Quizá desde Chilavert en Vélez, y -más atrás- desde el propio Fillol y el Loco Gatti, nunca tantos pibitos eligieron vestirse con las ropas de un arquero y dar sus pasos iniciáticos en el fútbol desde el puesto más ingrato y frustrante del fútbol. Gracias a la idolatría que proyecta Dibu, los chicos quieren ser como él. Se ponen la 23 de sus grandes hazañas e imitan su baile para festejar sus atajadas.
En su puesto, tiene todo como para ser considerado el mejor del mundo, reconocimiento que ya disfrutó después de Qatar. Pero sus condiciones excepcionales vienen acompañadas de una personalidad tan ganadora como excéntrica, con actitudes que andan por la cornisa entre la simpatía y el desafío al fair play.
Siendo argentino, a nosotros nos caen muy bien sus chamuyos a los rivales antes de un penal, sus gestos de frente a la tribuna contraria, sus coreografías después de una salvada y hasta sus travesuras subidas de tono cuando gesticula con los trofeos que consigue. Si eso lo hiciera un jugador del equipo contrario, seguramente no nos caería tan bien.
Ya estuvo algunas veces al borde de una sanción (hasta modificaron una regla para limitar su “acción psicológica” sobre los rivales antes de un penal). Ahora, otro chiste de Jaimito con la copa y el manotazo que le dio a una cámara que lo enfocaba le cuestan dos fechas sin poder jugar en la Selección.
Es una buena ocasión para que Dibu, que es un gran tipo y de tonto no tiene un pelo, recalcule y reflexione hasta dónde estirar la cuerda de esas escenificaciones, y en qué momento pueden dejar de causarnos gracia a nosotros también.
Una de las causas de la suspensión. De la travesura a la grosería (REUTERS / Rodrigo Valle / File Photo).
Se ganó la idolatría de los peques (Foto: Diego Izquierdo / Télam).
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