Lecciones de Budapest sobre el autoritarismo que amenaza a Occidente

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En un capítulo del ensayo “Los ingenieros del caos” de Giuliano da Empoli, se muestra la mutación de Viktor Orbán de un líder carismático pro-europeo a un antieuropeísta rabioso; de un líder revolucionario que echó a las tropas soviéticas de Hungría siendo “la voz del hambre de libertad del pueblo húngaro”, a un dictador iliberal; todo siguiendo lógicas de cálculo político oportunistas.

En un capítulo del ensayo “Los ingenieros del caos” de Giuliano da Empoli, se muestra la mutación de Viktor Orbán de un líder carismático pro-europeo a un antieuropeísta rabioso; de un líder revolucionario que echó a las tropas soviéticas de Hungría siendo “la voz del hambre de libertad del pueblo húngaro”, a un dictador iliberal; todo siguiendo lógicas de cálculo político oportunistas.

En 2015, mientras cuarenta jefes de Estado marchaban junto a François Hollande luego del horror del ataque a la sede editorial del semanario satírico Charlie Hebdo -en lo que fue la mayor manifestación en las calles de París desde la Liberación-, Orbán se mantuvo al margen y declaró: “La inmigración es algo malo para Europa. No debemos concederle ningún valor, porque lo único que aporta es desorden y peligro para los pueblos europeos (…) No queremos entre nosotros a ninguna minoría con un patrimonio cultural distinto del nuestro. Queremos que Hungría siga siendo para los húngaros”.

No le importó que el tema estuviera por completo fuera de la agenda nacional y que tan sólo un 3% de su población le diera alguna entidad al tema. Su olfato político le indicó que ese era el camino y, a la luz de lo que está ocurriendo hoy con las elecciones para el Parlamento Europeo; no se equivocaba.

Un socio polarizador

En 1996, Arthur Finkelstein desembarcaba en Israel para ayudar en la campaña de Netanyahu después del asesinato del primer ministro, Isaac Rabin, a manos de un fanático judío opuesto a los acuerdos de paz. Los contendientes para sucederlo eran Shimon Peres -ministro de Asuntos Exteriores, premio Nobel de la Paz; una figura de renombre mundial-; y Benjamín Netanyahu, un extremista inexperto y nada fiable.

La estrategia de Finkelstein fue la de demoler la figura de su adversario. “Peres quiere dividir Jerusalén y dar la mitad a los palestinos” fue su eslogan de campaña, al tiempo que lo caricaturizó como “traidor a la patria” y “alguien imbuido en las habituales ilusiones piadosas de los liberales”; todo mientras repetía sin cesar “Netanyahu es bueno para los judíos”. Así, dividió al pueblo judío en dos: los “patriotas” y “los auténticos judíos” a un lado; y los “traidores”, “débiles”, “inmundos progresistas” y “cómplices de los árabes” del otro. Netanyahu se convirtió en primer ministro de Israel y, aún hoy, la sociedad israelí se encuentra polarizada y dividida en torno a esta cuestión.

En los años siguientes, la figura de Arthur Finkelstein, “el Keyser Söze de la derecha nacionalista”, creció. Participó de procesos desde la República Checa a Ucrania, de Austria a Azerbaiyán; en todas desplegando campañas negativas y virulentas hasta que, en 2009, llegó a Hungría, donde le esperaba un Viktor Orbán hambriento de poder.

Elige bien a tu enemigo

Ambos son discípulos de Carl Schmitt -ideólogo nazi- para quien la política consiste, ante todo, en identificar bien al enemigo. En 2009, para Orbán, el enemigo era Europa la cual, tras la crisis financiera global, había impuesto severas medidas de recorte y austeridad que recaían sobre la clase media húngara. Orbán, que antes había gobernado Hungría sobre una plataforma pro-europea, se dio cuenta del cambio del viento y, con la ayuda de Finkelstein, ideó una muy campaña violenta contra “los liberales que traicionaron al pueblo y condujeron al país a la bancarrota debido a la corrupción y la sumisión a intereses foráneos”. En 2010, Orbán ganó las elecciones con el 57,2% de los votos. Los partidos de centroderecha y de centroizquierda -que habían dominado la escena desde 1989- colapsaron y, de esta manera, Hungría se adelantó en varios años al escenario que sobrevendría, más tarde, en otros varios países del mundo.

Orbán presentó la victoria como el comienzo de una revolución en la que “el pueblo al fin se hacía del poder”. “La nación húngara no es un aglutinamiento de individuos, sino una comunidad que debe organizarse, reforzarse y, en definitiva, construirse. En este sentido, el nuevo Estado que estamos construyendo en Hungría es un “Estado iliberal”, y no un Estado liberal. No niega valores del liberalismo como la libertad, pero no hace de esta ideología el elemento central de la organización estatal”.

Cuando el frente interno se complicó por escándalos de corrupción y magros resultados económicos, la dupla Orbán-Finkelstein decidió buscar “un nuevo enemigo”. Tras el atentado de París, el Islam era el candidato perfecto sin importar que, en Hungría, los extranjeros representaran menos del 1,4% de la población o que los musulmanes, entre ellos, fueran una minoría aún más marginal. “Lo importante es no dejarse amedrentar por la realidad”, enseña da Empoli.

Al volver de París pusieron en marcha la maquinaria propagandística y prepararon el terreno para lo que estaba por venir. Tras la crisis de Siria, las entradas irregulares en el país subieron de 50.000 un año a más de 400.000 al siguiente. Estos refugiados no buscaban quedarse en Hungría, sino cruzar a Alemania y al resto de países del norte de Europa. Aun así, Orbán erigió una barrera de 175 kilómetros a lo largo de la frontera e impuso el cierre de la estación de trenes de Budapest. Como consecuencia, los migrantes quedaron bloqueados en la capital húngara y se vieron obligados a emprender una larga marcha a pie buscando la frontera austríaca.

La intransigencia de Orbán en consonancia con el clima de paranoia instalado por la propaganda oficial pagó su rédito político y la popularidad del primer ministro se disparó. Cuando la Unión Europea anunció un plan para distribuir entre sus miembros a los refugiados que seguían llegando a Italia y Grecia, a Hungría le tocaba acoger a 1.294 personas. La cifra era insignificante, pero Orbán, tan pronto como Bruselas anunció el plan, convocó a un referéndum y reanudó la campaña publicitaria con lemas como “Los ataques de París fueron cometidos por inmigrantes” o “Desde la crisis de los migrantes, los ataques contra las mujeres han aumentado mucho”. El «No» se impuso con el 98 % de los votos, pese a que votó menos del 50% del padrón.

Orbán comenzó a ser visto entonces como una alternativa al modelo europeo y reforzando esta percepción dijo, en 2017: “Hace veintisiete años, aquí, en Europa Central pensábamos que Europa era nuestro porvenir; hoy representamos el futuro de Europa”. Bajo la batuta de estos nuevos líderes soberanistas, las democracias iliberales del Este se convirtieron en alternativa a quienes se atrincheraban en torno a los valores seculares de la “verdadera Europa”: Dios, patria y familia; mientras se erigían como bastiones contra las “dictaduras de la corrección política”, de los derechos de las minorías y eran la voz de quienes se oponían a la inmigración que “amenaza la homogeneidad” y “la identidad cultural” del país. Pensemos esto, de nuevo, a la luz del resurgimiento de la extrema derecha en Europa; en especial, en Francia, Holanda y Alemania.

Un miedo transversal

La principal ventaja política de la cuestión identitaria es que refuerza la división “nosotros”- “ellos” mientras que, al mismo tiempo, quiebra la dialéctica “derecha-izquierda”. Es un miedo que trasciende a la ideología. Es emoción en estado puro que no tolera racionalización alguna.

Hace poco, en otras columnas, comenté que Estados Unidos tiene una “ventaja demográfica” por la cual, mientras que en Europa, Rusia y el Oriente la población envejece y se reduce; en Estados Unidos crecerá un 12% de acá a 2046. Lo que omití mencionar -a propósito-, es que ese crecimiento se dará -con exclusividad-, en las comunidades latinas, de color y, sobre todo, en la musulmana. ¿Qué va a hacer un populista xenófobo como Donald Trump, si fuera elegido presidente, con esta realidad? No se va a tratar más de “hacer frente” a la inmigración mejicana -o a la población extranjera como en Europa-; sino del decrecimiento y la conversión en minoría de su población blanca dominante.

El discurso de Geert Wilders -presidente del Partido por la Libertad de los Países Bajos; elegido primer ministro de Holanda- puede servir como guía: “He venido a Estados Unidos con una misión. No todo anda bien en el Viejo Mundo. Existe un tremendo peligro acechando. Y es muy difícil ser optimista. Es muy posible que ya estemos transitando las últimas etapas de la Islamización de Europa. Esto no es sólo un peligro claro y actual para el futuro de Europa en sí, sino una amenaza a América y a la supervivencia del mundo occidental. Estados Unidos es el último bastión de la civilización occidental, enfrentando a una Europa islámica. (…) En mi país, Holanda, el 60 % de la población ahora considera que la inmigración masiva de musulmanes representa la política más equivocada que se haya instaurado desde la Segunda Guerra Mundial. Y otro 60% de la población, considera que el Islam es la más importante amenaza que enfrentamos”. El mundo parece comenzar a transitar el “Choque de Civilizaciones” anunciado por Samuel P. Huntington; del cual Orbán sólo fue su punta de lanza.

El primer paso para no repetir los errores del pasado es conocer la Historia. Pero nos vamos dejando a nosotros mismos muy pocas opciones hacia delante cuando seguimos eligiendo al miedo como guía y la ignorancia como recurso.

Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/seccion/salta

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