pearl Harbor. Una vez que Roosevelt activara el programa de Servicio Selectivo —una lotería de reclutamientos—, varios jóvenes fueron llamados a servir. Actores como James Stewart o beisbolistas como Hank Greenberg, de los Tigres de Detroit, no dudaron en ponerse a disposición de las fuerzas armadas, generando sentimientos contrapuestos entre sus fanáticos, unos complacidos de verlos defender a la nación, otros temerosos de que volvieran de la“de la guerra en ataúd. En la televisión, Abbot & Costello incitan diariamente a sus compatriotas a comprar sellos postales y bonos de guerra para financiar operaciones logísticas. Los anuncios se multiplican en calles, supermercados, estaciones de tren. El entusiasmo es tal que cuando Matías les cuenta a Steve Dávila y Billy Garnier que va a enrolarse a la fuerza aérea no tiene que aplicarse mucho para convencerlos de seguirle los pasos: ellos también quieren alistarse, fusilar japoneses, requisar sus sables, capturar sus banderas, volver convertidos en aclamados ídolos nacionales y ser parte indisoluble de la pomposa parafernalia militar. Una tarde, atendiendo otro consejo de Clifford, Matías se sienta a escribir tres cartas: a su madre, a su abuelo y a Charlotte Harris. A su madre le pide no angustiarse por él, estará bien, saldrá airoso, obtendrá medallas; no dedica una sola línea a su padre. Al viejo Karsten le confiesa que quiere enfrentar a los japoneses en el Pacífico, aprender a pilotear aviones y un día, después de que los británicos y los rusos derroquen a los nazis, volar hasta Hamburgo; “ya lo sabes, Opa, el plan de visitarte sigue en pie”. A Charlotte le escribe espérame, serán dos años largos, estaremos comunicados, podrás resolver los asuntos que hoy te intranquilizan y a mi regreso empezaremos una vida juntos.
Presentación de “El mundo que vimos arder” en la Feria del Libro de Miami
Domingo 24, 2 pm, en la Sala 8503 en el Edificio 8
Renato Cisneros presenta su nueva obra en diálogo con la española Cristina Sánchez Andrade, quien hablará de su novela La nostalgia de la Mujer Anfibio.
Campus Wolfson del Miami-Dade College (MDC)
300 NE Second Ave, Miami, FL 33132