Construyendo puentes donde no hay ríos

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La confusión marca la época. Estamos sumidos en una desorientación tan profunda que la vida se asemeja a un galimatías impreciso e indescifrable. El desconcierto genera un desconsuelo que fluye -libre- detrás de la sucesiva caída de todos los relatos que auguraban un futuro mejor; tras la acumulación de décadas de pequeñas traiciones, frustraciones y resignaciones diarias; de la incesante claudicación a la aspiración genuina de vivir una vida mejor. “El fracaso de todos los futuros explica la victoria de la inmediatez consoladora”, dice Jacques Attali, desde su “Diccionario del Siglo XXI”.

La confusión marca la época. Estamos sumidos en una desorientación tan profunda que la vida se asemeja a un galimatías impreciso e indescifrable. El desconcierto genera un desconsuelo que fluye -libre- detrás de la sucesiva caída de todos los relatos que auguraban un futuro mejor; tras la acumulación de décadas de pequeñas traiciones, frustraciones y resignaciones diarias; de la incesante claudicación a la aspiración genuina de vivir una vida mejor. “El fracaso de todos los futuros explica la victoria de la inmediatez consoladora”, dice Jacques Attali, desde su “Diccionario del Siglo XXI”.

El relato del individualismo liberal -triunfante por sobre el relato del individuo planificado- ahora se ha vuelto explotador, exprimidor; agotador. Me vienen a la mente las imágenes retratadas por Byung Chul-Han en “La sociedad del cansancio” y “La sociedad paliativa”. “Las enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO) definen el panorama patológico de comienzos de este siglo”. Si bien este filósofo mira a estas enfermedades como producto del agotamiento tras habernos convertido en sujetos auto explotados por la «sociedad del rendimiento”; la depresión, el TDAH y el TLP también comparten su raíz patológica en la inversión del panóptico; esa pulsión obsesiva por la cual el individuo necesita exponerse y exhibirse cual animal en una caja de cristal.

El individuo sin ninguna libertad retratado por Evgueni Zamiantín. Zamiatín imagina, en “Nosotros”, una sociedad en la que la felicidad, el orden y la belleza sólo pueden ser alcanzadas mediante la ausencia de libertad y de acuerdo con los principios inflexibles de la matemática y del poder absoluto. Zamiatín conocía como nadie los laberintos del autoritarismo encarnados en el zarismo primero, en la Revolución bolchevique después y finalmente, en el socialismo soviético.

Esta vivencia profunda y descarnada sufrida en carne propia a lo largo de toda su vida, se trasladó en cada una de sus páginas. “Si la libertad del hombre es igual a cero, éste no comete crímenes. El único medio para librar al hombre del crimen es liberarlo de su libertad”.

Así, las personas viven en casas de cristal; en cajas de transparencia absoluta. Pero la exigencia de transparencia es muestra de desconfianza; la obsesión por la transparencia habla de una sociedad incapaz de confiar. La exposición es la única manera de “restaurar” esa confianza y todo se hace en pos de alcanzar la transparencia total. La pulsión por la transparencia enferma.

Hoy, como en las cajas de cristal de Zamiatín, el individuo se exhibe hasta el agotamiento en pos de «ser”; de «existir”; de «valer”; de «ser transparente”. Se expone a un mundo que no confía en él y que necesita verlo expuesto como en un mercado. Presentado para ser tasado y otorgarle un valor; volátil y efímero. La no existencia virtual equivale a una condena de inexistencia en la vida real. El avatar reemplaza a la persona de carne y hueso; el avatar “vale más” que la persona real detrás del avatar.

Así, no puede ser sorpresa la falta de valor económico de cualquier sujeto no expuesto a esta patológica exhibición pornográfica. No puede resultar sorpresa la desorientación; la confusión; las enfermedades psicológicas; el agotamiento; la exhaustación. “En dos décadas, pasamos de la era del acceso a la era del exceso”, dice Éric Sadin en “La era del individuo tirano”.

La Edad de la Ira

En este contexto, surge un nuevo individuo. Una «categoría política apolítica” si vale el oxímoron. Hannah Arendt caracterizó a la política como “la normalización de una pluralidad de existencias humanas que expresan sus divergencias; pero que convocan al esfuerzo de una negociación en vistas a aspirar a posibles acuerdos en pos del bien común”. Pluralidad; divergencias; negociación; acuerdo; bien común. Todas palabras olvidadas.

La situación, ahora, es doblemente apolítica dado que no depende de un proyecto, sino que deriva de una dimensión no concertada; algo que descansa sobre el aislamiento mutuo de los individuos que instauran -sin ser conscientes; sin saberlo, buscarlo, ni reivindicarlo -, lo que se podría denominar un “totalitarismo de la multitud”. Que elude toda búsqueda de bien común.

Todo esto favorecido por la proliferación de discursos y de relatos que se desentienden de la necesidad de concordar con el mundo real. Nace un régimen de opinión y de aserción infundada; la “posverdad” -en constante reinvención- y el reino de las “fake-news”. Se desconoce toda autoridad académica. No se profundiza en nada ni se investiga qué es verdad y qué no. Impera un exceso de información -tóxica- que sólo aumenta la desorientación colectiva, la disgregación y la alienación social.

El proyecto político del individualismo liberal que, dos siglos antes había aspirado a la liberación de los seres humanos, ahora se ha transformado en otro ethos: el de una búsqueda desenfrenada de una “singularización” que los despegue de la masa. Cada uno se imagina a sí mismo -por la fuerza de los discursos, de las imágenes y de las autopercepciones-; como el centro de un universo propio. El conjunto se asemeja al de una constelación de estrellas, resplandecientes, pero solitarias. “Consteladas” pero alejadas y aisladas, dentro de la constelación.

Un proceso que ahonda la desilusión y la amargura y que lleva a no creer en la validez de ningún proyecto colectivo. Los individuos quedan remitidos sólo a sí mismos y sin pertenencias a perspectivas comunes. Nace un resentimiento personal -a la vez, aislado y extremo- que, sin embargo, se siente amplio y global. La esperanza es etérea; no es vinculante. La ira, en cambio, es sólida y, por sobre todo, es convocante; es aglutinante. Es poderosa. Da fuerzas. Es el amanecer de la Edad de la Ira. Una Ira como el estado natural del nuevo ser humano. La ira como motor y como movilizador de todo acontecimiento. ¿De todo pensamiento?

Desesperados y confundidos

El sistema educativo nace a la luz y a la medida de la Segunda Revolución Industrial que hoy se extingue. Ahora, queremos proponer reformas educativas para una infancia que entra a un sistema educativo sin saber de qué van a trabajar esos niños cuando adultos. Somos incapaces de imaginar cómo va a ser el futuro; cómo serán los trabajos, o qué capacidades y habilidades requerirán. ¿Cómo se prepara a alguien para un futuro que no podemos imaginar cómo podría ser?

“El proyecto político del individualismo liberal que, dos siglos antes había aspirado a la liberación, se transformó en otro ethos”.

No sabemos -siquiera- si habrá trabajo para la totalidad de la población o si ya habrán avanzado las diversas propuestas de “Salario Básico Universal” que se van gestando ante la visibilidad que toma el tema del desempleo progresivo; la uniforme erosión de los salarios como producto de la automatización; así como del desplazamiento de la fuerza laboral hacia tareas de menor valor agregado, ergo, de salarios decrecientes. A la actual crisis de los sistemas de seguridad social y de los diferentes estados de bienestar social de muchas sociedades; se suma este nuevo problema, todavía en ciernes. La crisis es inevitable por mucho esfuerzo que se haga por dilatar el estado de conciencia de este malestar; o el esfuerzo por procrastinar diagnósticos certeros y la búsqueda de soluciones asertivas. Mientras tanto, la ira aumenta sin cesar.

Al mismo tiempo, asistimos a la muerte de la política. La capacidad para decidir qué debe ser hecho, cómo debe ser hecho y quién debe hacerlo, ha quedado atomizada y desperdigada entre visiones y actores divergentes; hasta antagónicos. No queda nadie que pueda conciliar estas demandas en un único puño y que pueda llevar a cabo las infinitas acciones que cada decisión requiere. Qué debe ser hecho se decide en un plano ajeno a la política; cómo debe ser hecho, también. Muchas veces, ni siquiera queda claro quién debe o quién puede llevarlo a cabo.

En lugar de reconocer esta incapacidad -¿discapacidad?-, los políticos se gritan unos a otros soluciones imposibles y caminos inconducentes con la fuerza de la razón que da el grito; sin otra herramienta para buscar esta ejecución fallida que la de una voz más alta que la de sus contrincantes de turno. Los adversarios se transforman en enemigos. Se normalizan los insultos; las diatribas infantiles. Se reafirman ambos extremos de una grieta; extremos que no difieren mucho uno del otro. Crece la sociedad binaria. La ira deviene en polarización extrema.

Se proponen reformas políticas para una sociedad apolítica (en los términos de Arendt), y se quiere gobernar a una sociedad que no quiere ser conducida hacia ningún otro lado que no sea hacia el corazón y hacia el centro de su ira. Hacia adentro de sí mismos.

En este tránsito violento hacia lo desconocido, es natural querer aferrarnos a un imaginario estatus-quo; a visiones de glorias pasadas o del orden tan ansiado. Queremos -a toda costa- volver a una sociedad que no existe más. Nos aferramos -con fiereza- a sistemas y a categorías que están dejando de existir; de tener sentido. Desesperados y confundidos, seguimos intentando construir puentes sobre llanuras áridas y desérticas por las cuales -hace tiempo-, ya no corren más ríos.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/policiales

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