El conflicto entre el presidente boliviano Luis Arce y su antiguo mentor Evo Morales, cuya dimensión terminó por fracturar al gobernante Movimiento al Socialismo (MAS) y abre una incógnita sobre el porvenir político del país del Altiplano, exige una lectura desprovista de prejuicios ideológicos. La controversia, originada en la competencia entre ambos líderes por las elecciones presidenciales previstas para el año próximo, deja en segundo plano a la oposición de derecha, atomizada a nivel nacional pero gobernante en los cuatro departamentos del Oriente Boliviano y con su bastión en Santa Cruz de la Sierra, a la expectativa de la evolución de la crisis.
La confrontación, en la que ambas partes no se privaron de lanzarse acusaciones recíprocas sobre encubrimiento del narcotráfico (una sospecha nunca inverosímil en Bolivia) nació con la decisión del Tribunal Constitucional que ratificó que la constitución boliviana prohíbe un nuevo mandato presidencial de Morales. La sentencia, que allana el camino para la reelección de Arce, fue impugnada por los partidarios de Morales, que desataron una ola de movilizaciones que incluyó bloqueos de rutas con sus consiguientes perjuicios para la actividad económica. Pero el detonante fue la reanimación de una denuncia contra Morales por un presunto abuso de menores iniciada bajo el mandato de la ex presidenta Jeanine Áñez, que en noviembre de 2019 sustituyó interinamente a Morales después de su renuncia y exilio. En represalia, los allegados a Morales contratacaron con una denuncia contra Arce por abuso sexual.
El trasfondo estructural del conflicto es una mutación cultural en el seno del “capitalismo andino” que tiene como principal actor a una pujante burguesía aymara, cuyo ascenso modificó la estructura social tradicional, aunque con consecuencias paradójicas. Esa clase media emergente, pese a ser beneficiaria de las transformaciones operadas durante los gobiernos del MAS, frustró en las elecciones de octubre de 2019 las ambiciones reeleccionistas de Morales pero en octubre 2020 apoyó la candidatura triunfante de su ex Ministro de Economía, a quien Alejandro Werner, ex Director del Departamento del Hemisferio Occidental el FMI, calificó de “arquitecto del crecimiento económico de Bolivia”.
En su libro “Hacer sin plata: el desborde de los comerciantes populares en Bolivia”, Nico Tassi y Carmen Medeiros describieron la experiencia de Morales como un proceso de redistribución de riqueza que no implicó una confiscación de capitales, sino la incorporación de las comunidades indígenas en la economía de mercado, un proceso que se había iniciado con la progresiva migración del campo a las ciudades, pero que encontró su vía de canalización política en el gobierno de Morales con Arce en el Ministerio de Economía.
Desde la década del 80, en un movimiento demográfico que evoca lo sucedido en Perú con la aparición de los “pueblos jóvenes” en la periferia de Lima, una primera generación de empresarios de origen campesino, que operaba al margen de los circuitos de la economía formal, empezó estableciendo pequeños comercios en las nuevas comunidades urbanas instaladas en los aledaños de las grandes ciudades y se hizo cargo del transporte público y de otros servicios.
Estos nuevos empresarios, surgidos al margen de la legalidad, instituyeron sus propias reglas de convivencia, basadas en las costumbres ancestrales de la cultura indígena, para garantizar el cumplimiento de los contratos, y se fueron ganando la confianza de los actores económicos ya establecidos. En ese sistema informal jugó un rol fundamental el microcrédito, que posibilitó la financiación de esos millares de micro-emprendimientos y su desarrollo empresario. Entre 2006 y 2019 el producto bruto interno boliviano creció a un ritmo del 4,9% anual acumulativo, el índice de pobreza bajó del 35% al 15% y La clase media aumentó del 35% al 58% de la población.
Cambio cultural
En ese lapso ocurrió también una paulatina mutación en la opinión pública. El analista Carlos Laruta explicó que “Evo es parte de la rebelión contra la pobreza del neoliberalismo, pero ya se acabó ese tiempo y ahora la gente va a valorar la sensatez”. Este giro ya se había reflejado en el referéndum de 2017: la mayoría votó contra la posibilidad de que Morales compitiera por un cuarto mandato. En las paredes de El Alto alguien estampó una leyenda que graficaba la nueva situación “Gracias Evo, pero no”.
El fallo del Tribunal Constitucional que desconoció el resultado de aquella decisión popular por el “no” y habilitó a Morales para una nueva candidatura incrementó el descontento, que se expresó en las elecciones de octubre de 2019. Las denuncias de la oposición por la manipulación de los cómputos provocaron el estallido insurreccional que provocó la renuncia de Morales y la asunción de la titular del Senado, Jeanine Áñez.
El derrocamiento de Morales envalentonó en exceso a la oposición tradicional, que sintió llegada la hora de la restauración de la “Bolivia Blanca”. Pero el mandatario depuesto y el MAS hicieron una lectura correcta y convirtieron la necesidad en virtud: ante inhabilitación de Morales, la nominación de Arce permitió volver a atraer al MAS a esa franja de la nueva clase media. El resultado fue que en 2020 Arce, desde la oposición, obtuvo un porcentaje de votos mucho mayor al que Morales había cosechado desde el gobierno en 2019.
Pero la etapa iniciada con ese triunfo electoral de Arce en 2020 tuvo características muy distintas a las anteriores gestiones del MAS. La primera manifestación de este cambio en la situación quedó exhibida en la nominación de las candidaturas partidarias para las elecciones departamentales de 2021, donde las figuras promovidas por Morales encontraron fuertes resistencias internas. El caso emblemático ocurrió en El Alto: Eva Copa, una dirigente del MAS que durante el interinato de Áñez se había destacado como titular del Senado, se alzó contra el candidato ungido por el ex mandatario, concurrió a las urnas como independiente y logró la alcaldía de la segunda ciudad de Bolivia.
El pragmatismo de Arce permitía entrever el sesgo “realista” de su gestión, que los partidarios de Morales consideraban una traición a los postulados ideológicos del MAS. La incógnita residía en la aptitud política de Arce para eludir el fantasma del “doble comando”. Pero las complicaciones económicas aceleraron la crisis. Como producto de la pandemia, Bolivia experimentó una honda recesión, que tendió a agudizarse con el agotamiento de las reservas de gas, columna vertebral de sus exportaciones. Para compensar el impacto sobre las finanzas públicas Arce intentó un blanqueo forzoso que chocó con la resistencia de la opinión pública de un país asentado en la economía informal.
La caída de reservas del Banco Central produjo una continua devaluación de la moneda. Ese deterioro generó desabastecimiento de productos esenciales, originado en que muchos empresarios y comerciantes empezaron a contrabandear carne, huevos, aceite y arroz a Perú, donde conseguían mejores precios que en Bolivia. Para aplacar la creciente disconformidad de la población, Arce implementó medidas inéditas como la intervención de las Fuerzas Armadas en la frontera para combatir el contrabando y la imposición de severas penas de prisión para sus responsables.
En este contexto, y más allá de su diferenciación con Morales, Arce intensificó el acercamiento económico de Bolivia con China, Rusia e Irán, interesados en los yacimientos de litio. Ese viraje diplomático, que cuenta con el beneplácito del Brasil de Lula, y resultó involuntariamente potenciado por el retiro de la solicitud argentina de ingreso al BRICS, explica la iniciativa boliviana de integrarse a esa organización, que será considerada en la reunión que el bloque comercial celebrará en octubre en la ciudad rusa de Kazan. Es ocioso subrayar la preocupación que esa novedad despierta en Washington.
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico