A pesar de que la Suprema Corte sugirió tratarlo a pedido del gobierno de La Rioja -restando, todavía, la decisión final del Congreso-, resulta acertado suponer que el DNU se instaló en el centro neurálgico del régimen democrático. El funcionamiento democrático depende no sólo de la acción del gobierno, sino también de lo que hace la oposición. El DNU las entrelaza de un solo golpe: la oposición aduce que el gobierno violenta la dimensión procedimental de la democracia, mientras que el gobierno (y sus aliados) le espeta a la oposición que no tiene legitimidad para convertirse en garante de los procedimientos democráticos. Este enfrentamiento, si escala, puede resultar pernicioso para la cultura cívica. Conviene precisar este punto.
La dimensión procedimental de la democracia posee dos valores fundamentales: la imparcialidad y la equidad moral. De ellos se desprenden la mayoría de los principios y criterios que dan vida a los procedimientos democráticos. Para la oposición, el DNU vulnera no sólo los procedimientos explícitos, también las reglas tácitas que alimentan los procedimientos democráticos y que se reflejan en la cultura política, especialmente en lo referido a los asuntos legislativos. Una frase del senador Edward “Ted” Kennedy ilustra bien este punto: “En política pasa como en las matemáticas: todo lo que no es totalmente correcto, está mal.” Así, para la oposición el DNU “está mal”, es decir, violenta el procedimiento democrático. Sin embargo, al enfatizar este asunto la oposición ya no puede jugar (¿ni juzgar?) en el otro escaque del DNU: el contenido. Puesto que si “algo” está “mal” en término procedimentales el contenido resulta -aun considerándoselo beneficioso en todo o en partes- condicional a la validez del procedimiento. En consecuencia, si el DNU sale victorioso del Congreso y medianamente incólume de la Corte, la oposición se quedará con las manos vacías y vociferando.
La defensa que hace el gobierno del DNU es perspicaz, o cínica según los lentes de la persona lectora, puesto que intenta aferrarse a los dos escaques de manera simultánea. El gobierno afirma que el decreto promulgado es conforme a la Constitución y que la oposición, al no querer discutir el contenido, hurga artificiosamente en los procedimientos. Enarbolado ese argumento, el gobierno sostiene que la oposición no tiene legitimidad para convertirse en centinela y guardián de la calidad democrática. Para el Ejecutivo liderado por Javier Milei, todo el arco opositor se encuentra, en lo que al DNU se refiere, como Caliban en La Tempestad: dispuesto a maldecir. Sin embargo, el gobierno cree que muchos carecen de agallas, otros de creatividad y la gran mayoría de legitimidad. En síntesis, el argumento final que tienen se puede recrear del siguiente modo: después de décadas de deterioro de la calidad democrática, ustedes, quienes han sido artífices de ese deterioro, ¿nos van a evaluar en términos de calidad del funcionamiento democrático?
Para concluir, la defensa del gobierno descansa en el argumento de la legitimidad, es decir, en la fuerza política que, por ahora, otorga la mayoría de los votos. De esta forma, mientras lanza al ruedo público la intención de un plebiscito, parece decirle a la oposición: ¡À ton tour!
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